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Wanda estaba en la vasta estación central de viajes de Streeling, vestida con su chaqueta más abrigada, una prenda delgada y decorativa. El cavernoso hangar de taxis y vehículos automáticos estaba más fresco que el resto del sector, a unos ocho grados, y la temperatura seguía bajando. La ventilación y el aire acondicionado habían fluctuado durante dieciocho horas, y los conductos de emergencia bombeaban aire del exterior, convirtiendo la primavera perpetua de Streeling en un helado otoño para el que ninguno de sus habitantes estaba preparado. No se había dado ninguna explicación oficial, y ella no esperaba ninguna. Era parte del techo roto y el deterioro general que parecía dominar el planeta.

Stettin regresó de la cabina de información que estaba bajo la arcada de acero y cerámica.

—El despacho de taxis es bastante irregular —dijo—. Tendremos que esperar veinte o treinta minutos para llegar al tribunal.

Wanda apretó los puños.

—Él casi murió ayer…

—No sabemos lo que ocurrió —le recordó Stettin.

—Si no pueden protegerlo ellos, ¿quién puede? —preguntó Wanda. El hecho de que su abuelo le hubiera ordenado ocultarse hasta su excarcelación en cuanto lo arrestaran no atenuaba su culpa.

Stettin se encogió de hombros.

—Tu abuelo tiene su propia suerte. Parece que la compartimos. Esa mujer ha muerto. —Lo habían oído en las noticias oficiales: el asesinato de Farad Sinter y la inexplicable muerte de Vara Liso, identificada como la mujer a quien Sinter había encargado muchas de las redadas que habían provocado los disturbios en Dahl, el Ágora de los Vendedores y otras partes.

—Sí, pero tú sentiste el… —Wanda no tenía palabras para describir la onda de choque de algo que parecía un combate extraordinario.

Stettin asintió.

—Todavía me duele la cabeza.

—¿Quién pudo bloquear a Liso? Nosotros no habríamos podido, ni todos los mentálicos, aunque se hubieran aliado.

—Otra persona, más fuerte que ella —sugirió Stettin.

—¿Cuántos hay como Vara Liso?

—Espero que no haya más. Pero si podemos reclutar a esa otra persona…

—Sería como tener un escorpión entre nosotros. ¿Qué haríamos con semejante persona? Cualquier cosa que le disgustara… —Wanda se puso a caminar—. Odio esto. Quiero largarme de este condenado planeta, largarme del Centro. Ojalá nos dejaran llevar al abuelo. ¡A veces parece tan frágil!

Stettin prestó atención a un cálido murmullo, diferente del gruñido gutural de los gravitadores de los taxis y el gemido de los vehículos automáticos. Palmeó el hombro de Wanda y señaló. Un transporte oficial de la Comisión de Seguridad Pública desaceleraba en su carril. Se detuvo frente a ellos, y otros pasajeros pusieron mala cara ante esta intrusión de un vehículo oficial en carriles públicos, aunque estos estuvieran vacíos.

La escotilla del transporte se abrió. Dentro del utilitario casco había asientos lujosos, calidez y un fulgor dorado. Sedjar Boon salió del transporte.

—¿Wanda Seldon Palver? —preguntó.

Ella asintió.

—Represento a su abuelo.

—Lo sé. Usted es uno de los leguleyos de Chen, ¿verdad?

Boon frunció durante un instante el ceño, pero no negó la acusación.

—Chen no dejaría nada librado al azar —dijo Wanda, mordiendo las palabras—. ¿Dónde está mi abuelo? Será mejor que no esté…

—Físicamente, está bien —dijo Boon—. Pero el tribunal necesita que alguien de su familia acepte su excarcelación y se haga cargo de él.

—¿Qué significa «físicamente»? ¿Y por qué «hacerse cargo»?

—De veras represento los intereses de su abuelo, por extraño que sea el convenio —dijo Boon, frunciendo el entrecejo—. Sin embargo, sucedió algo que escapó a mi control, y sólo quería advertirle. Él no está lastimado, pero hubo un incidente.

—¿Qué sucedió?

Boon miró a los otros pasajeros, que tiritaban y miraban con envidia el cálido interior del vehículo.

—No es exactamente de público conocimiento…

Wanda fulminó a Boon con la mirada y entró en el transporte. Stettin la siguió.

—Basta de charla. Llévenos donde está él. Ya —dijo Wanda.