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El ujier de la Comisión siguió a Hari y Linge Chen a la cámara de consulta que estaba detrás del banco del juez. Hari se sentó en una silla angosta ante el escritorio del comisionado y observó cautelosamente a Chen.

Chen no se sentó, sino que esperó a que su sirviente lavrentiano le ayudara a quitarse su ropa ceremonial. Con una simple sotana gris, Chen alzó las manos, hizo crujir los nudillos y encaró a Seldon.

—Tienes enemigos —dijo—. Eso no me sorprende. Lo que me sorprende es que tus enemigos han sido enemigos míos durante mucho tiempo. ¿Esto te interesa?

Chen desvió los ojos como si sintiera un supremo aburrimiento.

—Desde luego, este exilio no te incluirá —continuó—. Tú no te irás de Trantor. Lo prohibiré si lo intentas.

—Soy demasiado viejo y no deseo irme, sire —dijo Hari—. Aquí hay trabajo que hacer.

—Cuánta dedicación —murmuró Chen, frotándose un codo con la palma de la otra mano—. Si sobrevives, y concluyes tu obra, me interesará conocer los resultados.

—Todos estaremos muertos —dijo Hari— antes que se pueda demostrar la verdad o falsedad de los resultados.

—Vamos, doctor Seldon —dijo Chen—. Habla con franqueza, de un viejo manipulador a otro.

»Me dicen que has planeado los resultados de este juicio con años de antelación, con cuidadosas alianzas políticas… y con considerable habilidad política.

—No planeado, sino predicho a través de la matemática —dijo Hari.

—Como digas. Ahora al fin hemos terminado el uno con el otro, para nuestro mutuo alivio.

—Sire, ¿qué hay de la Comisión de Seguridad General? Ellos podrían objetar estos resultados.

—Ese organismo ya no existe. El emperador le ha retirado su autorización. Tal vez también estuviera predicho en tu matemática.

Hari entrelazó las manos.

—Ni siquiera aparecen en la cuadrícula de resultados, sire —dijo, y comprendió que su tono se podía considerar arrogante. Demasiado tarde.

Chen aceptó estas palabras en silencio, luego habló con voz helada.

—Me has estudiado, profesor Seldon, pero no me conoces. Si logro cumplir mi voluntad, nunca me conocerás. —El comisionado curvó los labios y miró el techo—. Desprecio tu matemática. No es más que superstición disfrazada, religión encubierta, y apesta a la misma degeneración y decadencia que proclamas con tanto entusiasmo. Eres de la misma calaña que esos sujetos que persiguen robots omnipotentes en cada sombra. Te dejo en libertad porque para mí no eres nada, ya no ocupas ningún lugar en mis planes.

El comisionado llamó al ujier.

—Quedas en manos de las autoridades civiles para tu excarcelación —dijo, y abandonó la sala haciendo ondear su sotana.

El sirviente lavrentiano miró a Hari con curiosidad y siguió a su amo. Hari habría jurado que el sirviente trataba de comunicarle su sensación de alivio.

—Profesor Seldon —dijo el ujier, con un añejo aire de cortesía profesional—, sígame.