Hari durmió intermitente e irregularmente. Mantenían su habitación totalmente iluminada, y no le permitían usar somníferos ni protectores para los ojos. Sospechaba que Chen quería ablandarlo antes que presentara su testimonio en el tribunal.
No vería a Sedjar Boon por lo menos en un día más, y dudaba que Boon pudiera conseguir que Chen apagara las luces en intervalos civilizados. Hari se las apañó como pudo. En realidad, como un viejo siempre dormía irregularmente y a intervalos, la molestia era más para su sentido de la justicia y la dignidad que para su salud mental.
Aun así, había raros momentos en que parecía flotar entre la vigilia y el sueño. Recobraba la conciencia mirando una pared rosada, habiendo visto algo significativo, incluso maravilloso, pero sin recordar lo que era. ¿Recuerdo? ¿Sueño? ¿Revelación? Todo daba igual en ese sitio. ¿Cuánto peor podía haber sido en la celda anterior?
Hari se puso a caminar, el famoso ejercicio del hombre encarcelado. Tenía precisamente seis metros en una dirección, tres en otra. Un verdadero lujo comparado con la otra celda, pero no suficiente para darle una sensación de logro. A1 cabo de unas horas, también dejó de hacerlo.
Había estado en esa celda menos de cuatro días y ya empezaba a lamentar su pasado amor por los espacios pequeños y cerrados. Había nacido bajo los anchos cielos de Helicon, y al principio descubrió que esos ámbitos cubiertos lo amedrentaban y deprimían, pero sus largas décadas en Trantor lo habían habituado gradualmente, hasta que llegó a preferirlos.
Hasta ahora.
No podía entender por qué había adoptado el uso del expletivo trantoriano «¡Por el cielo!»
Transcurrió una hora más sin que él lo notara. Se levantó del pequeño escritorio y se restregó las manos; le cosquilleaban levemente. ¿Y si se enfermaba y moría antes de ir a juicio? Todos los preparativos, todas las maquinaciones, todos los tejemanejes políticos… ¡para nada!
Empezó a sudar. Quizá su mente se estuviera debilitando. Chen no tendría escrúpulos en usar drogas para eso, ¿verdad? El comisionado se escudaba en la máscara de su dedicación a la justicia imperial, pero Hari no podía convencerse de que Chen tuviera una inteligencia excepcional. Las medidas tajantes podían convenirle, y tenía poder suficiente para ocultar o destruir las pruebas…
Destruir a Hari Seldon sin que él se enterase.
—Odio el poder. Odio a los poderosos.
Pero Hari mismo había esgrimido el poder en un tiempo, se había regodeado en él y, por cierto, no había temido usarlo. Hari había ordenado la supresión de los Mundos del Caos, esas breves y trágicas floraciones de exceso de creatividad y disenso.
¿Por qué?
Los había encorsetado en chalecos de fuerza políticos y económicos. Lamentaba esa necesidad más que todas las cosas que había hecho en nombre de la psicohistoria… y ese legado había quedado intacto para que Linge Chen y Klayus pudieran blandirlo como un garrote.
Se recostó en el catre, miró al techo. ¿Era de noche encima de la piel metálica de Trantor? ¿De noche bajo los domos, con el techo oscurecido de los municipios anunciando el final de las labores del día?
¿Qué labores le esperaban a él, a Hari?
Soñó que era de nuevo una de esas criaturas llamadas pans, en el parque, con Dors como hembra rival, sus mentes fusionadas con la mente de los simios. La amenaza contra su vida, y la defensa de Dors. Poder, juego, peligro y victoria íntimamente combinados. Vertiginoso.
Ahora, ese castigo.
«Claustrofilia.» Así llamaba Yugo al amor que los habitantes de los mundos de piel metálica sentían por su confinamiento. Pero siempre había habido mundos sepultados en la roca, mundos protegidos del cielo turbulento por escudos metálicos. Cielo. La maldición. Cielo. La libertad.
—Desde el cielo Nuestro Padre te perdona, así como perdona las transgresiones de los santos.
Esta encantadora voz femenina irrumpió en sus vagos pensamientos. Reconoció al instante una antigua riqueza, una voz de una época anterior a la mayoría de los recuerdos humanos.
¡Juana! Qué extraño sueño es este. Te has ido hace décadas. Me ayudaste cuando era primer ministro, pero te di libertad para viajar a las estrellas con los fantasmas, las mentes meméticas. Eres un fragmento de historia casi olvidado. ¡Cuán poco pienso en ti!
—Y con cuánta frecuencia yo pienso en ti, san Hari, que ha sacrificado su vida por…
¡No soy santo! Destruí los sueños de millones.
—Lo sé muy bien. Nuestro debate de hace décadas se extinguió mientras se apagaban las brillantes candelas de mil mundos renacentistas que aportaban inquietud y disenso… En aras del orden divino, el gran esquema. Te ayudamos en tu primer puesto de poder, a cambio de nuestra libertad, y la libertad de todas las mentes meméticas. Pero Voltaire y yo volvimos a reñir… era inevitable. Yo comenzaba a tener una perspectiva más amplia donde tu obra formaba parte del plan divino. Voltaire echó a volar por la galaxia, disgustado, y yo me quedé aquí reflexionando sobre lo que había aprendido. Ahora llega tu hora de juicio, y me temo que enfrentas una desesperación más oscura que Nuestro Señor en Getsemaní.
Ante esto, Hari tuvo que reírse y llorar al mismo tiempo. Al final Voltaire me despreció. Extinguí la libertad, reprimía los mundos renacentistas. Y no pensabas esto de mí la última vez que hablamos. Hari parecía estar despierto a medias, totalmente absorto en esa… ¡visión! Hice el amor con una máquina durante años. Por tu concepción, tu filosofía…
—He adquirido más sabiduría, mayor comprensión. Se te concedió un ángel, una compañera y protectora. Fue enviada por los emisarios de Dios, y el supremo emisario le encomendó su tarea.
Hari, presa del pánico, temía preguntar a quién se refería esa Juana imaginaria, pero… ¿Quién? ¿Quién es él?
—El Eterno, que se opone a las fuerzas del caos. Daneel, que fue Demerzel.
Ahora sabía que eso era descabellado, peor que un sueño. Una vez aceptaste la matanza de las máquinas… los robots.
—He visto verdades más profundas.
Hari sintió el rigor de los controles de Daneel. ¡Vete, por favor, déjame en paz!, dijo, y rodó en el catre.
En ese momento abrió los ojos y vio un viejo y estropeado tiktok en la celda. Se irguió en el catre.
La puerta de la celda seguía cerrada.
El tiktok estaba pintado con los colores de la prisión, amarillo y negro. Debía ser una máquina de mantenimiento antes que los tiktoks se rebelaran, amenazaran el Imperio y fueran desactivados. No se imaginaba cómo se había metido en la celda, a menos que lo hubieran enviado a propósito.
El tiktok retrocedió con un gemido áspero, y una cara apareció frente a la máquina, a un metro y medio del suelo, una proyección, seguida por un cuerpo pequeño, esbelto y fuerte, que se enroscaba alrededor del tiktok como una sombra en una sala brillante.
Hari sintió la carne de gallina en la nuca, y el aliento se le pegó en el pecho. Por un instante no pudo hablar, como si estuviera atrapado en una pesadilla. Inhaló bruscamente y se alejó de la máquina.
—¡Socorro! —gritó con voz cascada. Lo agobiaba la oscuridad del pánico. Sentía un estrangulamiento en el pecho. Todo el temor, la tensión, la anticipación…
—¡No grites, Hari! —La voz era vagamente femenina, mecánica al viejo estilo tiktok—. No quiero dañarte ni alarmarte.
—¡Juana! —exclamó Hari, aunque en voz más baja. Pero la vieja máquina estaba fallando, pues se le agotaba la energía. Hari se puso de pie y miró el pestañeo de las luces.
—Valor, Hari Seldon. Él y yo estamos enfrentados ahora, una vez más, como siempre. Hemos reñidddddo. —Las palabras resbalaban—. Nossss hemossss seppppparaddddo.
El tiktok se quedó quieto.
La puerta se abrió con un suspiro y entraron tres guardias. Uno disparó un arma de rayos que derribó al viejo tiktok. Los otros patearon la pequeña unidad a un rincón y protegieron a Hari. Dos guardias más entraron y se llevaron a Hari de la celda. Hari intentó apoyar los talones en el suelo para ayudar a los hombres.
—¿Estáis seguros de que no queréis que me muera? —preguntó quejosamente.
—¡Claro que no, por el cielo! —exclamó el guardia de la derecha—. Nos costaría la vida si sufres algún daño. Estás en la celda más segura de Trantor…
—Eso creíamos —dijo el otro guardia. Incorporaron a Hari y trataron de alisarle la ropa. Lo habían arrastrado quince metros por el corredor recto. Hari miró esa inmensa y tranquilizadora distancia, esa refrescante extensión, y contuvo el aliento.
—Debéis tratar con más gentileza a un vejete como yo —sugirió, y se echó a reír con una carcajada que era más un graznido que una risa. Calló abruptamente y gritó—: ¡Maldición! ¡Alejad esos fantasmas de mi celda monacal! —Los guardias lo miraron de hito en hito, luego se miraron uno al otro.
Horas después lo llevaron de vuelta a la celda. La intrusión nunca se explicó.
Juana y Voltaire, los simulacros o inteligencias simuladas resucitadas, modeladas sobre lejanas figuras históricas, le habían causado muchos problemas y le habían dado mucha información décadas atrás, cuando él estaba en la cumbre de su madurez y era primer ministro del Imperio, y Dors estaba siempre a su lado.
Hari se había olvidado de ellos, pero ahora Juana había vuelto, entrando en su celda en un ingenio mecánico, burlando todos los sistemas de seguridad. Había decidido no marcharse con las mentes meméticas para explorar la galaxia.
¿Y Voltaire? ¿Cuántos problemas más podían causar con su antigua brillantez y su capacidad para infiltrarse en las máquinas y sistemas de comunicaciones e informáticos de Trantor y reprogramarlos?
Sin duda estaban más allá de su control. Y si Juana estaba a favor de Hari, ¿a quién favorecía Voltaire? Habían representado puntos de vista opuestos durante casi toda su carrera.
Pero al menos alguien del pasado aún estaba presente, y se preocupaba por él. No tenía a Dors, a Raych, a Yugo ni a Daneel…
Perversamente, cuanto más pensaba en la aparición, menos lo perturbaba. Pasaron horas, y cayó en un profundo y reposado sueño, como si hubiera sentido el contacto de una honda y serena convicción.