Lodovik se aproximó a la pequeña y gruesa puerta del oscuro vestíbulo. Una luz se encendió cuando tocó la puerta, y una vocecita le pidió el código de ingreso. Él repitió el código con precisión, y la puerta se abrió.
Franjas de luz tenue y dorada bañaban el interior de la biblioteca. La primera sala era circular, de menos de tres metros de diámetro, con una mesa vacía en el medio. Sobre la mesa había un anguloso atril, obviamente destinado a sostener antiguos dispositivos de información, tales como libros de papel. La mesa y el atril tenían miles de años, y estaban rodeados y protegidos por un campo de conservación que cubría la superficie como un escudo personal.
Lodovik se detuvo ante la mesa y esperó unos segundos. Una melodiosa voz femenina, la de Huy Markin, ahora usada por el servidor automático de la colección, preguntó qué temas deseaba buscar.
—Calvin, Susan —dijo él, y tiritó al pronunciar ese antiguo y poderoso nombre. No esperaba que ese tosco criterio funcionara, y no funcionó. El servidor enumeró treinta y dos artículos sobre diversos Calvin, dos Susans, todos con pocos milenios de antigüedad, y no tenían nada que ver con la madre de los robots. No había ninguna documentación sobre los calvinianos.
—Eternos —sugirió—, con referencia a conspiraciones de seres inmortales.
Segundos después, el servidor proyectó un manuscrito de texto en la mesa y el atril, que daban la notable impresión de un libro real abierto.
—Mitos de los Eternos —dijo el servidor—. Por un comité de trescientos autores, en noventa y dos volúmenes de texto con veintinueve horas de otros medios documentales, compilado en E. G. 8045-8068. Es una obra autorizada sobre un tema que se estudia poco hoy en día, y es el único ejemplar conocido en Trantor, o incluso en los mil mejores mundos del Imperio.
Una silla surgió del suelo, pero Lodovik le ordenó que se retrajera, pues no la necesitaba. Se plantó frente al libro y empezó a absorber el material a alta velocidad.
Había mucha información que parecía totalmente inútil, quizá poco veraz, leyendas y fábulas compiladas en miles de años. Notó con interés que en los últimos milenios esas leyendas e incluso ese tipo de narrativa parecían haber disminuido considerablemente, y no sólo sobre el tema de los Eternos: los humanos de Trantor y la mayoría de los mejores mundos habían perdido el interés en las historias fabulosas, e incluso en los episodios más espectaculares de la historia.
La infancia de la humanidad había terminado tiempo atrás. Ahora, las preocupaciones de las culturas imperiales eran estrictamente prácticas.
El humor también había declinado; así lo sugería en un epílogo un erudito de mil quinientos años atrás. De repente la imagen grabada de Huy Markin apareció en la pequeña cámara, congelada, con una leyenda que relucía a sus pies: Fragmento de conferencia. Sin fecha.
—Buscar y reproducir —ordenó Lodovik.
La imagen se movió y habló.
—La declinación del humor y la comedia en los mitos y entretenimientos de la cultura imperial moderna parece inevitable para los adustos aristócratas y Grises de nuestra época. Pero ciertos meritócratas sienten una carencia peculiar en la actual gama de las artes fantásticas. Todo se ha sometido a lo práctico y lo inmediato; los humanos modernos de las clases dominantes e imaginativas sueñan menos y ríen menos que nunca en la historia. Esto no sucede con los ciudadanos, pero su humor, durante miles de años, se ha limitado a una tosca colección de bromas genéricas y narraciones que se burlan de otras clases, mostrando poca perspicacia e incluso menos efectividad como sátira. Todo se ha sometido a la búsqueda de estabilidad y confort…
Lodovik siguió escuchando esta prolongada conferencia hasta encontrar el enlace con el texto que estaba buscando, y su tema.
—Algunos —dijo Huy Martin— han echado la culpa de estos fracasos intelectuales a la pérfida influencia de la fiebre cerebral, contraída por casi todos los niños en su primera infancia, pero que sólo afecta levemente los sólidos cimientos de la ciudadanía. Sin embargo, los nobles y meritócratas, según algunos estadistas, parecen haber sufrido pérdidas sustanciales de capacidad intelectual. Abundan leyendas sobre los brumosos orígenes de la fiebre cerebral. El mito más destacado alude a una antigua guerra entre los mundos Tierra y Solaria. Se dice que los robots llevaron esta enfermedad de mundo en mundo. Algunos de estos robots…
A Lodovik le maravilló que los académicos más destacados hubieran juzgado que este análisis era obra de una excéntrica. Ni siquiera Hari Seldon se había molestado en examinar la colección, quizá por alguna interdicción de Daneel.
Continuó.
—La explicación más común de la fiebre cerebral en estos mitos es la competencia humana por la colonización de la galaxia. La fiebre cerebral puede haber sido un arma en dicha competencia. Pero una insistente explicación alternativa apunta a los Eternos, que lucharon con los servidores de Solaria para impedir un crimen nefasto, cuyos detalles están totalmente expurgados de los documentos conocidos. Se ha dicho que los Eternos crearon la fiebre cerebral para controlar los impulsos destructivos de una raza humana descontrolada. Se ha descrito a los Eternos como humanos inmortales, pero también como robots longevos de extraordinaria inteligencia…
Allí estaba de nuevo, pensó Lodovik. El intento de los robots de controlar las tendencias destructivas de los humanos. ¿Pero cuál era ese gran crimen?
¿Era el mismo crimen aludido por Daneel, presuntamente cometido por los robots que disentían con los planes de Daneel?
Daneel era obviamente un Eterno, quizás el Eterno, la máquina pensante más antigua de la Galaxia.
El más antiguo y dedicado titiritero.
Lodovik apartó la vista de la proyección y trató de localizar el origen de esta expresión. Las palabras lo turbaban; no parecían proceder de ninguna rama de su mentalidad.
Recordó los leves contactos que había sentido en la nave moribunda, la impresión de una inteligencia fantasmal interesada en su situación. Hasta ahora lo había considerado como un efecto del daño mental causado por los neutrinos, pero Yan Kansarv no había encontrado lesiones detectables.
El recuerdo se podía reproducir y analizar fácilmente. La etiqueta Volarr o Voldarr identificaba estos trazos tenues, estos contactos subliminales.
Pero no podía extraer nada útil de estos recuerdos.
Lodovik reanudó su búsqueda principal, y recorrió los principales volúmenes en menos de tres horas. Pudo haber buscado y asimilado el material mucho más rápidamente, pero las pantallas de la biblioteca estaban preparadas para investigadores humanos, no robots.
Los robots de inteligencia humana o superior, sugerían los volúmenes y documentos de la biblioteca de Markin, habían dejado de funcionar tiempo atrás, si existían siquiera. Lodovik apagó los proyectores y se fue de la biblioteca. Mientras atravesaba el majestuoso portal, apareció la imagen de Huy Markin.
—Eres el primer visitante en dos décadas —le dijo la imagen—. ¡Visítanos de nuevo, por favor!
Lodovik miró la imagen que se desvanecía. Salió bajo el alero que protegía el portal y caminó por un nivel de clase media del Ágora de los Vendedores, entre los Grises. Debía unir las piezas de un rompecabezas de miles de años, y muchas de ellas faltaban o estaban escondidas a propósito.
Lo que resonaba en el cerebro positrónico de Lodovik, precipitándose a conclusiones que reforzaban impresiones e hipótesis ya planteadas, era el efecto de la cultura imperial (¿y la fiebre cerebral?) en la naturaleza humana. Antaño la raza humana se reía y disfrutaba del absurdo, de los productos de la imaginación pura, pero ahora sólo perseguía la estasis. Los principales artistas, científicos, ingenieros, filósofos y políticos ansiaban confirmar los descubrimientos del pasado, no realizar otros nuevos. Y ahora pocos recordaban el pasado como para saber lo que ya se había descubierto. Hacía siglos o milenios que el pasado no despertaba interés.
La luz se había apagado. La estabilidad y la estasis habían conducido al estancamiento al cabo de milenios.
Daneel usa a su psicohistoriador para confirmar lo que él ya sabe… que el bosque ha crecido en exceso, se ha llenado de madera podrida, y necesita desesperadamente un incendio que él está empeñado en impedir.
Lodovik se detuvo al ver que la multitud se alborotaba en el ágora, escuchó los murmullos y gritos. Un séquito de Especiales Imperiales avanzaba en medio de la muchedumbre. Lodovik retrocedió, encontró un callejón con tiendas más pequeñas. No quería llamar la atención. No podía saber quién estaba observando, y quién podía enviarle información a Daneel, humano o robot. A pesar de que aún no se comportaba sospechosamente… Fuera del callejón, oyó los gritos estridentes de una mujer. Eran órdenes.
—¡No lo dejen escapar!
Se detuvo, giró, vio que dos Especiales entraban en el callejón, seguidos por una mujer que viajaba en un carro pequeño. Sintió un roce de pluma, y dedujo al instante que la mujer era mentálica.
Tenía noticias sobre los mentálicos reunidos por Hari Seldon para brindar un respaldo y una alternativa a su Primera Fundación. Pero ninguno de ellos era tan fuerte como esta mujer, y ninguno de ellos habría soñado con perseguirlo.
Pero eso era lo que hacía esa mujer. Lo señaló y ladró otra orden. Lodovik supo que no importaría que él modificara su apariencia. Esa mujer veía más allá de la superficie.
Ella reconoce tu diferencia.
De nuevo la voz, la presencia interior, precipitando una conclusión a la que él no habría llegado por su cuenta: ¡la mujer rozaba los campos asociados con su cerebro de esponja de iridio!
Ante la presión, Lodovik podía moverse muy deprisa. En un momento los tenderos del callejón de vendedores de antigüedades y baratijas notaron que los Especiales se acercaban a un hombre rechoncho de aspecto común. A1 siguiente, había desaparecido.
Vara Liso se incorporó en el carro, el rostro tenso de furia y entusiasmo.
—¡Ha escapado! —gritó, y le dio un bofetón al policía joven, como si fuera un niño revoltoso—. ¡Lo han dejado escapar!
En otro callejón aparecieron más Especiales.
El hombre rechoncho caminaba deprisa, impulsado por la presión de una muchedumbre de compradores, como peces indeseados amontonados en una red. Los Grises expresaban su furia con gritos, amenazando con quejarse al senado de su clase. Lodovik no se atrevía a desplazarse con demasiada velocidad entre tantas personas. Podía lastimar a un peatón. Quería evitarlo a toda costa, aunque sabía que si la situación se ponía peligrosa podía lastimar e incluso matar a un Especial —o a esa mujer— sin que su mente sufriera graves daños. Soy un monstruo… ¡una máquina sin restricciones!
—¡Es él! —gritó Vara Liso—. ¡No es humano! ¡Captúrenlo, pero sin lastimarlo!
Brann guio el transporte hacia un recinto vacío mientras la policía pasaba de nuevo. Ocultó a Klia con la mole de su cuerpo.
—Ha encontrado a alguien —dijo, mirando por encima del hombro. Torció la cara con rencor—. ¿Cómo se lo permiten? Somos ciudadanos, ¿verdad? ¡Tenemos derechos! —Masculló estas palabras sin aliento; hacía años que los dahlitas habían dejado de creer que todos los ciudadanos de Trantor tenían derechos. Pero las multitudes de Grises se estaban agitando más que de costumbre con estas idas y venidas de Vara Liso y sus Especiales. Cada vez más Grises protestaban contra los cordones policiales. Los Especiales los ignoraban.
Klia les veía los rostros cuando pasaban, sentía sus pensamientos: a la policía ese trabajo le disgustaba tanto como a los Grises. Se sentían fuera de lugar; la mayoría de los Especiales eran reclutados entre los ciudadanos.
Sondeó con la mente a una persona muy especial que estaba a varios metros. El tiempo pareció volverse más lento cuando recibió una brillante estela de pensamientos que se movían a velocidad inhumana, un plateado glissando de recuerdos, sensaciones que jamás había experimentado. Soltó un jadeo, como si le hubieran asestado un puñetazo en el estómago.
—¿Qué pasa? —preguntó Brann, mirándola con preocupación.
—No sé —dijo Klia. Sacudió la cabeza, frunció el ceño.
—Yo tampoco —dijo él—. Pero también lo siento. De pronto esas raras sensaciones se disiparon, como si un escudo se interpusiera entre ellos y la fuente de irradiación.
En medio de esas circunstancias, lo que menos deseaba Lodovik era ser detectado por otro par de mentálicos. Sintió que se formaba un triángulo brillante, con él en uno de los vértices, la mujer que lo perseguía en otro y dos personas más jóvenes en el tercero. De pronto una niebla pareció cubrir sus huellas.
Se quedó muy quieto. Las multitudes de nerviosos Grises circulaban con expresión consternada, irritados con la presencia de la policía. Modificó su apariencia una vez más, cubriéndose la cara, y cambió su masa corporal para que no pareciera tan rechoncha.
No sabía por qué habían cesado los sondeos mentálicos, pero esperaba aprovechar la oportunidad.
Para los humanos que lo rodeaban, Lodovik se comportaba como un hombre temeroso que ocultaba el rostro, y pocos reparaban en él. Pero alguien se le acercó. Usaba ropa verde y un sombrero blando y ladeado, y parecía saber lo que hacía, y a quién buscaba.
La policía había seguido de largo y la muchedumbre se dispersaba. Klia y Brann llevaron el transporte a un callejón, siempre alerta, pero dispuestos a salir del Ágora de Vendedores y regresar al almacén.
Brann de pronto se irguió en toda su altura.
—Kallusin llama —dijo. Extrajo un pequeño comunicador del bolsillo—. Debemos… —Sin terminar la frase, se quitó la chaqueta y le cedió el control del transporte a Klia.
Kallusin se detuvo ante Lodovik.
—Disculpa —dijo Lodovik, y siguió de largo, pero Kallusin se quedó donde estaba y Lodovik chocó con él y casi lo derribó.
Estaban en medio de una avenida rodeada por grandes tiendas. Allí no había un pozo abierto que diera sobre los niveles inferiores, sino que el techo abovedado alcanzaba siete metros, y arriba ondeaban cintas de luz plateada sin soporte visible, alumbrando la entrada de las tiendas, las aceras deslizables y un grupo de pequeñas fuentes de nacarado esplendor. Cada detalle de los rostros que rodeaban a Lodovik era nítido y preciso. El hombre que lo enfrentaba retrocedió y se inclinó, quitándose el sombrero.
—Es un privilegio —dijo Kallusin—. Esperábamos que no te hubieras perdido.
—No te conozco —replicó Lodovik.
—No nos conocemos personalmente —le respondió Kallusin con una sonrisa—. Soy un coleccionista de individuos interesantes. Y creo que tú necesitas cierta ayuda.
—¿Por qué?
—Porque hay una mujer muy peligrosa y perceptiva que te busca.
—No sé de qué hablas. ¡Déjame en paz!
Lodovik trató de esquivar al hombre, pero él retrocedió y lo siguió, caminando al costado, eludiendo diestramente a los demás peatones.
Siete Especiales aparecieron en el extremo opuesto de la avenida, cerrando el paso a los Grises que deseaban marcharse por allí. Los Grises retrocedieron, frunciendo el ceño y gesticulando airadamente.
Lodovik se detuvo y miró a la policía. La niebla parecía disiparse. De nuevo sentía el roce plumoso de esa mujer; en cualquier momento ella sabría que estaba cerca. Pronto apareció en su carro, detrás de la hilera de policías.
—No puedo mantener este escudo mucho tiempo —dijo Kallusin. Le mostró un pequeño aparato, un ovoide verde—. He llamado a un par de amigos que pueden ayudar.
—¡No necesito ayuda! —gruñó Lodovik—. Necesito salir de aquí e irme a casa…
—Ellos no te dejarán. Y ella al fin te encontrará. Cuenta con el respaldo de Farad Sinter.
Lodovik no lo demostró, pero de repente el hombre de verde, con su sombrero en la mano, le resultó mucho más interesante. Claro que Lodovik había oído hablar de Farad Sinter, una irritación menor asociada con el emperador. El chulo del emperador.
—Tú debes ser Lodovik —dijo Kallusin, acercándose, susurrando el nombre—. Has cambiado tu apariencia, pero creo que te conocería en cualquier parte. ¿Puede Daneel salvarte ahora? ¿Está cerca de aquí?
Lodovik cogió el brazo de Kallusin, sabiendo que ahora su ignorancia era muy peligrosa. ¿Cómo podía ese humano conocer su nombre, su naturaleza, su relación con Daneel y su presente peligro? Era inexplicable.
Kallusin se zafó del apretón mecánico de Lodovik con asombrosa facilidad.
Un joven alto, corpulento y moreno salió del ancho portal de una tienda, seguido por una muchacha menuda y ágil de ojos ávidos. Detrás de ellos, en la tienda misma, un transporte flotante llevaba una caja vacía y abierta en un costado. Los tenderos parecían conocer al joven corpulento, e ignoraban cuidadosamente lo que sucedía.
Lodovik evaluó la situación de inmediato, y vio que la policía bloqueaba ambos extremos de la avenida.
—La caja —dijo Kallusin—. Apágate por completo, así no dejarás rastros. Reactívate en una hora.
Lodovik no vaciló. Echó una rápida ojeada a la asustada joven al pasar junto a ella, y se metió en la caja. Brann la cerró y la aseguró. Lodovik se tendió en la oscuridad y se dispuso a apagarse.
No tenía opción. O bien caía en manos de los Especiales —y quién sabía qué podía sucederle entonces— o bien se entregaba a la misericordia del hombre de gorra verde, que no era humano, sino casi ciertamente un robot. Se había liberado fácilmente de su apretón, y sin aparente daño ni lesión. Sus compañeros eran mentálicos humanos. Lodovik sólo podía suponer que formaban parte del plan de Daneel, quizá parte de la secreta Segunda Fundación de Hari Seldon.
¿Podía ser de otro modo?
Mientras se iniciaba el proceso de desactivación, Lodovik llegó a otra conclusión posible… y vio que fluctuaba, se detenía, se fragmentaba, caía en una oscuridad sin tiempo.
Se zambulló en esa negrura y por un tiempo indefinido dejó de pensar, de ser.