Boon iba junto a Hari, y Lors Avakim junto a Gaal Dornick. Los cinco jueces ya estaban sentados cuando ellos entraron, con Linge Chen, como de costumbre, en un sitio más alto y en el centro. Hari sintió un leve mareo por estar tanto tiempo de pie mientras el escribiente recitaba los cargos. Miró la sala judicial, echó una ojeada a Gaal, al fin se apoyó en él. Gaal lo sostuvo sin comentarios hasta que Hari recobró el equilibrio.
—Lo lamento —murmuró.
Linge Chen habló sin siquiera mirar a Hari.
—La continuación de este juicio no cumpliría ningún propósito. Seguridad General ya no tiene motivos para interrogar al profesor Seldon.
Hari ni siquiera se atrevía a sentir la esperanza que ofrecía ese hombre.
—El proceso público toca a su fin.
Chen y los jueces se pusieron de pie. Sedjar Boon sostuvo el otro brazo de Hari mientras los comisionados se marchaban. Los pares también estaban de pie, murmurando. El abogado se aproximó al banquillo y habló con Gaal y Hari.
—El comisionado mayor desea hablar en privado con ambos —dijo. Le hizo una seña a Boon y Lors Avakim, cortesía profesional, o quizá respeto por sus colegas—. Sus clientes deben estar a solas para este propósito. Se quedarán aquí. Todos los demás se marcharán.
Hari no sabía cómo sentirse ni qué pensar. Se le habían agotado los recursos. Boon le tocó el brazo, le sonrió confiadamente y se marchó con Avakim.
Una vez que despejaron la sala, las puertas externas quedaron aseguradas con largos barrotes de bronce, y los comisionados regresaron. Linge Chen estudió a Hari.
—Sire, preferiría estar en presencia de nuestros abogados —dijo Hari con voz cascada. Odiaba esas flaquezas, esos achaques.
El comisionado que estaba a la izquierda de Chen respondió:
—Doctor Seldon, esto ya no es un juicio. Su destino personal ya no está en juego. Estamos aquí para deliberar sobre la seguridad del estado.
—Yo hablaré —dijo Chen. Los demás comisionados parecieron fundirse con sus sillas en silencio, confirmando el poder de ese hombre flaco y duro con los rasgos serenos y los modales de un antiguo aristócrata. Vaya, pensó Hari. Parece más viejo que yo. ¡Una antigualla!
—Doctor Seldon —comenzó Chen—, perturbas la paz del reino del emperador. Ninguno de los miles de millones que ahora habitan entre las estrellas de la galaxia estará vivo dentro de un siglo. ¿Por qué, entonces, debemos preocuparnos por acontecimientos que están a cinco siglos de distancia?
—Sire, yo no estaré vivo dentro de media década —dijo Hari—, y sin embargo es de suma importancia para mí. Llámalo idealismo. Llámalo una identificación de mí mismo con esa generalización mística que llamamos «género humano».
—No deseo tomarme el trabajo de comprender el misticismo. ¿Puedes decirme por qué no puedo liberarme de ti y de un incómodo e innecesario futuro que nunca veré, haciéndote ejecutar esta noche?
Hari invocó todo su desprecio por ese hombre, su desprecio por la muerte misma, para enfrentar la irritante calma del comisionado.
—Hace una semana podrías haberlo hecho y quizá conservar una probabilidad sobre diez de permanecer con vida al final del año. Hoy, esa probabilidad se ha reducido a una en diez mil.
Los otros comisionados suspiraron colectivamente ante esa blasfemia, como vírgenes ante un esposo desnudo. Chen sólo parecía aburrido, y también más delgado y más duro.
—¿En qué sentido? —preguntó, con voz peligrosamente calma.
—La caída de Trantor no se puede detener. Sin embargo, se puede apresurar fácilmente. La noticia de mi juicio interrumpido se difundirá por la galaxia. La frustración de mis planes para aminorar el desastre convencerá a la gente de que el futuro no le depara ninguna promesa. Ya recuerdan con envidia la vida de sus abuelos. Verán el aumento de las revoluciones políticas y el estancamiento comercial. Cundirá la sensación de que sólo importa aquello que un hombre pueda arrebatar para sí en su momento. Los ambiciosos no esperarán, y los inescrupulosos no se contendrán. Con cada acto apresurarán la decadencia de los mundos. Hazme matar y Trantor no caerá dentro de cinco siglos sino dentro de cincuenta años, y tú dentro de uno.
Chen sonrió socarronamente.
—Esas son palabras para asustar a los niños, pero aun así tu muerte no es la única respuesta que nos dará satisfacción. ¿Tu única actividad será preparar esa enciclopedia que has mencionado? —Chen pareció extender un escudo de magnanimidad sobre Hari, agitando la mano y tamborileando con dos dedos junto a la campanilla de bronce y el martillo.
—Así será.
—¿Y es preciso que lo hagas en Trantor?
—Trantor, sire, posee la Biblioteca Imperial, así como los recursos eruditos de…
—Sí, desde luego. No obstante, si estuvieras en otra parte, digamos un planeta donde las premuras y distracciones de una metrópoli no interfiriesen en las meditaciones eruditas, donde tus hombres puedan dedicarse por completo y concentradamente a su labor… ¿eso no tendría sus ventajas?
—Algunas, tal vez.
—Pues se ha escogido un mundo así. Podrás trabajar a gusto, doctor, con tus cien mil. La galaxia sabrá que estás trabajando y luchando contra la caída. Incluso se le dirá que impedirás la caída. Si los que se interesan en esas cosas creen que tienes razón, estarán más felices. —Sonrió—. Como yo no creo en esas cosas, no me cuesta descreer también de la caída, así que estoy totalmente convencido de que le diré la verdad a la gente. Entretanto, no molestarás en Trantor y no perturbarás la paz imperial.
»La otra posibilidad es la muerte para ti y para tantos de tus seguidores como parezca necesario. No tengo en cuenta tus anteriores amenazas.
»La oportunidad para escoger entre la muerte y el exilio se te da por un período de tiempo que se extiende desde ahora hasta dentro de cinco minutos.
—¿Cuál es el mundo escogido, sire? —preguntó Hari, ocultando su tensión.
Chen llamó a Hari al estrado y señaló un informador que mostraba una imagen del mundo y su posición.
—Creo que se llama Término —dijo.
Hari lo miró de soslayo, sin aliento, y luego miró a Chen. Estaban más cerca que nunca, apenas a un brazo de distancia. Hari veía las finas líneas de tensión en los rasgos serenos, como arrugas en un mundo de hielo.
—Está deshabitado, pero es muy habitable, y se puede adaptar a las necesidades de los estudiosos. Está un poco apartado…
Hari trató de mostrar consternación.
—Está en el linde de la galaxia, sire.
Chen desechó ese comentario con un movimiento de los ojos. Miró fatigosamente a Hari, como preguntando: ¿Realmente necesitamos representar esta farsa?
—Como he dicho, un poco apartado. Será adecuado para tu necesidad de concentración. Vamos, quedan dos minutos.
Hari apenas podía disimular su euforia. Por un instante sintió gratitud hacia ese monstruo aristocrático.
—Necesitaremos bastante tiempo para arreglar ese viaje —murmuró—. Se trata de veinte mil familias.
Gaal Dornick, que aún estaba en el banquillo, carraspeó.
Chen miró el informador, apagó la pantalla.
—Se les dará tiempo.
Hari no podía contenerse. El último minuto pasaba rápidamente, pero no podía abstenerse de dar a su triunfo unos segundos más para crecer, alarmando aún más a quienes carecían de sus conocimientos. A1 fin, mientras el minuto llegaba a los últimos cinco segundos, murmuró, con voz de sumisa derrota:
—Acepto el exilio.
Gaal Dornick jadeó y se sentó abruptamente.
La procuradora entró una vez más, presenció la aceptación, consignó que todo estaba en regla, registró los resultados y declaraciones y cedió la palabra al comisionado. Chen alzó la mano y declaró oficialmente:
—Esta causa se cierra. Ya no concierne a la Comisión. Todos pueden marcharse.
Hari retrocedió para reunirse con Gaal.
—Tú no —murmuró Chen.