Hari se enfrentó a Vara Liso en la Sala de Dispensas. Extendió las manos y agitó los dedos mientras procuraba mantener el equilibrio. Movía la cabeza de un lado al otro. La mujer que había entrado antes —y que tanto le recordaba a Dors— estaba tendida contra la pared, quieta, como muerta.
Hari no tenía miedo; todo había sido tan rápido que no sentía ninguna emoción. Todo parecía descolocado, sobre todo él; ese no era su lugar, ni el de ellas.
Antes era una sala apacible. Ahora olía a electricidad, a la orina que empapaba los pantalones de los tres hombres caídos.
—Te estoy guardando… —dijo Vara Liso desde el otro lado de la sala. Dio un paso hacia él, bajando los brazos—. Para el final.
—¿Quién eres? —preguntó Hari. Le preocupaba la mujer del suelo. Quería comprobar si estaba bien; sintió temblores en la mente, recuerdos, confusas y ricas reacciones impregnadas de promesa y horror, pues estaba seguro de que esa mujer era Dors. Ha regresado. Quería protegerme. El modo en que se movía… ¡cómo un tigre al ataque! Y ahora ha caído como un insecto aplastado.
Esta mujer menuda y delgada… una aberración. ¡Un monstruo!
Entonces supo quién era la mujer. Wanda la había mencionado semanas atrás, la mujer que no había aceptado unirse a los mentálicos, que se había aliado con Farad Sinter.
—Eres Vara Liso —dijo, y echó a andar hacia ella.
—Bien —dijo la mujer con voz trémula—. Quiero que sepas quién soy. Tú tienes la culpa.
—¿La culpa de qué?
—Tú trabajas con los robots. —Torció la cara en un nudo de furia—. Eres su lacayo, y ellos creen que han ganado.