Durante los dos primeros días del juicio, Linge Chen no había dicho nada, dejando la presentación de la causa del Imperio a su abogado, un hombre pomposo de edad madura y rostro serio, que había hablado en su nombre.
Habían dedicado esos tediosos días a discutir cuestiones de procedimiento. Sedjar Boon, sin embargo, parecía estar en su elemento, y disfrutaba de ese pugilato técnico.
Hari pasaba gran parte del tiempo adormilado, sumido en un aburrimiento exquisito, incesante, brumoso.
El tercer día el juicio se desplazó a la cámara principal del juzgado número siete, y Hari tuvo la oportunidad de hablar en su defensa. El abogado de Chen lo citó para que ocupara el estrado de los testigos y sonrió.
—Me honra hablar con el gran Hari Seldon —empezó.
—El honor es mío, sin duda —respondió Hari. Tamborileó en la baranda con el dedo. El abogado miró el dedo, miró a Hari. Hari dejó de tamborilear y se aclaró la garganta.
—Comencemos, doctor Seldon. ¿Cuántos hombres participan en el proyecto que usted encabeza?
—Cincuenta —dijo Hari—. Cincuenta matemáticos.
El abogado sonrió.
—¿Eso incluye al doctor Gaal Dornick?
—El doctor Dornick es el número cincuenta y uno.
—Ah, entonces tenemos cincuenta y uno. Hurgue en su memoria, doctor Seldon. ¿No habrá cincuenta y dos, cincuenta y tres? ¿Tal vez más?
Hari enarcó las cejas y ladeó la cabeza.
—El doctor Dornick aún no se ha unido formalmente a mi organización. Cuando lo haga, habrá cincuenta y un miembros. Ahora son cincuenta, como he dicho.
—¿No serán cerca de cien mil?
Hari pestañeó, un poco desconcertado. Si el hombre quería saber cuánta gente de todas clases participaba en el Proyecto general… podía haber preguntado.
—¿Matemáticos? No.
—No dije matemáticos. ¿Hay cien mil en todas las especialidades?
—En todas las especialidades, esa cifra puede ser correcta.
—¿Puede ser? Yo digo que lo es. Digo que los hombres de su proyecto suman noventa y ocho mil quinientos setenta y dos.
Hari tragó saliva con creciente irritación.
—Creo que usted está contando cónyuges e hijos.
El abogado elevó la voz, habiendo señalado esa enorme discrepancia, para su delectación profesional.
—Estoy hablando de noventa y ocho mil quinientos setenta y dos individuos. Respóndame sin rodeos.
Boon asintió con un gesto de cabeza. Hari apretó los dientes.
—Acepto la cifra —dijo.
El abogado consultó sus notas en una pizarra legal antes de proceder.
—Dejemos eso por el momento, pues, y pasemos a otro asunto que ya hemos comentado con cierto detalle. ¿Repetiría usted, doctor Seldon, sus pensamientos concernientes al futuro de Trantor?
—He dicho, y repito, que Trantor estará en ruinas dentro de cinco siglos.
—¿No le parece que esta declaración es desleal?
—No, señor. La verdad científica está más allá de la lealtad y la deslealtad.
—¿Está seguro de que su declaración representa la verdad científica?
—Lo estoy.
—¿Basado en qué?
—En la matemática de la psicohistoria.
—¿Puede demostrar que esa matemática es válida?
—Sólo a otro matemático.
El abogado sonrió afablemente.
—Usted sostiene, pues, que su verdad es de naturaleza tan esotérica que trasciende la comprensión del hombre común. A mi entender, la verdad debería ser más clara, menos misteriosa, más abierta a la mente.
—No presenta ninguna dificultad a ciertas mentes. La física de la transferencia de energía, que conocemos como termodinámica, ha sido clara y cierta en toda la historia del hombre desde la era mítica, pero algunas personas no podrían diseñar un motor. Gente de gran inteligencia, además. Dudo que los cultos comisionados…
El comisionado que estaba a la derecha de Chen llamó al abogado al banquillo. Sus susurros se oyeron claramente, aunque no sus palabras.
Cuando el abogado regresó, habló con menos petulancia.
—No estamos aquí para escuchar discursos, doctor Seldon. Supongamos que usted ha dicho lo que quería decir. Afinemos entonces un poco esta indagatoria, profesor Seldon.
—De acuerdo.
—Permítame sugerirle que sus predicciones de desastre podrían estar destinadas a destruir la confianza pública en el gobierno imperial, con segundas intenciones.
—No es así.
—Permítame sugerirle que usted pretende sostener que un período de tiempo previo a la presunta ruina de Trantor estará colmado de turbulencias de todo tipo.
—Correcto.
—Y con esa mera predicción, usted espera provocarlas, y disponer entonces de un ejército de cien mil efectivos.
Hari sofocó una carcajada.
—En primer lugar, no es así. Y si lo fuera, la investigación le revelará que sólo dispongo de diez mil hombres en edad militar, y ninguno de ellos tiene entrenamiento en armamentos.
Boon se puso de pie y el comisionado presidente, sentado a la izquierda de Chen, le dio la palabra.
—Honorables comisionados, no hay acusaciones de sedición armada ni intento de derrocamiento por la fuerza.
El comisionado presidente asintió con aburrido desinterés.
—Ha lugar.
El abogado intentó otro enfoque.
—¿Actúa usted como agente de otra persona?
—Es bien sabido que no estoy a sueldo de nadie, señor abogado. —Hari sonrió agradablemente—. No soy un hombre rico.
Con cierto melodramatismo, el abogado insistió en este punto. ¿A quién quiere impresionar… a la galería? Hari miró al público de cincuenta barones, que manifestaban diversos grados de aburrimiento. Sólo están aquí para atestiguar. ¿Los comisionados? Ellos ya se han decidido.
—¿Es usted totalmente desinteresado? ¿Sólo sirve a la ciencia?
—Así es.
—Pues veamos cómo. ¿Se puede cambiar el futuro, doctor Seldon?
—Obviamente. —Hari movió el brazo en un ademán—. Es posible que este juzgado estalle en las próximas horas, y también es posible lo contrario. —Boon frunció el ceño—. Si explotara, el futuro se modificaría en algunos aspectos menores. —Hari le sonrió al abogado, luego a Linge Chen, que no lo estaba mirando. Boon frunció más el ceño.
—Basta de chanzas, doctor Seldon. ¿Se puede modificar la historia general de la raza humana?
—Sí.
—¿Fácilmente?
—No. Con gran dificultad.
—¿Por qué?
—La tendencia psicohistórica de una población planetaria contiene una enorme inercia. Para modificarse, debe chocar con algo que posea una inercia similar. Se requiere la intervención de igual cantidad de personas, o bien, si la cantidad de personas es relativamente pequeña, se requiere mucho tiempo para el cambio. —Hari adoptó su tono profesoral, tratando al abogado y a todos los que prestaran atención como estudiantes—. ¿Está claro?
El abogado lo miró un instante.
—Creo que sí. No es preciso que Trantor caiga en ruinas, si muchas personas deciden actuar para que no sea así.
Hari aprobó con aire de catedrático.
—Correcto.
—¿Cien mil personas, tal vez?
—No, señor, —respondió Hari—. Eso es demasiado poco.
—¿Está seguro?
—Considere que Trantor tiene una población que supera los cuarenta mil millones. Y considere además que la tendencia que conduce a la ruina no sólo es propia de Trantor sino del Imperio en general, y el Imperio contiene un trillón de seres humanos.
El abogado pareció reflexionar.
—Entiendo. Entonces quizá cien mil personas puedan modificar la tendencia, si ellos y sus descendientes trabajan durante quinientos años.
Miró a Hari ladeando la cabeza.
—Me temo que no. Quinientos años es demasiado poco tiempo.
El abogado pareció ver en esto una revelación.
—Ah… En tal caso, doctor Seldon, debemos hacer esta deducción a partir de sus formulaciones. Usted ha reunido cien mil personas en el seno de su Proyecto. Estas son insuficientes para modificar la historia de Trantor dentro de quinientos años. En otras palabras, no pueden impedir la destrucción de Trantor, hagan lo que hagan.
Para Hari estas preguntas eran inconducentes, y así lo dio a entender.
—Lamentablemente usted está en lo cierto. Ojalá…
—Por otra parte —interrumpió el abogado—, sus cien mil personas no tienen ningún propósito ilegal.
—Exacto.
El abogado retrocedió, le dirigió una mirada benévola y dijo, despacio y con artera satisfacción:
—En ese caso, doctor Seldon… Présteme atención, pues queremos una respuesta razonada. —Extendió un dedo manicurado y chilló—: ¿Cuál es el propósito de sus cien mil?
La voz del abogado se había vuelto estridente. Había activado su trampa, arrinconando a Seldon con tanta astucia que no le dejaba posibilidad de dar una buena respuesta.
Los pares que integraban el público de barones parecían encontrar este drama muy convincente. Zumbaban como abejas, y los comisionados se movieron como uno para presenciar la contrariedad de Hari, todos menos Linge Chen, que se relamió los labios y entornó los ojos.
Hari vio que el comisionado mayor lo miraba de soslayo un instante, pero esa fue la única reacción de Chen. Parecía soberanamente aburrido.
Hari sintió cierta simpatía por Chen. Al menos tenía la inteligencia de comprender que el abogado se introducía en terreno peligroso. Esperó a que el público se callara. Hari también sabía ser melodramático.
—Reducir al máximo los efectos de esa destrucción… —dijo clara y suavemente y, como esperaba, los comisionados y sus pares callaron para oír sus palabras.
—No he oído, profesor Seldon —dijo el abogado, apoyándose la mano en la oreja. Hari repitió sus palabras en voz muy alta, enfatizando «destrucción». Boon hizo otra mueca reprobatoria.
El abogado retrocedió y miró a los comisionados y sus pares, como esperando que ellos confirmaran sus propias sospechas.
—¿Y qué significa eso exactamente?
—La explicación es sencilla.
—No sé por qué sospecho lo contrario —dijo el abogado, y los pares rieron entre dientes.
Hari ignoró esta provocación y guardó silencio.
—Continúe —dijo al fin el abogado.
—Gracias. La futura destrucción de Trantor no es un acontecimiento en sí mismo, aislado en el esquema del desarrollo humano. Será el clímax de un intrincado drama que comenzó hace siglos y cuyo ritmo se acelera continuamente. Me refiero, caballeros, a la decadencia y caída del Imperio Galáctico.
Los pares se burlaron a viva voz, apoyando a los comisionados. Todos tenían contratos e incluso relaciones matrimoniales con los Chen. Esa era la sangre que el abogado procuraba inflamar, así como esperaba derramar la sangre de Hari, y por sus propios labios.
El abogado, pasmado, gritó por encima del tumulto.
—Usted declara abiertamente que…
—¡Traición! —gritaron una y otra vez los pares.
Ahora no están aburridos, pensó Hari.
Linge Chen aguardó unos momentos con el martillo alzado. Luego lo bajó con contundencia y produjo un sonido melodioso y resonante. El público calló, pero la agitación no cesó del todo.
El abogado pronunció sus palabras con asombro profesional.
—¿Comprende usted, doctor Seldon, que está hablando de un Imperio que ha durado doce mil años, a través de las vicisitudes de las generaciones, y que cuenta con los buenos deseos y el amor de mil trillones de seres humanos?
Hari respondió lentamente, como si le explicara a un niño.
—Soy consciente del estado presente y la historia pasada del Imperio. Con todo respeto, debo declarar que poseo mejor conocimiento de ello que cualquiera en esta sala.
Varios pares se irritaron ante esas palabras. Esta vez Chen impuso silencio con un rápido martillazo, e incluso cesó la agitación.
—¿Y usted predice su ruina?
—Es una predicción basada en matemática. No hago juicios morales. Personalmente, lamento que esto ocurra. Aunque se admitiera que el Imperio es algo malo (cosa que yo no admito), el estado de anarquía que seguirá a su caída será mucho peor. —Hari examinó a los pares, buscó rostros individuales, como habría hecho en un aula. Lo miraron con resentimiento. Mantuvo una voz uniforme y razonable, exenta de dramatismo—. Mi Proyecto está empeñado en combatir esa anarquía. Sin embargo, caballeros, la caída de un imperio es un fenómeno inmenso, y no es fácil de combatir. Está impuesto por una burocracia en ascenso, una reducción de la iniciativa, un congelamiento de las castas, una merma de la curiosidad… y cien factores más. Como he dicho, ha sucedido durante siglos, y es un movimiento demasiado vasto y arrollador para detenerlo.
Los pares escucharon atentamente. Hari creyó ver un destello de reconocimiento en algunos rostros de esa pequeña multitud.
El abogado volvió al ataque, extendiendo las manos con incredulidad.
—¿No es obvio para todos que el Imperio es tan fuerte como siempre?
Los pares guardaron silencio, y los comisionados desviaron los ojos. Hari había dado en la tecla. Aun así, Chen parecía indiferente.
—La apariencia de fuerza está por doquier —dijo Hari—. Parece durar para siempre. No obstante, abogado, el tronco del árbol podrido, hasta el momento en que la tormenta lo parte en dos, aparenta su vigor de siempre. Las ráfagas de la tormenta silban ahora entre las ramas del Imperio. Escuche con los oídos de la psicohistoria, y oirá los crujidos.
El abogado cobró conciencia de que los pares y los comisionados ya no se impresionaban con su histrionismo. Hari estaba produciendo cierto efecto. Cada día veían menos tejas en el techo del domo, más precariedad en los sistemas de transporte, y el final de las importaciones suntuarias. Cada día había más sistemas que optaban tácitamente por salirse de la economía imperial para formar unidades autónomas y más eficientes. Trató de recuperar terreno con un reproche.
—No estamos aquí, doctor Seldon, para escuch…
Hari lo interrumpió. Enfrentó a los comisionados. Boon alzó un dedo, abrió los labios, pero Hari sabía lo que hacía.
—El Imperio desaparecerá, y con él todos sus beneficios. Sus conocimientos acumulados se perderán y el orden que ha impuesto desaparecerá. Las guerras interestelares serán interminables, el comercio interestelar decaerá, la población se reducirá, los mundos perderán contacto con el cuerpo principal de la galaxia, y así quedarán las cosas.
El tono profesoral, brusco y seco, pareció aturdir al abogado, que a fin de cuentas estaba en su juventud tardía, con muchos años por delante. Parecía haber perdido el hilo de su argumentación.
Los pares estaban mudos como murciélagos asustados en la profundidad de una cueva.
—Sin duda, profesor Seldon, no será… para siempre —murmuró el abogado con voz hueca.
Hari se había preparado para ese momento durante décadas. ¿Cuántas veces había ensayado esa escena en la cama, antes de dormirse? ¿Cuántas veces se había preguntado si no era víctima de un complejo de mártir, al prever esa escena?
Recordó una escena en particular, que lo distrajo un instante: hablar con Dors sobre lo que diría cuando el Imperio reparase en él, cuando sintiera tanta desesperación e inquietud como para acusarlo de traición.
Se le cerró la garganta, jadeó para ocultar su angustia, se relajó. Sólo pasaron un par de segundos.
—La psicohistoria, que puede predecir la caída, puede hacer formulaciones acerca de la posterior Edad Oscura. Como se acaba de decir, caballeros, el Imperio ha durado doce mil años. La Edad Oscura que le sucederá no durará doce sino treinta mil años. Surgirá un Segundo Imperio, pero entre él y nuestra civilización habrá mil generaciones de humanidad sufriente. Eso es lo que debemos combatir.
Los pares estaban como en trance.
El abogado, a una señal del comisionado que estaba a la derecha de Chen, recobró la compostura.
—Se contradice usted —declaró, aunque con poca elocuencia—. Antes dijo que no podía impedir la destrucción de Trantor, y por tanto la caída… la presunta caída del Imperio.
—No estoy diciendo que podemos impedir la caída.
Los ojos del abogado casi le imploraban que dijera algo tranquilizador, no por Hari, sino por sus propios hijos, su familia.
Hari sabía que era el momento de ofrecer un toque de esperanza y confirmar la importancia de sus propios servicios.
—Pero todavía no es demasiado tarde para acortar el interregno que seguirá. Es posible, caballeros, reducir la duración de la anarquía a un simple milenio, si se permite que mi grupo actúe ahora. Estamos en un momento delicado de la historia. El impetuoso torrente de los hechos se puede desviar un poco, sólo un poco… pero lo suficiente para eliminar veintinueve mil años de desdicha de la historia humana.
Esas escalas temporales eran insatisfactorias para el abogado.
—¿Y cómo propone hacer eso?
—Salvando el conocimiento de la raza. La suma de los conocimientos humanos trasciende al individuo, a cualquier grupo de hombres. Con la destrucción de nuestra trama social, la ciencia se desintegrará en un millón de fragmentos. Los individuos sabrán mucho sobre detalles diminutos. Serán impotentes e inservibles por sí mismos. Estos conocimientos inútiles e incompletos no se legarán. Se perderán con el paso de las generaciones. Pero, si preparamos ahora un gigantesco sumario de todo el conocimiento, no se perderá nunca. Las generaciones venideras construirán a partir de él, y no tendrán que redescubrirlo por su cuenta. Un milenio hará el trabajo de treinta.
—Todo eso…
—Es mi Proyecto —afirmó Hari—. Mis treinta mil hombres, con sus esposas e hijos, se consagran a la preparación de una Enciclopedia Galáctica. No la completarán durante su vida. Yo ni siquiera viviré para ver sus inicios. Pero estará concluida cuando caiga Trantor, y existirán ejemplares en cada biblioteca importante de la galaxia.
El abogado miró a Hari como si fuera un santo o un monstruo. Chen bajó el martillo, al sesgo. Algunos pares se sobresaltaron ante el retintín disonante.
El abogado conocía la verdad de las palabras de Hari; todos sabían que el imperio estaba fallando, algunos sabían que ya estaba muerto. Hari sintió la triste y hueca sensación de ser, una vez más, el portador de malas nuevas. Qué bonito sería no pensar en la muerte y la decadencia, estar en otra parte, tal vez en Helicon, aprendiendo de nuevo a vivir sin temor bajo el cielo. ¡El cielo! Ver realmente esas cosas que uso como metáfora… un árbol, el viento, una tormenta. Soy realmente un cuervo. Sé por qué me odian y me temen.
—He terminado con usted, profesor —dijo el abogado.
Hari asintió y dejó el estrado para regresar al banquillo. Se sentó rígidamente junto a Gaal Dornick.
Con una sonrisa irónica, le preguntó a Gaal:
—¿Te gustó el espectáculo?
Al joven Gaal le brillaba el rostro lustroso.
—Usted se llevó la palma —dijo.
Hari sacudió la cabeza.
—Me temo que me odiarán por decirles esto una vez más.
Gaal tragó saliva. Era valiente, pero aun así era humano.
—¿Qué ocurrirá ahora?
—Pedirán un receso y tratarán de llegar a un acuerdo en privado conmigo.
—¿Cómo lo sabe?
Hari meció la cabeza, se masajeó el cuello con una mano.
—Para ser franco, no lo sé. Depende del comisionado mayor. Lo he estudiado durante años. He tratado de analizar sus procedimientos, pero sabes que es arriesgado introducir los caprichos de un individuo en las ecuaciones psicohistóricas. Aun así, tengo esperanzas.
Daneel, ¿qué tal estuve?