El emperador Klayus despertó de un sueño liviano en la cama vacía de la séptima alcoba, su favorita para los encuentros vespertinos, miró alrededor con cierta ofuscación, vio la imagen flotante de Farad Sinter. Sinter no podía ver al emperador, desde luego, pero no por eso la interrupción era menos irritante.
—Alteza, tengo un mensaje de la Comisión de Seguridad Pública. Están por actuar en un procesamiento contra el profesor Hari Seldon.
Klayus alzó la cortina del campo de sueño para buscar a su compañera de las últimas horas, pero ella se había marchado. Tal vez estaba en el lavabo.
—¿Y? Linge Chen nos dijo que esto podría ocurrir.
—Alteza, esto es prematuro. Lo juzgarán a él y a uno de los suyos. Esto es un desafío al privilegio del Palacio.
—Farad, el Palacio, es decir, yo, ha renunciado hace tiempo a dar respaldo oficial a Cuervo Seldon. Es un entretenimiento, nada más.
—Podría percibirse como una afrenta, ahora que están por entrar en acción.
—¿De qué acción estás hablando?
—Desacreditar a Seldon. Si tienen éxito, alteza…
—¡Olvídate de los títulos! Sólo dime qué piensas y saca tu maldita imagen de mi alcoba.
—Cleon respaldaba a Seldon.
—Lo sé. Cleon ni siquiera era familiar mío, Farad.
—Seldon ha usado ese respaldo para organizar un proyecto que tiene miles de simpatizantes y fanáticos en una docena de planetas. Su mensaje es traicionero, cuando no revolucionario…
—¿Y quieres que lo proteja?
—No, sire. No debes dejar que Linge Chen obtenga prestigio personal por eliminar esta amenaza. Es hora de actuar rápidamente y crear la comisión de que hemos hablado.
—Contigo al mando. La Comisión de Seguridad General, ¿correcto?
—Si Seguridad General enjuicia a Seldon por traición, todo el mérito será tuyo, sire.
—¿Y no habrá mérito ni poder para ti?
—Hemos hablado de esto muchas veces.
—Demasiadas. ¿Qué me importa si Linge Chen se adjudica el mérito? Si elimina a ese parásito intelectual, todos nos beneficiaremos por igual, ¿no crees?
Farad reflexionó. Klayus notó que optaba por otra táctica.
—Majestad, es un problema muy complejo, y tengo muchas preocupaciones. No deseaba mencionártelo tan pronto, pero acabo de traer a alguien desde Madder Loss. Con tu autorización. Se llama Mors Planch, y tiene pruebas que podemos sumar a otras pruebas…
—¿Qué? ¿Más robots, Farad? ¿Más Eternos?
Sinter, dentro de las restricciones artificiales de la imagen, pareció conservar la calma, pero Klayus sabía que el hombrecillo debía estar bailando de angustia y rabia. Bien. Que acumule vapor.
—Las últimas piezas del acertijo —dijo Sinter—. Antes que Seldon sea juzgado por simples cargos de traición, debes examinar estos datos. Quizá puedas limitar el poder de Chen y mejorar tu imagen de dirigente ingenioso.
—En el momento oportuno, Farad —dijo Klayus con un gruñido ominoso. Sabía cuál era su imagen pública, y conocía los límites reales de su poder en comparación con los del comisionado mayor—. No quiero transformarte en otro Linge Chen. Ni siquiera tienes la restricción de estar formado en una familia aristocrática, Farad. Eres plebeyo, y a veces perverso.
Sinter también pareció ignorar esto.
—Las dos comisiones se equilibrarían mutuamente, sire, y podríamos vigilar mejor a los ministros de las fuerzas armadas.
—Sí, pero tu principal preocupación es esta amenaza de los robots. —El emperador movió las piernas sobre los cojines de campo y se irguió. Esa tarde no había sido buen amante; mil pequeñas hebras se enmarañaban en su mente: problemas de estado y seguridad, intrigas palaciegas. Concentró su irritación en Farad Sinter, un hombrecillo cuyos servicios (y mujeres) eran cada vez menos satisfactorios, y cuyas transgresiones podían volverse cada vez menos divertidas.
—Farad, hace un año que no veo pruebas dignas de ese nombre. No sé por qué he tolerado tu conducta en este asunto. Quieres a Seldon porque está conectado con el Tigre, ¿verdad?
Sinter miró azorado el sensor que transmitía su imagen.
—Por amor de Dios, elimina el censor de cortesía y déjame verte tal cual eres —ordenó Klayus. La imagen tembló y tiritó, y Farad Sinter apareció en una túnica arrugada e informal, el cabello desaliñado, el rostro rojo de rabia—. Así está mejor.
—Es evidente que ella no era humana, majestad —dijo Sinter—. He obtenido los documentos relacionados con el asesinato de Elas, un colaborador del Proyecto Seldon, y él pensaba lo mismo que yo y otros expertos.
—Ella murió —dijo Klayus—. Mató a Elas y murió. ¿Qué más vale la pena saber? Elas quería matar a Seldon. Ojalá yo tuviera una mujer tan leal.
Esperaba que sus conocimientos de estos asuntos no resultaran demasiado obvios; aun frente a Sinter, esperaba mantener su reputación de estúpido engreído que se dejaba gobernar por sus gónadas.
—Le dieron una sepultura de dispersión de átomos sin supervisión oficial —dijo Sinter.
—Es el método escogido por el noventa y cuatro por ciento de la población de Trantor —dijo Klayus, y bostezó—. Sólo los emperadores son sepultados intactos. Y algunos ministros y consejeros fieles.
Sinter parecía vibrar de frustración. A Klayus esto le resultaba más placentero que su intento de copular. ¿Dónde estaba esa mujer, de todos modos?
—Dors Venabili no era humana —afirmó Sinter, escupiendo las palabras.
—Pues Seldon sí lo es. Me has mostrado su radiografía.
—Subvertido por…
—Por amor del cielo, Farad, cállate. Te ordeno que permitas que Linge Chen lleve a cabo su pequeña farsa. Todos observaremos para ver qué pasa. Luego tomaremos una medida u otra. Ahora déjame en paz. Estoy cansado.
Bloqueó la imagen y se recostó en el borde del campo inferior. Tardó varios minutos en recobrar la calma, luego pensó en la mujer. ¿Dónde se había metido?
—Hola —llamó. La puerta del lavabo de su cámara estaba abierta, y se veía una luz brillante.
El emperador Klayus, de dieciocho años estándar, usando sólo una bata sericiana que le colgaba de los hombros a los tobillos, salió de la cama y caminó hacia el lavabo. Bostezó y se desperezó, agitó los brazos como un lento semáforo.
—¿Hola? —No recordaba el nombre—. ¿Deela, o Deena? Lo siento, querida, ¿estás ahí?
Abrió la puerta. La mujer estaba desnuda a poca distancia. Había estado allí todo el tiempo. Lucía desdichada. Él admiró su adorable región púbica y su estómago, alzó los ojos hasta los pechos perfectos y vio que extendía los brazos, empuñando una pistola energética, un modelo pequeño que se podía ocultar en la ropa o la cartera. Era apenas un tubo flexible con un bulbo en la punta, muy raro en esos días, muy costoso. Ella empuñaba el arma con miedo.
Klayus estaba por gritar cuando algo silbó junto a su oído y una mancha roja apareció en el pálido cuello de cisne de la mujer. Gritó de todos modos, mientras los adorables ojos verdes aleteaban en esa cara perfecta, y la cabeza se ladeaba como si escuchara el trino de un pájaro. Su grito se volvió más agudo y estridente mientras el cuerpo giraba como si quisiera atornillarse al suelo. Con un estertor horrible, la mujer se derrumbó en los mosaicos del lavabo. Sólo entonces llegó a lanzar el bulbo. El disparo destruyó parte del techo y un espejo y lo roció con astillas de piedra y vidrio.
El aturdido Klayus se agachó y alzó los brazos para protegerse del polvo y del ruido. Una mano lo aferró rudamente y lo sacó a rastras del lavabo. Una voz le siseó en el oído:
—¡Alteza, es posible que tenga una bomba!
Klayus miró a su salvador. Se quedó boquiabierto.
Farad Sinter lo arrastró unos metros más. El consejero empuñaba una pistola de energía cinética que disparaba cartuchos de neurotoxinas. Klayus conocía bien el tipo; él mismo portaba una en su ropa diaria. Era común entre la gente de la realeza y la nobleza.
—Farad… —gruñó.
Sinter lo tumbó en el suelo como para humillarlo. Luego, con un suspiro, como si esto fuera demasiado, se arrojó sobre Klayus para protegerlo. Así los encontraron los guardias segundos más tarde.
—¿N-no era tuya? —preguntó Klayus temblando, mientras Sinter despotricaba contra el comandante de los Especiales Privados del emperador.
Sinter, en su furia, ignoró la pregunta del emperador.
—¡Se merecen que los desintegren a todos! Encuentren de inmediato a la otra mujer.
El comandante, llamado Gerad Mint, no estaba dispuesto a soportar esta afrenta. Indicó a dos ayudantes que se plantaran a ambos lados del consejero imperial. Miró a Sinter con una furia fría, contenida por siglos de disciplina militar metida en sus mismos genes. ¡El descaro de ese lacayo mal nacido!
—Tenemos sus papeles, los que usted le entregó. Están en las ropas de ella… en la séptima cámara.
—¡Es una impostora!
—Sinter, es usted quien trae a estas mujeres a toda hora y sin medidas de seguridad adecuadas —dijo el comandante Mint—. Ninguno de nuestros guardias puede reconocerlas a todas, ni siquiera saber cuántas son.
—¡Mi oficina las revisa exhaustivamente, y esta no es una de las mujeres que le traje!
Sinter señaló al emperador, comprendió que era una impropiedad gravísima, y retiró la mano antes que el emperador diera la vuelta y lo viera. Pero el comandante lo vio y estalló.
—¡No puedo verificar tantas idas y venidas! Usted nunca consulta a mi oficina, y nosotros no realizamos estos chequeos…
—¿Es una de tus mujeres, Farad? —preguntó el emperador, recobrando al fin la compostura. No había conocido el miedo hasta ahora, y no las tenía todas consigo.
—No. Nunca le he visto.
—Pero es encantadora —añadió el emperador, mirando al comandante con ojos de cervatillo. Buscaba este efecto; era hora de representar nuevamente su papel. Nunca le había gustado mucho ese comandante, que sin duda en secreto lo consideraba un simio pueril.
Sinter parecía estar en un brete, y eso también le divertía, aunque no era muy útil en ese momento. Klayus tenía sus propios planes para Sinter, y detestaría perderlo por culpa de ese paso en falso, lamentable pero no fatal.
—No hay otras en el palacio… salvo sus mujeres —gruñó el comandante apretando los dientes—. ¿Y cómo logró usted presentarse aquí justo en el momento indicado?
—¡Vaya! —dijo Klayus.
—¡Venía aquí para discutir personalmente un asunto urgente! —dijo Sinter, mirando a Klayus y al comandante.
—Muy conveniente… quizás una trampa, una estratagema para elevar su… —El comandante no tuvo tiempo de desarrollar esta teoría. Un envarado oficial de librea azul se aproximó y le susurró al oído. El rubicundo comandante palideció, y le temblaron los labios.
—¿Qué es? —preguntó Klayus con voz enérgica.
El comandante se volvió hacia el emperador y se inclinó rígidamente.
—Un cuerpo de mujer, alteza…
Sinter se abrió paso entre los dos ayudantes que lo habían flanqueado durante este enfrentamiento, dispuestos a arrestarlo.
—¿Dónde está?
El comandante tragó saliva. Tenía los labios mojados.
—En los corredores del nivel de abajo. El…
—¿Dónde? ¿Qué dicen sus documentos de identificación?
—No tiene documentos.
—Esa zona es sagrada, comandante —dijo Klayus con voz seca—. El Templo de los Primeros Emperadores. Farad no está autorizado para bajar allí, ni mujer alguna. Sólo gente de la realeza y los encargados de ceremonias. Usted es responsable de esa zona.
—Sí, alteza. Lo haré investigar de inmediato…
—Es sencillo —dijo Klayus—. Sinter, los documentos de identidad describen el genotipo y la figura, ¿no?
—El cuerpo… ese cuerpo… físicamente, es el mismo de la foto… —dijo el comandante.
—¡Una impostora! —gritó Sinter, agitando el puño ante los guardias y el comandante—. ¡Un extraordinario fallo de seguridad!
Klayus sintió cierto alivio. Estaba bien atormentar a Sinter, y enfadarse con él, pero aún no quería perderlo. Aún debía jugar algunas manos contra Linge Chen, y la comisión de Chen era responsable de la seguridad del emperador.
Todo esto podía resultar muy útil, incluso esencial. Chen tendría que explicar el fallo, Sinter estaría mejor cotizado —aunque sin superar los parámetros aceptables para Klayus— y todo podría funcionar de maravilla.
—Examinémosla —dijo Sinter.
—Yo me quedaré aquí —dijo Klayus, la cara verde ante la idea de ver otro cadáver.
Diez minutos después, el comandante y los guardias regresaron, y también Sinter.
—Congenian a la perfección —dijo Sinter, agitando los papeles de la mujer—. La del lavabo es una impostora, y usted es responsable. —Señaló al comandante sin titubear.
El comandante Mint había adoptado una máscara de profunda calma. Cabeceó una vez, se metió la mano en el bolsillo y extrajo un pequeño paquete. Los demás observaron con horrorizada fascinación mientras él se apoyaba el paquete en los labios.
—¡No! —exclamó Klayus, alzando la mano.
Mint se detuvo y lo miró con ojos vidriosos y esperanzados.
—Pero, sire, es su obligación, por semejante falta —exclamó Sinter, como si temiera que sus acusadores pudieran salirse con la suya.
—Sí, Farad, desde luego. Pero no aquí, por favor. Una criatura ya ha muerto en estos aposentos. Una más abajo… —Se cubrió la boca con el pañuelo—. Tengo que dormir y… concentrarme aquí, y ya será bastante difícil sin sumarle esto. —Señaló a Mint, quien cabeceó bruscamente y se dirigió al pasillo externo para cumplir con su último deber.
Incluso Sinter parecía impresionado por este ritual, aunque no lo siguió para verificar que se cumpliera. Klayus se levantó de la cama y fingió desviar los ojos mientras alzaban el cuerpo de la frustrada asesina en una camilla cubierta y lo sacaban del lavabo.
—Una hora —le dijo a Sinter—. Deja que me recupere un poco, luego muéstrame tus pruebas, y tráeme al tal Mors Planch.
—¡Sí, sire! —respondió Sinter con entusiasmo, y se marchó.
Que se crea que se ha salido con la suya. Que Linge Chen sufra un poco por su estupidez. Que todos bailen alrededor del joven idiota. ¡Ya llegará mi día!
¡He sobrevivido! ¡Está predestinado!