El mayor Namm empuñaba el látigo neural con mano inestable. El sudor le bañaba la cara. Se tambaleó cuando trató de alejarse de la diminuta mujer de vestido esmeralda. Vara Liso tenía una expresión rara y alzaba los ojos como si no necesitara mirar al mayor para controlarlo.
Parecía estar inspeccionando el techo.
El mayor gimió, y el látigo se le cayó de la mano. Ella estaba cansada. Caminó alrededor del mayor. Muy pronto necesitaría beber algo dulce y comer algo, pero primero tenía que atravesar esa puerta y ver a Farad Sinter, presentar su último informe al hombre con quien había esperado casarse. Sueños tontos, esperanzas absurdas.
Vara Liso entró en la antesala de la nueva oficina de Sinter y vio los nuevos muebles, los bancos de informadores tipo imperial que lo habrían conectado con los receptores y procesadores orbitales. Ese habría sido su centro de mando. Centro, Sinter. Sonrió perversamente. Calefacción sin derretimiento, sequedad en el centro, una pila de arena, ningún hombre, ningún éxito, ningún fracaso: había arrojado las varillas en el antiguo juego de Bioka, siempre lo hacía cuando estaba confundida, y las varillas decían «se necesita corrección, no todo está bien en el centro Sinter».
Más allá de las inmensas puertas de bronce, oyó gritos y gemidos. Apoyó el hombro contra la puerta. Nada. Concentró su atención en el mayor, le ordenó que avanzara y le diera su código a la puerta.
El mayor arrodillado se levantó, el rostro contorsionado y sudado. Tecleó el código y apoyó la palma.
La puerta se abrió, y el mayor retrocedió. Vara Liso entró en la oficina.
Farad estaba en ropa ceremonial, conferenciando con dos asesores y un abogado; no importaba, su comisión ya no existía. La vio y frunció el ceño.
—Necesito poner las cosas en orden… Vara, te pido que te vayas.
Vara vio una bandeja llena de golosinas en el amplio escritorio, junto al informador/procesador más potente que había visto, quizá capaz de destilar información de diez mil sistemas. Ahora no estaba funcionando. Acceso al Imperio denegado. Poder evaporado. Alzó un puñado de dulces y los masticó.
Sinter la miró fijamente.
—Por favor —murmuró. Él intuía su consternación pero no podía conocer la causa—. Están derritiendo nuestro robot. Están liberando a Seldon. Estoy tratando de comunicarme con el emperador. Esto es muy importante.
—Nadie nos verá —dijo ella, moviendo los dulces de la bandeja con un dedo.
—No es tan grave —insistió Sinter, pálido—. ¿Cómo entraste aquí? —Prothon había liberado al mayor para que informara a Sinter sobre la situación.
Luego lo habían apostado en la antesala para cerrarle el paso. Eso era obvio sin siquiera saborear sus pensamientos.
Vara no podía leer pensamientos directamente; a lo sumo podía saborear emociones, captar pantallazos visuales y sonidos, pero nunca en detalle. Por dentro los humanos no eran iguales. Cada mente tenía su propio desarrollo.
Vara sabía que todos los humanos eran alienígenas entre sí, pero su propia alienación era de otra magnitud.
—Señorita Liso, debe marcharse —dijo el abogado, caminando hacia ella—. La llamaré más tarde para representarla en los tribunales imperiales…
Se tambaleó, movió la cara, tartamudeó y se babeó. Farad lo miró con alarma.
—Vara, ¿eres tú?
Ella dejó en paz al abogado.
—Mentiste —le dijo a Sinter.
—¿De qué estás hablando?
—Yo misma capturaré a Seldon —dijo ella—. Quédate aquí, y partiremos juntos.
—¡No! —exclamó Sinter—. ¡Basta de tonterías! Tenemos que…
Por un instante, Vara Liso sufrió un vahído. La habitación se borró, reapareció. Sinter aferró el escritorio y la miró con ojos desorbitados. Se miró el pecho, las rodillas trémulas, las piernas que cedían bajo su peso.
Luego la miró de nuevo. Sus asesores ya estaban de rodillas, los brazos a los costados, los puños apretados. Se desplomaron en direcciones opuestas, y uno se golpeó la cabeza contra el canto del escritorio.
El corazón de Farad latía más despacio. Vara no sabía si esto era obra de ella o no. No se creía tan fuerte, nunca había hecho semejante cosa, pero qué más daba.
Dio la espalda al hombre con quien quería casarse, en todos sus sueños y esperanzas.
—Ahora soy innegablemente un monstruo —dijo. La palabra sabía deliciosa, libre, definitiva.
Salió de la oficina y atravesó la antesala donde el mayor aún jadeaba. Se detuvo apenas un instante e hizo una mueca.
Farad moría. Había silencio y vacío en su pecho. Vara se tocó la mejilla.
Ahora estaba muerto.
Cogió el látigo neural del mayor y siguió su camino.