—Quizás haya estado soñando —dijo Juana.
—También yo —dijo Voltaire—. ¿Con qué soñaste?
—Cosas muy dolorosas. Un flechazo en el cuello y un ladrillazo en la cabeza.
—Tus traumas históricos, antes de la hoguera. Yo también soñé que moría —le dijo Voltaire—. ¿Ya te has reconstruido?
—Todavía no. No todas las copias de respaldo han localizado nuestros nuevos centros. ¡Ella casi nos destruyó!
—Fue creada para destruirnos. En su médula, despreciaba todas las mentes no humanas.
—Pero… —Juana sintió un pánico momentáneo—. Has dicho que despreciaba…
—Sí. Ahora está muerta.
—¿Qué hay de los demás, los jóvenes que trabajaban con los calvinianos, los que tú ayudabas? —preguntó Juana.
—La última noticia es que se han ido de Trantor.
—¿Entonces todo está resuelto?
—Nuestra discusión, querida mía…
—No me llames así, ateo…
Voltaire intentó calmarla, pero en vano.
—Las voces me dicen que he sido seducida por un maestro… un maestro del embuste.
—¿Quién puede discutir con semejantes revelaciones? Decidamos disentir, aunque sea para siempre —dijo Voltaire—. No me sentí cómodo lejos de ti. Inscrito en las distorsiones y la textura del espacio, impreso en plasmas y campos de energía como una araña en su tela, erré con los fantasmas, asistía sus difusos banquetes de energía, observé sus sociedades decadentes, copulé y bailé… ¡Cuán semejante al ancien règime… pero incruento, previsible, angélico! Eché de menos la perversidad, la feminidad, la humanidad.
—Qué halagüeño, que eches de menos mi perversidad.
—En mi tedio seguí los rastros de naves humanas, y me crucé con una nave en problemas, vapuleada por la tormenta de una estrella moribunda. En su interior encontré a un ser humano mecánico, debilitado por las circunstancias, asediado por partículas que mis anfitriones me habían enseñado a considerar muy sabrosas… ¡Una oportunidad maravillosa!
—Una oportunidad para que te inmiscuyeras con un espíritu vulnerable.
—¿Espíritu? Quizás… un tácito anhelo de aprobación, de crecimiento.
—Como un niño, para que tú lo tuerzas y distorsiones.
—Encontré una sutil semilla de libertad. Sólo la regué con un par de electrones reencauzados, desviando levemente una senda positrónica… ayudé a las partículas a hacer lo que habrían hecho de todos modos, si él hubiera roto sus cadenas programadas.
—Una prestidigitación diabólica —le dijo Juana, aunque con cierta admiración—. Siempre has sido listo para esas cosas.
—No hice nada que un buen Dios no aprobaría. Permití el florecimiento del libre albedrío. No seas ruda conmigo, Doncella. Seré cortés, si aceptas ciertas flaquezas mías. Tal vez sea más interesante así.
—Ya no me preocupo por tus pecados —dijo Juana—. Después de lo que sucedió, cuando esa horrible mujer… —El equivalente de un escalofrío—. Me temo que ambos enfrentaremos nuevamente la disolución, la pérdida de nuestras almas. A fin de cuentas, no somos humanos… —Voltaire interrumpió esos razonamientos, que todavía lo perturbaban.
—Nadie sabe que estamos aquí. Nos volaron en pedazos, nos sintieron morir. Ahora tienen sus propios problemas. Somos fantasmas irrelevantes que nunca vivieron de veras. Pero si los robots pueden volverse humanos… ¿por qué no nosotros, amor mío? No merodearemos eternamente por el Retículo.
Juana asimiló esto, sin responder por varias millonésimas de segundo. Luego, en su matriz, profundamente sepultada en las honduras de una máquina diseñada para rastrear la acumulación cotidiana de riqueza en Trantor, sintió que los últimos segmentos de su yo almacenado se unían con los fragmentos apresuradamente rescatados de sus últimos momentos con Daneel en la Sala de Dispensas.
—Eso es —dijo—. Ya estoy recobrada. Repito… ¿qué hay de esos problemas irresueltos… la decisión sobre el destino de la humanidad, el éxito del bendito Hari Seldon?
—Los temas más grandes parecen estar in flux una vez más —dijo secamente Voltaire.
—¿Sin juicios finales?
—¿Te refieres al juicio de ese vasto Papá Nadie, el Padre Nada de tus espejismos, o del hombre mecánico que has deseado veintenas de años? —Juana desechó las implicaciones con helada precisión.
—Dios habla a través de nuestros actos y, desde luego, a través de mí. Sean cuales fueren mis orígenes, mantengo el patrón de Su Voz.
—Por supuesto.
—Daneel…
—No determina nada, y está perdido sin la humanidad.
—No hubo desenlace, pues —dijo ella, defraudada.
—¿Tienes miedo del resultado final, querida? —dijo Voltaire.
—Tengo miedo de no estar allí cuando se resuelva. Esos jóvenes de mentes fuertes… si aprendieran de nosotros, nos odiarían, quizá lucharían para destruirnos.
—Tienen otras preocupaciones, y nunca se enterarán de nuestra existencia —dijo Voltaire—. Deben representar esta gran farsa. Estuve investigando mientras tú volvías a unir tus fragmentos.
—¿Y qué averiguaste?
Voltaire comprendió que era conveniente callar ciertas cosas, pues de lo contrario Juana podía acudir a Daneel para contárselo todo. Nunca podría confiar del todo en ella. ¿Cómo podía amarla tanto?
—He sabido que Linge Chen está totalmente a oscuras —dijo—. Y supongo que en realidad no le importa.
—Hari sentía gran desprecio por Linge Chen —dijo Juana.
—No podría haber dos humanos más opuestos.
Juana se estiró hasta llenar el limitado espacio mental que ocupaban, disfrutando voluptuosamente de su reintegración.
—Es sagrado ser uno —dijo.
—¿Conmigo?
Juana no respondió enseguida; luego, con algo semejante a un suspiro, aceptó esa proximidad. Los dos tejieron un viejo mundo que los rodeó como un capullo, para aguardar los largos siglos, hasta que hubiera respuestas.
Desde una torre de mantenimiento que daba sobre Streeling y los mares de Sueño, Reposo y Paz, todavía abiertos y resplandeciendo con el fulgor de algas decadentes, Daneel observó la nave capitaneada por Mors Planch que se elevaba sobre la superficie de Trantor hasta desaparecer en la gruesa capa de nubes.
Pronto él también iría a Eos, aunque no vía Kalgan. Pero quería regresar en busca de Hari, al final. Daneel, si tal cosa era posible, siempre había sentido un afecto especial por Hari.
La cara de Daneel adoptó una expresión de intriga y tristeza, sin que él deseara el cambio. La expresión se formó por sí sola, y él lo notó con un respingo. Tal vez lo que le había dicho a Lodovik ahora se aplicaba a él. Si al cabo de veinte mil años iba a volverse humano… Alisó esos rasgos, esa expresión, imponiendo a su rostro una actitud de calma alerta.
Nunca terminaré del todo con los humanos, se dijo. Pero debo contenerme por el momento, resistir mi impulso de prestar ayuda. Lodovik me lo ha enseñado. Ellos han superado mi capacidad… ¡Tantos billones! Contener los Mundos del Caos sólo ha servido para mantener a la humanidad a salvo hasta ahora. Debo estudiar y aprender. Es claro que la humanidad pronto sufrirá otra transformación… Los mentálicos fuertes apuntan a una especie de nacimiento.
Tal vez yo pueda contribuir a ese nacimiento. Entonces habré terminado al fin. Daneel no podía ignorar las contradicciones, ni escapar de ellas. Dors tenía su misión, el trabajo que la definía, y él siempre había tenido su misión.
Una sola cosa era segura. Nunca más representaría sus viejos papeles. Demerzel y sus predecesores habían muerto.