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La depresión de Hari era tan profunda que Wanda sintió más de una vez la tentación de internarse en sus pensamientos y hacer una sutil modificación, pero nunca había podido hacerlo con su abuelo. Habría sido posible, pero no habría sido correcto.

Si Hari Seldon estaba desesperado, y podía expresar las razones de su desesperación —si su estado no era un daño provocado por Vara Liso, una posibilidad que él negaba fervientemente—, tenía derecho a estar así, y si había una salida él la encontraría… o no.

Pero Wanda no podía sino dejarle ser lo que siempre había sido, un hombre empecinado.

Tenía que confiar en el instinto de su abuelo. Y si él tenía razón, deberían modificar sus planes.

—¡Me siento casi alegre! —exclamó Hari la mañana que lo llevaron al apartamento para recobrarse. Se sentó a la mesilla junto a esa curva de la pared del salón que indicaba el paso de una viga estructural—. Ya nadie me necesita.

—Nosotros te necesitamos, abuelo —dijo Wanda, a punto de llorar.

—Desde luego… pero como abuelo, no como salvador. A decir verdad, he odiado ese aspecto de mi papel en toda esta ridiculez. Pensar… por un tiempo… —Su rostro se volvió distante.

Wanda sabía muy bien que su jovialidad era falsa, que ese alivio era un disimulo.

Había esperado el momento adecuado para decirle lo que había pasado durante su ausencia. Stettin se había ido esa mañana para asistir a los preparativos para la partida. Todos los miembros del Proyecto se irían pronto de Trantor, tuvieran o no motivo para irse, así que ella y Stettin no veían motivos para detener sus planes.

—Abuelo, antes del juicio tuvimos un visitante —dijo, y se sentó frente a Hari.

Hari la miró, y la sonrisa con que había optado por encubrir sus sentimientos se endureció.

—No quiero saberlo —dijo.

—Fue Demerzel —dijo Wanda.

Hari cerró los ojos.

—Él no regresará. Lo he decepcionado.

—Creo que te equivocas, abuelo. Recibí un mensaje esta mañana, antes que te despertaras. De Demerzel.

Hari se negaba a encontrar esperanzas en eso.

—Algunos asuntos para redondear, sin duda —dijo.

—Habrá una reunión. Él quiere que Stettin y yo también estemos allí.

—¿Una reunión secreta?

—No tan secreta, al parecer.

—En efecto. A Linge Chen ya no le importa lo que hagamos. Enviará a todos los enciclopedistas fuera de Trantor, a Término… un exilio inútil.

—Sin duda la Enciclopedia será de alguna utilidad —dijo Wanda—. La mayoría de ellos no conocen el plan más amplio. No les importará.

Hari se encogió de hombros.

—Debe ser importante, abuelo.

—¡Sí, sí! Claro que será importante… y definitivo. —Ansiaba ver a Daneel una vez más, al menos para quejarse.

Incluso había soñado con ese encuentro, pero ahora lo temía. ¿Cómo explicaría su fracaso, el final del Proyecto, la inutilidad de la psicohistoria?

Daneel se iría a otra parte, encontraría a otra persona, completaría sus planes de otra manera…

Y Hari moriría y sería olvidado.

Wanda apenas tuvo coraje para interrumpir su ensoñación.

—Y todavía necesitamos programar las grabaciones, abuelo.

Hari la miró con ojos aterradoramente vacíos. Wanda lo tocó levemente con su mente, y se sobresaltó ante la sordidez, el árido desierto de sus emociones.

—¿Grabaciones?

—Tus declaraciones. Para las crisis. No hay mucho tiempo.

Por un momento, recordando la lista de crisis que la psicohistoria predecía para los siglos siguientes, Hari sintió furia, y asestó un puñetazo en la mesa.

—Maldición, ¿acaso nadie lo entiende? ¿Qué es esto, impulso por inercia? ¿Las vanas esperanzas de cien mil colaboradores? ¡Claro que sí! No hubo un anuncio general, ¿verdad? Haré uno esta noche, para todos ellos. Les anunciaré que se ha terminado, que se irán al exilio sin ningún motivo.

Wanda combatió las lágrimas de su propia desesperación.

—Por favor… Por favor, abuelo, reúnete con Demerzel. Tal vez…

—Sí —dijo Hari, de nuevo aplacado y triste—. Primero con él. —Miró la piel magullada de su mano. Se había partido la piel de un nudillo. Le dolían el brazo, el cuello y la mandíbula. Le dolía todo.

Wanda vio la gota de sangre en la mesa y rompió a llorar, algo que él nunca había visto.

Extendió la mano sana y le cogió el brazo, estrujándolo suavemente.

—Perdóname —murmuró—. Realmente ya no sé qué hago ni por qué.