66

Vara Liso conducía su carro por la plaza casi vacía, rodeada por una falange de veinte Especiales de Seguridad General que ya lucían sus nuevos uniformes. El mayor Namm caminaba junto a ella, como de costumbre.

Ella tenía una expresión de aturdimiento, como un títere al que han sacudido demasiado y en demasiadas direcciones. Algo le molestaba en esas calles desiertas y esos portales cerrados. Los Especiales lo intuían, y ella no necesitaba su agudo instinto para sentirse tensa; pero ese instinto zumbaba locamente por causa de otros hechos anteriores.

Por la mañana, durante su reunión con Farad Sinter, no había visto confianza y fuerza en ese hombre que temía e idolatraba, sino pura arrogancia, algo que sólo podía comparar con la actitud de un niño que está por pasarse de listo y ser castigado. En la política imperial actual, no obstante, el castigo no se limitaría a una zurra; una caída desde las alturas de ese poder equivaldría a la muerte o, si había misericordia, el encarcelamiento en Rikerian o el exilio en los horribles Mundos Exteriores.

El mayor Namm fruncía el ceño. Se aproximaban a la plaza de la puerta principal del Distrito de Distribución y Almacenaje, a pocos kilómetros del Ágora de los Vendedores, donde casi habían capturado a Lodovik Trema. Lamentaba ese fracaso; la situación sería menos tensa si dispusieran de semejante elemento probatorio. Pero presentía que ahora apuntaban a algo aún más importante que Trema, tal vez el centro de la actividad robótica en Trantor.

Vara no le había mencionado a Sinter sus aprensiones sobre el robot femenino. Lo poco que podía captar en la memoria del robot no parecía congeniar con las expectativas de Sinter, pero él no estaba de ánimo para que le arruinaran su momento de triunfo. Había aceptado esa búsqueda de hoy para quitársela de encima, y porque ella afirmaba que era aconsejable encontrar más pruebas, dada la enconada oposición de Linge Chen.

Farad Sinter no tenía en gran estima a su sabueso mentálico, ni como ser humano ni como mujer.

Vara se frotó la nariz. Sabía que no era atractiva, y sabía que Sinter sólo la veía como una aliada en su ascenso político, ¿pero era demasiado esperar que un día hubiera otra clase de alianza?

¿Cómo podría adaptarse a una pareja que no poseía sus poderes? ¿Era demasiado esperar que un día encontrase a alguien como ella, que la valorase…? Había sufrido muchas decepciones como para abrigar tales esperanzas.

De pronto Namm alzó el brazo y escuchó su comunicador. Entornó los ojos.

—Confirmado —gruñó. Miró a Vara y curvó los labios en lo que podría haber sido desprecio…

Ella experimentó un instante de temor. ¡He caído en desgracia! ¡Me ejecutarán aquí mismo! Luego analizó la expresión del mayor: desdén profesional por las incomprensibles órdenes de sus superiores.

—Nos ordenan que nos retiremos —dijo él—. Enviarán una fuerza adicional, y dicen que hay demasiados Especiales en las calles…

Un gruñido rodó desde el distrito de almacenaje. Vara miró arriba y vio multitudes de Grises y ciudadanos, atípicamente mezclados, cruzando las anchas puertas. A1 principio creyó que eran sólo un puñado, pero los Especiales formaron un cuadrado y alzaron sus escudos personales. Su propio escudo subió con un crujido.

Había miles de ellos, hombres y mujeres, ciudadanos y meritócratas universitarios, no sólo ropas grises y negras, sino colores brillantes en los adultos. Vara Liso no podía creer lo que veía. Eso no era Dahl ni Rencha, famosos por los disturbios políticos…

¡Eso era el Sector Imperial! Y la turba estaba compuesta por diversas clases. ¡Inaudito! Incluso había Grises imperiales.

El teniente pidió refuerzos y nuevas instrucciones. La turba —los rostros claramente visibles en el otro lado de la plaza, bajo el fulgor crepuscular del techo— estaba enfurecida.

Algunos llevaban letreros, y otros llevaban aparatos que proyectaban mensajes en las paredes de la plaza. Chorros de brillantes palabras rojas decían FUERA SEGURIDAD GENERAI y ¿DONDE ESTÁ SINTER?

Otros eran más groseros, más rabiosos. Chispas llameantes estallaron en el flanco izquierdo de la multitud, alumbrando la plaza con brillante detalle. Una bengala se elevó cien metros y explotó con un estampido resonante. Los Especiales se agazaparon y desenfundaron sus látigos neurales. Pero esas armas no servían para controlar muchedumbres numerosas, y no querían recurrir a las pistolas energéticas.

No estaban preparados.

El mayor lo sabía, pero obviamente lo sacaba de quicio retroceder ante una turba. Tal vez nunca había tenido que retroceder, nunca había tenido que enfrentar esas circunstancias.

—Deberíamos irnos —le dijo Vara al mayor. No le gustaba que la turba voceara el nombre de Sinter. Ahora era famoso (en los medios de Trantor se habían publicado muchas notas sobre la nueva comisión), ¿pero por qué se ensañaban con él?—. Por favor, este carro no es muy rápido.

El mayor la miró con la misma expresión que le había visto antes, labios curvos y ojos entornados. Él no dijo nada, pero dio la orden de retirarse.

La multitud avanzó mientras el cordón policial retrocedía. Luego, con el aullido bestial de la turbamulta, echó a correr.

Por encima de esa algarabía se oyó un gruñido aún más ominoso. Vara hizo girar el carro. El mayor la rodeó con cinco de sus agentes mejor entrenados y ordenó que los demás mantuvieran sus posiciones. Había hecho sus cálculos y había visto que no llegarían a ningún refugio, ni a una mejor posición defensiva, antes que la turba los alcanzara.

Vara irguió la cabeza para ver y oír mejor. Una brisa le rozó la mejilla. Docenas de unidades de vigilancia se elevaron sobre la plaza, esferas zumbonas del tamaño de un puño. La turba las ignoró.

Vara se apeó del carro. Podía andar más rápidamente a pie, si era necesario. O podía ordenar a uno de esos hombres que la cargara. Le temblaban los brazos y las piernas de pensar en la tensión que enfrentaría. Sabía que era frágil; su fuerza estaba en otra parte, y se preguntó a cuántos integrantes de la multitud podría persuadir, si se agolpaban alrededor de ella, sofocándola con sus mentes individuales.

Chilló. , pensó, soy como un ratón, un roedor asustado. Soy una criatura lamentable, pero sólo necesito concentrarme. ¡Si logro concentrarme puedo derrotarlos a todos!

Sintió surgir sus recursos interiores. Mientras preparaba sus defensas, creyó detectar un gesto de temor en los hombres que la rodeaban. Nunca había tenido que protegerse contra tantos. A1 sentir esa concentración de fuerzas, empezó a perder el miedo. Aunque los escudos personales se derrumbaran, o la turba los empujara contra una pared y los aplastara dentro de esos escudos —¡una posibilidad!—, ella no estaría indefensa. Si Sinter no podía ayudar, si el mayor y sus Especiales no podían ayudar, aun así ella prevalecería.

Vio el descenso de las sombras antes de oír el fragor de las hélices y los motores de los transportes de tropas. El mayor alzó el brazo para protegerse de la corriente de aire, y las sombras los cubrieron. Curiosamente, parecía que las naves se elevaban en vez de aterrizar en la plaza.

Cuatro esbeltos transportes se posaron frente a la turba en crujientes pilotes azules. Vara reconoció las insignias del flanco: un óvalo de estrellas coronando una galaxia y una cruz roja doble, el ejército privado del emperador, la Fuerza de Acción Externa, casi nunca vista. El emperador ha enviado sus fuerzas para protegernos, pensó con alivio, y se llevó el puño a la boca.

Una vez Farad le había dicho que la Fuerza de Acción Externa no se había usado en años, y que Klayus la odiaba y temía; en un tiempo la había comandado el retirado general Prothon, y la especialidad de Prothon —la única razón por la cual abandonaba su retiro— consistía en eliminar emperadores.

A1 ver las máquinas, la turba se detuvo y guardó silencio.

Eso era inesperado. La presencia de la Fuerza de Acción Externa —que presuntamente sólo actuaba cuando el trono estaba amenazado— frente a un mero disturbio era alarmante. Algunos integrantes de la multitud se liberaron de la mente de la turba, murmuraron. El frente de la muchedumbre onduló y retrocedió.

A los pocos segundos, cien efectivos con armaduras y escudos negros y azules y cascos con franjas rojas habían bajado de los transportes y formaban dos líneas, una delante de la multitud, otra frente a Vara Liso y sus Especiales.

El último en bajar fue el enorme general Prothon, con hombros taurinos, brazos inmensos y una barriga que le tensaba el uniforme. Tenía cara aniñada, con un bigote gris y deshilachado y una barba corta, y movía los penetrantes ojillos con apasionada energía. Parecía feliz de sumarse a la fiesta.

Prothon se detuvo un momento entre las líneas, miró a izquierda y derecha, giró y se aproximó…

A Vara Liso.

La identificó de inmediato y la miró jovialmente mientras avanzaba con sus piernas largas y gruesas. Se contaba que era del planeta Nur, un mundo pesado y opresivo, pero en verdad nadie sabía de dónde venía ni cómo había llegado a su posición.

Se contaba que era el emperador secreto, el verdadero dueño del poder en el palacio, incluso por encima de la Comisión de Seguridad Pública, al menos desde el exilio de Agis IV, pero los rumores no estaban confirmados.

Prothon se abrió paso entre sus tropas y se plantó delante de ella. Vara pestañeó al ver ese pecho macizo coronado por una cabeza relativamente pequeña, con su rostro agradable y radiante.

—Conque esta es la mujercita que iba a provocar la gran guerra —dijo Prothon con meliflua voz de tenor. Por un instante, al enfrentarse a lo que quizá fuera su perdición, Vara quedó impresionada por esa paradójica combinación de fuerza taurina y atractivo aire juvenil—. ¿Algún éxito hoy? —preguntó afablemente.

Vara pestañeó varias veces más.

—Detecto… —dijo al fin, y calló, apoyándose el nudillo en los labios. Quería llorar o atacar, y no sabía qué hacer. Lograr que este monstruo se agache para llorar conmigo, delante de mí.

—Hay un edificio en el distrito de almacenaje —musitó, y Prothon se agachó junto a ella como para proponerle matrimonio, para escuchar más atentamente.

—De nuevo, por favor —murmuró.

—Hay un edificio en el distrito de almacenaje, el centro minorista. He pasado varias veces en esta semana. Parecía inofensivo, pero he afinado mis sentidos, escuchando más atentamente. Estoy segura de que hay robots en el almacén. Muchos, quizás. El jefe de la Comisión de Seguridad General…

—Sí, desde luego —dijo Prothon. Se levantó y echó una mirada enérgica a los Especiales, a la muchedumbre—. Te llevaremos al almacén. Después de eso, nada más. Se ha terminado.

—¿Qué ha terminado? —preguntó ella con tono vacilante.

—El juego —dijo Prothon con una sonrisa—. Hay ganadores, y hay perdedores.