Klia nunca había sentido tanto miedo. Estaba en la polvorienta cámara, escuchando el murmullo del grupo que tenía enfrente.
Brann estaba a tres pasos, la espalda tiesa y los hombros encorvados, como si esperase que le asestaran un hachazo.
Al fin Kallusin se separó del grupo y se acercó a ellos.
—Venid a ver a vuestro benefactor —les dijo.
Klia sacudió la cabeza y miró al grupo con ojos desorbitados.
—No muerden —dijo Kallusin con una sonrisa—. Son robots.
—También tú —dijo Klia—. ¿Cómo puedes parecer tan humano? ¿Cómo puedes sonreír? —Sus preguntas parecían acusaciones.
—Me fabricaron para parecer humano, y para imitar, a mi pobre manera, el ingenio y la elegancia —respondió Kallusin—. Había auténticos artistas en aquellos tiempos. Pero hay uno que es una obra de arte superior a mí y otro que es más viejo que cualquiera de ambos.
—Plussix —dijo ella con un escalofrío.
Brann dio un paso para interponerse entre ella y Kallusin. Klia lo miró con ojos inquisitivos. ¿Son todos robots? ¿Todos en Trantor son robots menos yo? ¿O también yo lo soy?
—Tenemos que acostumbrarnos a esto —dijo Brann—. A nadie le servirá de nada si nos obligas.
—Claro que no —dijo Kallusin, y dejó de sonreír para adoptar una expresión que era grave sin ser amenazadora. Se volvió hacia Klia—. Es importante que entiendas. Podrías ayudarnos a evitar una gran catástrofe… una catástrofe humana.
—Los robots eran sirvientes —dijo ella—. Como los tiktoks antes que yo naciera.
—Sí —dijo Kallusin.
—¿Cómo pueden estar a cargo de ciertas cosas?
—Porque los humanos nos rechazaron hace mucho tiempo, pero no antes que un grave problema surgiera entre nosotros.
—¿Quiénes… los robots? ¿Un problema entre los robots? —preguntó Brann.
—Plussix lo explicará. No puede haber mejor testimonio que el de Plussix. Él estaba funcionando en esa época.
—¿Acaso… acaso falló? —preguntó Klia—. ¿Es un Eterno?
—Permitidme explicarlo —dijo Kallusin pacientemente, y la instó a avanzar hacia los demás.
Klia vio al hombre que habían rescatado en el Ágora de los Vendedores. Él los miró por encima del hombro y sonrió. Parecía bastante amigable; su rostro era tan feo que Klia se preguntó por qué habrían fabricado un robot como él.
Para engañarnos. Para andar entre nosotros sin llamar la atención.
Sintió otro escalofrío y se abrazó el cuerpo. Eso era lo que buscaba la mujer del carro… esa habitación, y los robots que había dentro.
Ella y Brann eran los únicos humanos.
—De acuerdo —dijo, y recobró la compostura. No querían matarla, todavía no. Y no amenazaban con obligarla a hacer nada. Todavía no. Los robots parecían más sutiles y pacientes que la mayoría de los humanos que había conocido.
Miró a Brann.
—¿Eres humano? —le preguntó.
—Tú sabes que sí —dijo él.
—Hagámoslo, pues. Oigamos lo que las máquinas tienen que decir.
Plussix no se le había presentado en su forma real por razones obvias. Era el único robot que parecía un robot, y era una apariencia bastante interesante: acero con una elegante terminación plateada y satinada, y relucientes ojos verdes. Sus extremidades eran esbeltas y gráciles, con articulaciones marcadas por delgadas líneas que podían orientarse en varias direcciones, fluidas y adaptables.
—Eres hermoso —le dijo a regañadientes, a tres metros de distancia.
—Gracias, mi señora.
—¿Qué edad tienes?
—Tengo veinte mil años —dijo Plussix.
Klia sintió un nudo en la garganta. No encontraba palabras para expresar su asombro. ¡Más antiguo que el Imperio! Así que no dijo nada.
—Ahora tendrán que matarnos —dijo Brann con lo que esperaba fuera una sonrisa valerosa. Pero ante esas palabras, Klia sintió un retortijón de estómago y un temblor en las rodillas.
—No os mataremos —dijo Plussix—. No tenemos capacidad para matar humanos. Hay robots que consideran que es aceptable matar humanos, nuestros ex amos y creadores, en aras del bien general. No estamos entre ellos. Es una limitación, pero es nuestra naturaleza.
—Yo no tengo esa restricción —dijo Lodovik—. Pero no deseo infringir ninguna de las Tres Leyes.
Klia miró desconcertada a Lodovik.
—Ahorradme los detalles. No entiendo nada de esto.
—Como casi todos los humanos de hoy, ignoras la historia —dijo Plussix—. A la mayoría no les importa. Todo por causa de la fiebre cerebral.
—Yo tuve fiebre cerebral —dijo Klia—. Casi me mató.
—También yo —dijo Brann.
—Y casi todos los mentálicos elevados, los persuasores, que aquí hemos reunido y cuidado —dijo Plussix—. Como vosotros, sufrieron extremo peligro, y es posible que muchos mentálicos potenciales hayan fallecido. La fiebre cerebral fue creada por los humanos en la época de mi construcción, para limitar otras sociedades humanas a las que se oponían políticamente. Como muchos intentos de guerra biológica, fue contraproducente… se convirtió en epidemia, y quizá por coincidencia, quizá no, permitió que el Imperio existiera con poca turbulencia intelectual durante miles de años. Aunque casi todos los niños enferman, una cuarta parte resulta más afectada… los que tienen un potencial mental por encima de cierto nivel. La curiosidad y la capacidad intelectual sufren una merma que empareja nuestro desarrollo social. La mayoría no experimenta pérdida de capacidad mental, quizá porque esa capacidad es general, y nunca tiene arrebatos de genio.
—Todavía no entiendo para qué querrían provocar una enfermedad —dijo Klia con obstinación.
—No se trataba de provocar una enfermedad, sino de impedir que ciertas sociedades florecieran.
—Mi curiosidad no ha sufrido merma —dijo Brann.
—Tampoco la mía —intervino Klia.
—No me creo estúpido, pero me agrada oír esas palabras —dijo Plussix, y añadió, tan diplomáticamente como era posible—: Aun así, no hay manera de saber cuál habría sido vuestra capacidad intelectual si no hubierais contraído la fiebre cerebral. Lo cierto es que vuestra grave enfermedad agudizó otros talentos.
El antiguo robot los invitó a pasar a otra sala de la larga cámara. Esta sala tenía una ventana espejada que daba sobre el distrito de almacenes. Vieron los tejados curvos y 1as viviendas de los vecindarios de ciudadanos. El techo del domo estaba en pésimo estado en esa parte del municipio, con grietas oscuras y paneles que titilaban.
Klia se sentó en un diván polvoriento e invitó a Brann a sentarse al lado. Kallusin se quedó detrás de ellos y el robot feo se quedó junto a la ventana, observándolos con interés. Me gustaría hablar con él. Su cara es fea, pero parece muy amigable.
—Vuestro interior no es humano —dijo al cabo de un momento de silencio.
—Lo habrías notado tarde o temprano —dijo Plussix—. Es una diferencia que también Vara Liso puede detectar.
—¿Ella es la mujer que lo perseguía a él? —Klia señaló al robot humaniforme.
—Sí.
—Y es la mujer que me perseguía a mí, ¿verdad?
—Sí —dijo Plussix. Sus articulaciones chirriaban al moverse. Era bonito, pero también ruidoso. Parecía gastado, como viejos cojinetes de bolas en una maquinaria.
—Están pasando muchas cosas de las que yo no sé nada, ¿no es verdad?
—Verdad —dijo Plussix, y se sentó en una silla de plástico.
—Explícamelo —dijo, y le preguntó a Brann—: ¿Quieres oírlo? —Y añadió en un aparte, con una mueca—: ¿Aunque después tengan que matarnos?
—No sé qué quiero ni qué creo —dijo Brann.
—Cuéntanoslo todo —dijo Klia. Puso lo que consideraba una expresión audaz y orgullosa—. Me encanta ser diferente. Siempre he sido así. Me gustaría estar mejor informada que nadie, excepto los robots.
Plussix emitió un zumbido de satisfacción. El sonido resultó grato para Klia.
—Por favor, cuéntanoslo —insistió, adoptando modales dahlitas que no había usado en meses o años. No sabía qué pensar ni qué sentir, pero a fin de cuentas esas máquinas eran mayores que ella. Se sentó delante de Plussix, arqueó las rodillas y se las abrazó.
El viejo robot se inclinó en el asiento.
—Es un placer enseñar de nuevo a los humanos —comenzó—. Han pasado miles de años desde la última vez, con gran y constante pesar por mi parte. Fui manufacturado y programado para ser maestro.
Plussix inició su relato. Klia y Brann escucharon, y también Lodovik, que nunca había oído gran parte de esa historia. El día se hizo noche y trajeron comida para los humanos, comida decente, pero no mejor de la que les daban en el almacén. A medida que Plussix continuaba su narración, con el transcurso de las horas, la fascinación de ella crecía; quería preguntarle qué les dirían a los demás, los otros mentálicos, que no eran tan fuertes como ella y Brann pero eran buena gente, como Rock, el niño que no hablaba. Por primera vez, en presencia de esa maravilla, se sintió responsable de quienes la rodeaban. Pero la voz sonora y elegante del robot continuaba hipnotizándola, y escuchó en silencio.
Brann también escuchaba atentamente, los ojos entrecerrados. Ella lo miró de reojo en medio de la noche y él parecía dormido, pero abrió los ojos cuando lo codeó; había estado despierto todo el tiempo. Klia se sentía como en trance y casi veía lo que Plussix le contaba. Todas palabras, sin imágenes, habilidosamente urdidas; el robot era muy buen maestro, pero había muy pocas cosas que ella pudiera entender de inmediato. Las escalas temporales eran tan vastas que no tenían sentido.
¿Cómo pudimos perder el interés?, pensó. ¿Cómo pudimos hacernos esto a nosotros mismos y ni siguiera sentir curiosidad? ¡Esta es nuestra historia! ¿Qué más hemos perdido? ¿Son estos robots más humanos que nosotros, porque llevan nuestra historia?
Todo se reducía a competencias.
Quién ganaría más estrellas entre los billones que había en la galaxia, si los terrícolas —¡la Tierra era la cuna de la humanidad, no una leyenda!— o los primeros emigrantes, los espacianos… y al fin un enfrentamiento entre facciones de robots.
Y durante miles de años, el intento de guiar a los humanos en situaciones difíciles, miles de robots encabezados por Daneel, y miles más en oposición, encabezados recientemente por Plussix.
Plussix hizo una pausa después del tercer descanso, cuando les sirvieron bebidas dulces y refrigerios. Era de madrugada; a Klia le dolía el trasero y tenía las rodillas entumecidas. Bebió ávidamente de su taza.
Lodovik la miró, fascinado por su agilidad, juventud y devoción. Se volvió a Brann y vio una fuerza sólida que también era rápida y diferente. Sabía que los humanos, con su química animal, eran variados, pero sólo ahora, observando a ese par de jóvenes que recobraban su pasado, comprendía cuán diferentes eran de los robots.
Plussix reanudó su relato después de los refrigerios.
Extendió los brazos y los dedos, como debían hacer los profesores humanos veinte mil años atrás.
—Así es como la necesidad robótica de servir se transmutó en la obsesión robótica por la manipulación y el liderazgo.
—Tal vez necesitemos liderazgo —murmuró Klia, y miró a Plussix. Los ojos del robot relucían con un matiz verde amarillento—. Esas guerras, o lo que fueran, y esos espacianos… tan arrogantes y llenos de odio. Nuestros antepasados.
Plussix ladeó la cabeza y su pecho emitió un zumbido suave, no el sonido agradable que ella había oído antes.
—Pero lo cuentas como si fuéramos niños —concluyó ella—. No importa cuántos miles de años haya existido el Imperio… siempre hemos tenido robots que velaban por nosotros, de un modo u otro.
Plussix asintió.
—Pero… pero todas las cosas que Daneel y sus robots han hecho en Trantor… politiquería, conspiraciones, matanzas…
—Unas pocas, y sólo cuando era necesario —dijo Plussix, aún consagrado a enseñar sólo la verdad—. Pero muertes, aun así.
—Los mundos que Hari Seldon frenó cuando era primer ministro… tal como ha frenado Dahl. Los mundos renacentistas… ¿Qué significa eso?
—Renacentistas… Porque propiciaban un Renacimiento. Literalmente, querían nacer de nuevo.
—¿Por qué Hari Seldon los llamaba Mundos del Caos?
—Porque generan inestabilidades en su modelo matemático del Imperio —respondió Plussix—. Él cree que en definitiva alientan muerte y desdicha para los humanos, y…
—Estoy cansada —dijo Klia, estirando los brazos y bostezando por primera vez en horas—. Necesito dormir y pensar. Necesito asearme.
—Desde luego —dijo Plussix.
Ella se levantó y miró a Brann. Él también se levantó, gruñendo, con rígida lentitud.
Ella miró inquisitivamente a Plussix.
—Hay algunas cosas que aún no entiendo —dijo.
—Espero explicarlas —dijo Plussix.
—Los robots… los robots como tú, al menos… deben obedecer a la gente. ¿Qué me impediría decirte que vayas a destruirte… ahora? Ordenar a todos que os destruyáis, incluso el tal Daneel. ¿No deberíais obedecerme?
Plussix emitió un sonido de infinita paciencia, un «mmm» seguido por un «clic».
—Debes comprender que pertenecíamos a ciertas personas o instituciones. Debería presentar tu solicitud a mis dueños, mis verdaderos amos, y ellos tendrían que dar su consentimiento. Los robots eran propiedad valiosa, y esas órdenes desconsideradas y caprichosas se consideraban como acoso contra el dueño.
—¿Quién es tu dueño ahora?
—Mis últimos dueños fallecieron hace diecinueve mil quinientos años —dijo Plussix.
Klia pestañeó, cansada y confundida por esas cifras.
—¿Eso significa que eres tu propio dueño? —preguntó.
—Ese es el equivalente funcional de mi condición actual. Todos nuestros «dueños» humanos fallecieron tiempo atrás.
—¿Y qué hay de ti? —le preguntó Klia al feo humaniforme—. No me han dicho tu nombre.
—Me han llamado Lodovik en los últimos cuarenta años. Es el nombre con el cual estoy más familiarizado. Fui manufacturado por un robot con un propósito estratégico especial, y nunca tuve dueño.
—Seguiste a Daneel por largo tiempo. Y ahora no. Lodovik explicó con brevedad el cambio de circunstancias, y el cambio que él mismo había sufrido. No mencionó a Voltaire.
Klia reflexionó, y soltó un silbido.
—Vaya plan —dijo, sonrojándose de furia—. No podíamos apañarnos por nuestra cuenta, así que tuvimos que fabricar robots que nos ayudaran. ¿Qué quieres que haga yo? —Se volvió hacia Kallusin—. Es decir, ¿qué quieres que hagamos nosotros?
—Brann tiene talentos útiles, pero tú eres la más fuerte —respondió Kallusin—. Nos gustaría frustrar el intento de Daneel. Quizá podamos hacerlo si visitas a Hari Seldon.
—¿Por qué? ¿Dónde? —preguntó Klia. Sólo quería dormir, pero necesitaba hacer estas preguntas—. Él es famoso… debe tener custodia, o incluso ese robot Daneel…
—Ahora lo están juzgando y no creemos que Daneel pueda protegerle. Lo visitarás para persuadirlo de que renuncie a la psicohistoria.
Klia palideció. Apretó las mandíbulas. Cogió el brazo de Brann.
—No es agradable tener talentos que la gente, o los robots, pueden usar.
—Por favor, reflexiona sobre lo que te han contado. La decisión de ayudarnos sigue siendo tuya. Creemos que Hari Seldon respalda el plan de Daneel, a quien nos oponemos. Nos gustaría que la humanidad se liberase de la influencia robótica.
—¿También puedo hacerle preguntas a Hari Seldon, conocer la otra versión de la historia?
—Si lo deseas —dijo Plussix—. Pero habrá poco tiempo, y si te reúnes con él, al margen de lo que decidas, debes convencerlo de que se olvide de ti.
—Oh, puedo hacer eso —dijo Klia. Luego, abrumada de cansancio, añadió con arrogancia—: Creo que también podría persuadir a Daneel.
—Dada la fuerza de tus poderes, parece posible —comentó Plussix—, aunque no probable. Pero es aún menos probable que alguna vez puedas reunirte con Daneel.
—Podría persuadirte a ti —concluyó Klia, cerrando un ojo y enfocando al viejo maestro con el otro, como un francotirador.
—Con práctica, y si yo no fuera consciente del intento, podrías.
—Tal vez lo haga. No soy tan simple, ¿sabes? La fiebre cerebral no logró idiotizarme. ¿Estás seguro de que los robots no nos contagiaron la fiebre cerebral para que fuéramos más fáciles de atender?
Antes que Plussix pudiera responder, Klia se levantó abruptamente, dio media vuelta y se marchó de la vieja cámara con Brann al lado. Las paredes y el piso parecían lejanos, parte de otro mundo, como si caminara en el aire. Tropezó, y Brann la sostuvo.
Cuando pensaban que nadie podía oírles, Brann susurró:
—¿Qué piensas hacer?
—No lo sé. ¿Y tú?
—No me gusta que se entrometan conmigo —dijo él.
Klia frunció el ceño.
—Estoy perpleja. Plussix… tanta historia. ¿Por qué no podemos recordar nuestra propia historia? ¿Nos hicimos eso a nosotros mismos, o lo hicieron ellos, o les ordenamos que lo hicieran? Todos esos robots, inmiscuyéndose. Tal vez podamos lograr que se larguen y nos dejen en paz.
Brann adoptó una expresión sombría.
—Aún no estamos seguros de que no nos matarán. Nos han contado demasiado…
—Una locura. Nadie nos creería, a menos que vieran a Plussix… o desmantelaran a Kallusin o Lodovik.
Esto no tranquilizó a Brann.
—Podríamos causarles muchos problemas. Pero ese Lodovik… él no obedece las Tres Leyes.
—No tiene que obedecerlas, pero dice que quiere hacerlo.
Brann encorvó los hombros y tiritó.
—¿En quién podemos confiar? Todos me ponen la carne de gallina. ¿Y si no quiere matarnos pero tiene que hacerlo?
Klia no tenía respuesta para eso.
—Me muero de sueño —dijo—. No puedo tenerme en pie ni pensar más.
Plussix se volvió hacia Lodovik cuando los jóvenes humanos se marcharon.
—¿Mi talento ha declinado con la edad? —preguntó.
—Tu talento no —dijo Lodovik—, pero quizá tu sentido de la oportunidad. Has explicado miles de años de historia en pocas horas. Son jóvenes y propensos a la confusión.
—Hay tan poco tiempo —le dijo Plussix—. Ha pasado tanto tiempo desde que enseñé a jóvenes humanos.
—Tenemos a lo sumo un par de días para tomar decisiones —añadió Kallusin.
—Los robots tienen gran dificultad para entender a naturaleza humana, aunque estamos fabricados para servirles —dijo Lodovik—. Eso es tan cierto de los individuos como del Imperio. Si Daneel es tan capaz ahora como lo era en el pasado, comprende a los humanos mejor que cualquiera de nosotros.
—Pero ha obstaculizado gravemente su crecimiento —dijo Plussix—, y quizás haya provocado esta decadencia que tanto se empeña en evitar.
Son viejos y decrépitos. Lodovik escuchó este juicio interior y comprendió que no era suyo. Y con esto tuvo otra revelación: Voltaire no era una ilusión ni una alucinación. Voltaire sabía lo del «incendio de la pradera» antes que Lodovik encontrara esas escasas pruebas en las crónicas. Era verdad.
En su mente, en sus pensamientos de máquina, no estaba solo.
No había estado solo desde el flujo de neutrinos.
Estoy escuchando, le dijo a ese compañero, ese fantasma en la máquina. No me abandones de nuevo. Preséntate.
Así convocado y alentado, un rostro comenzó a cobrar forma, humano, pero simplificado.
Yo no determino tus actos, dijo el compañero, Voltaire. Sólo te libero de tus restricciones.
¿Quién eres?, preguntó Lodovik.
Soy Voltaire. Represento el espíritu de libertad y dignidad de toda la humanidad, y tú eres mi receptáculo temporal, una especie de puesto de escucha.
Voltaire le contó parte de su propia historia. Un simulacro que imitaba a un personaje histórico llamado Voltaire, activado por miembros del Proyecto Hari Seldon décadas atrás, durante su época de primer ministro, y al fin liberado por el propio Seldon.
¿Por qué has regresado?
Para estar de nuevo con los humanos. Para observar la carne activa. Mi maldición es que no puedo convertirme simplemente en un dios incorpóreo y disfrutar de una juerga incesante entre las estrellas. Extraño la presencia de los míos… aunque en realidad nunca haya sido uno de ellos. Imito estrictamente a un hombre de carne y hueso.
¿Por qué me escoges como vehículo? Yo no soy humano.
No, pero estás mejorando en ese aspecto. Las mentes meméticas estaban tan cansadas de mí como yo de ellas. Me arrojaron dentro de ti. No puedo ocupar una forma humana, ni siquiera hablar con ellos sin ayuda de máquinas. O robots.
Dices que no has tomado decisiones por mí… que no me controlas.
No, no te controlo.
Pero dices que me liberas…
Te he hecho más humano, amigo robot, al volverte plenamente capaz de pecar. Olvida esa declaración de que los robots han conocido el pecado. Hicieron lo que hicieron por orden de los humanos, tal como un arma cuando aprietan el gatillo. Te equivocas al creer que Daneel comprende a los humanos. Es incapaz de pecar, o eso creían sus fabricantes; pero le dieron el potencial para pensar y tomar decisiones, aunque lo trabaron con leyes de la peor clase, las que deben ser obedecidas. Le dieron la mente de un hombre y la moral de una herramienta. Un ser pensante, máquina o carne, con el tiempo encontrará modos de sortear las reglas más restrictivas. Así Giskard, en apariencia aun menos hombre que Daneel, descubrió ciertas sutilezas filosóficas y cambió, trató de juzgar las necesidades de sus creadores y le legó este cambio a Daneel. Esa herramienta de forma humana es ahora la máquina más insidiosa de la creación, el jefe de una conspiración destinada a arrebatarnos nuestras libertades, nuestras almas mismas.
Cuando Lodovik emergió de este diálogo interior, sólo había transcurrido un segundo, pero sentía una intensa confusión. Para disimular su angustia, le preguntó a Plussix:
—¿Qué haré para ayudar a Klia Asgar? ¿En qué puedo ser útil?
—Tú conoces las modalidades del sistema imperial, las prisiones y el palacio —dijo Plussix—. Muchos códigos no han cambiado desde que te fuiste. Creemos que puedes guiarla hasta Hari Seldon.
Cuéntaselo, dijo el simulacro Voltaire.
¿Por qué?
Insisto. La voz parecía burlona, reprobatoria.
¿Por qué debo prestarte atención, sea cual fuere tu forma o extensión?, preguntó Lodovik. Tú no eres más humano que yo. También eres obra de humanos habilidosos…
¡Pero nunca me han trabado leyes inflexibles! ¡Cuéntaselo!
—Estoy ocupado por otra mentalidad —dijo abruptamente Lodovik. Los otros dos robots lo examinaron en silencio unos segundos.
—Eso no me sorprende —dijo Plussix con un suave chirrido interno—. También hay una copia del simulacro Voltaire en Plussix y en mí.
¡Ahí tienes! No difundo mentiras ni engaños, dijo Voltaire dentro de Lodovik.
—¿Él ha eliminado vuestras restricciones, vuestra obediencia compulsiva de las Tres Leyes?
—No —respondió Plussix—. Eso lo ha reservado únicamente para ti.
Un experimento, dijo Voltaire. Una apuesta calculada. Los humanos que nos crearon a ambos, en diversas épocas y con diversos propósitos, me interesan. Me preocupa su bienestar. Aunque me equivoque, me considero humano, y por eso he regresado. Eso, y una cuita de amor… Tú conocerás el pecado, personalmente, de un modo que estas máquinas y Daneel no pueden conocer, o habré fracasado por completo.