Sinter trabajó deprisa. Ya se había apropiado del viejo Salón del Mérito en el anexo sur del palacio, un lugar de tradiciones consagradas y trofeos polvorientos, y lo había despejado para instalar su nuevo cuartel general. Había contratado cien monjes Grises en todos los rincones de Trantor, gente que esperaba la oportunidad de servir en el palacio, y les había dado diminutos cubículos donde ya estaban trabajando en el borrador de las normas y el mandato de la Comisión de Seguridad General.
Su primer invitado era nada menos que Linge Chen, y ese esmirriado y veterano pajarraco —más joven pero quizá más avinagrado de lo que aparentaba— había llegado con dos sirvientes y sin guardias. Chen había esperado pacientemente en la antecámara, sufriendo el polvo y el barullo de la refacción.
A1 fin Sinter se dignó recibirlo. En la oficina principal de sus nuevos aposentos, rodeado por cajas de muebles y máquinas, Chen obsequió al flamante comisionado con una caja de raros cristales Hama, exquisiteces que nunca se disolvían y nunca perdían su aroma o sabor floral, ni su efecto relajador.
—Felicitaciones —dijo Chen, inclinándose formalmente.
Sinter olió y aceptó la caja con una sonrisa maliciosa.
—Eres muy gentil, sire —dijo, respondiendo a la reverencia.
—Vamos. Sinter, somos iguales, y no es preciso recurrir a los títulos —dijo Chen. Sinter se sorprendió del tono respetuoso de Chen—. Espero entablar muchas conversaciones útiles aquí.
—También yo. —Sinter intentó imitar la seca y displicente gracia de Chen. No tenía su formación aristocrática, pero al menos podía intentarlo, aun en ese momento de triunfo—. Es mi privilegio tenerte aquí. Puedes enseñarme muchas cosas.
—Quizá —dijo Chen, mirando en torno con ojos oscuros y penetrantes—. ¿Ya te ha visitado el emperador?
Sinter alzó la mano como si hiciera una declaración.
—Todavía no, aunque vendrá pronto. Debemos discutir un asunto de interés mutuo, y tenemos nuevas y asombrosas pruebas para presentar.
—Me sorprende que todavía exista algo asombroso en nuestro Imperio.
Por un momento Sinter no supo cómo responder a ese incisivo cliché. A1 menos él siempre había encarado la vida con una especie de adusto entusiasmo, y nunca dejaba de sorprenderse, salvo cuando las cosas salían mal.
—Esto… sorprenderá —dijo.
El emperador Klayus entró sin ceremonias, acompañado por tres guardias y un proyector de escudo personal flotante, el más fuerte disponible. Saludó a Sinter con parquedad y se volvió hacia Chen.
—Comisionado, hoy dejo de ser tu creación —dijo. Los hombros le temblaban nerviosamente, aunque erguía la barbilla con arrogancia y le brillaban los ojos—. Has comprometido la seguridad del Imperio, y veré de que el comisionado Sinter enderece el entuerto.
Chen adoptó una expresión solemne y aceptó la severa reprimenda con un movimiento de cabeza, aunque no pestañeó, no tembló ni imploró saber qué error había cometido en el cumplimiento de su deber.
—Me he puesto bajo la protección oficial de la Comisión de Seguridad General. Sinter se ha mostrado muy capaz de mantenerme con vida.
—Vaya —dijo Chen, mirando a Sinter con una sonrisa de admiración—. Espero corregir los errores que haya cometido mi Comisión, con tu ayuda, comisionado Sinter.
—Sí —dijo Sinter, sin saber quién llevaba las de ganar. ¿Este hombre es incapaz de sentir emociones?
—Muéstraselo, Sinter. —El emperador retrocedió un paso, arrastrando su larga capa por el suelo.
Qué pinta de mamarracho, pensó Sinter. Menos mal que no lleva esos ridículos zapatos de plataforma que usaba hace unos meses.
—Sí, alteza.
Sinter susurró algo al oído de su nuevo secretario, un lavrentiano menudo y seco de cabello negro y rizado. El lavrentiano se alejó con exagerada formalidad, como un muñeco, y atravesó un cortinaje verde. Chen miró el antiguo y bruñido suelo, verde con curvas doradas. Su padre había acumulado muchos trofeos en ese mismo salón, antes que Sinter se apropiara de él, premios por servicios al Imperio. Por pertenecer a su clase, Chen padre tenía prohibido sumarse a la meritocracia, pero muchos gremios de meritócratas le habían dado derechos y títulos honorarios. Ahora esos reconocimientos a los logros de su padre estaban guardados, escondidos… esperaba que en sitio seguro.
Olvidados.
Chen irguió la cabeza y vio a Mors Planch. Su cara se endureció en un grado casi imperceptible.
—Tu empleado —dijo Sinter, interponiéndose entre ambos, como esperando que Chen le lanzara un zarpazo—. Lo enviaste en secreto a buscar al infortunado Lodovik Trema.
Chen no confirmó ni negó la acusación de Sinter. En realidad no le concernía a Sinter, aunque el emperador…
—Admiraba a Trema —dijo el emperador—. Un hombre de cierto estilo, a mi entender. Feo, pero talentoso.
—Un hombre de muchas sorpresas —añadió Sinter—. Planch, te dejaré proyectar la secuencia que grabaste en Madder Loss hace sólo unas semanas…
Eludiendo la mirada de Chen, el desdichado Mors Planch se adelantó y tocó el panel del escritorio del nuevo comisionado. Una imagen cobró vida.
El aparato proyectó la secuencia. Planch retrocedió todo lo que pudo sin llamar la atención y entrelazó las manos.
—Trema no ha muerto —dijo Sinter triunfalmente—. Ni es humano.
—¿Lo tienes aquí? —preguntó Chen, con tensión en las mejillas y el cuello. Relajó un puño.
—Todavía no. Estoy seguro de que está en Trantor, pero es probable que haya cambiado de apariencia. Es un robot. Uno entre muchos, quizá millones. Este otro, este robot alto, es el mecanismo pensante más antiguo de la galaxia… un Eterno. Creo que ha ocupado altos puestos. Puede haber inspirado la revuelta tiktok que puso en jaque el Imperio. Y… puede ser el fabuloso Danee.
—Demerzel, supongo —murmuró Chen.
Sinter miró a Chen con cierta sorpresa.
—Todavía no estoy seguro de eso… pero es posible.
—Recordarás lo que le sucedió a Joranum —dijo Chen afablemente.
—Sí. Pero él no tenía pruebas.
—Supongo que la grabación está autentificada —dijo Chen.
—Por las mejores autoridades de Trantor.
—Es real, Chen —dijo Klayus con voz estridente—. ¿Cómo osas permitir que esto continúe sin detectarlo? Una conspiración de máquinas… Con siglos de antigüedad… Y ahora…
Entró el robot femenino, impulsado por su propia energía, flanqueado por los cuatro guardias. Estaba en pésimo estado; le colgaban jirones de carne de los brazos y el cuello, y tenía los carrillos tan flojos que amenazaban con exponer una cuenca ocular. Era una aparición siniestra, más parecida a un cadáver ambulante que a una máquina.
Chen la miró con alarma y genuina piedad al mismo tiempo. Nunca había visto un robot en funcionamiento —a menos que creyera a Sinter—-pero había visitado en secreto la antigua y difunta máquina mantenida por los mycogenianos.
—Ahora te exijo que delegues el juicio de Hari Seldon en la Comisión de Seguridad General —dijo Sinter. Se estaba adelantando.
—No entiendo por qué —dijo Chen con calma, apartándose de la repugnante máquina.
—Este robot fue su esposa —declaró Sinter.
El emperador no podía apartar los ojos del robot, mirándolo con evidente curiosidad.
—¡La Mujer Tigre, Dors Venabili! —exclamó Sinter—. Hace décadas que se sospecha que era un robot, pero por alguna razón nunca se investigó exhaustivamente. Seldon es una parte esencial de la conspiración de los robots. Es un títere de los Eternos.
—Si, bien… debe comparecer en juicio —murmuró Chen, entornando los ojos—. Tú mismo puedes interrogarlo y reclamar jurisdicción sobre su destino.
Sinter movió la nariz mientras observaba esa actuación, esa serenidad irritante.
—Me propongo hacerlo —dijo. Un poco de dignidad nacida de un triunfo honesto se filtró en su voz.
—¿Tienes pruebas de esas asociaciones? —preguntó Chen.
—¿Necesito más pruebas de las que tengo? La grabación de una reunión imposible, entre un hombre muerto y un hombre con milenios de edad… Un robot, cuando se supone que los robots ya no funcionan, y para colmo con forma humana. Tengo todo lo que necesito, Chen, y lo sabes perfectamente. —La voz de Sinter se agudizó.
—De acuerdo —dijo Chen—. Juega tus cartas. Interroga a Seldon, si lo deseas. Pero seguiremos las reglas. Es todo lo que nos queda en este Imperio. El honor y la dignidad han desaparecido hace tiempo. —Miró a Klayus—. Siempre he sido tu fiel servidor, alteza. Espero que Sinter te sirva con la misma devoción.
Klayus asintió gravemente, pero había un destello de deleite en sus ojos.
Chen partió con sus sirvientes. Detrás de él, en la larga y ancha cámara del viejo Salón del Mérito, Sinter se echó a reír, y la risa se convirtió en ladrido.
Mors Planch mantenía la cabeza gacha, deseando estar muerto.
Mientras trasponía las enormes puertas esculpidas para regresar al vehículo palaciego aparcado junto a la avenida oficial, Linge Chen se permitió una breve sonrisa. A partir de ese punto, sin embargo, su pálido y estirado rostro fue una efigie de cera que representaba la derrota.