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Dors Venabili había conservado su lista de códigos y pasadizos de los edificios del palacio, y curiosamente la mayoría aún funcionaba. Sin duda los códigos que permitían que la gente saliera de los edificios se cambiaban con mayor frecuencia que los que le permitían entrar. Cuando habían arrestado a Hari, acusándolo de agresión, décadas antes, ella había hecho planes para irrumpir en el edificio del juzgado y liberarlo, y el trabajo que había hecho entonces le fue útil ahora.

También era posible que Juana la hubiera ayudado. Pero en definitiva no importaba cómo había llegado. Habría derribado paredes para lograrlo.

Fue la primera en entrar en la Sala de Dispensas. Vio a Hari y tres hombres en el centro, iluminados por el difuso fulgor de la claraboya. Se detuvo un instante. Los hombres no amenazaban a Hari. A1 contrario, juzgó que estaban allí para protegerle.

Hari se volvió y la miró. Abrió la boca, y Dors oyó el eco de su jadeo. Los tres hombres se volvieron, y el más maduro, un sujeto corpulento que usaba el uniforme de un alcaide imperial, le preguntó:

—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?

Desde la entrada norte llegó un siseo y un relámpago de luz. Dors conocía muy bien ese sonido: un látigo neural, disparado desde varias decenas de metros. Los tres hombres que rodeaban a Hari temblaron, bailotearon, cayeron al suelo gimiendo.

Hari permanecía de pie.

Dors corrió a toda velocidad hacia la mujer menuda y feroz que estaba cerca de la entrada norte. La mujer aún empuñaba el látigo neural, y parecía tener ojos sólo para Hari. En menos de cuatro segundos, Dors llegó a dos metros de ella.

Vara Liso gritó con el esfuerzo de su persuasión. El pasillo pareció llenarse de voces, voces exigentes y feas. Hari se tapó las orejas con las manos y torció la cara, y los hombres del suelo temblaron violentamente, pero el grueso de la fuerza del rayo mentálico iba hacia Dors.

Dors nunca había sentido semejante ráfaga, nunca había conocido humanos capaces de tales descargas. Había sentido la sutil persuasión de Daneel durante su entrenamiento en Eos, nada más.

Parecía perfectamente natural, en medio de su carrera, mientras procuraba detener a esa mujer que amenazaba a Hari, subir las piernas y tratar de volar. Su cuerpo de metal y carne sintética se curvó en una bola y Dors rozó el hombro de la mujer, arrojándola a un costado.

Dors rebotó en la pared y cayó al suelo hecha un guiñapo. No podía ni quería moverse, ni entonces ni nunca más.