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Brann atravesaba el ala principal del almacén con asombrosa velocidad para un hombre de su tamaño. Los espacios oscuros y enormes hileras de estantes eran imponentes y hacían que sus pasos sonaran como el batir de tambores lejanos. Klia lo seguía con cierta dificultad, pero no le importaba; hacía días que no ejercitaba los músculos, y ese encargo le permitiría romper con la rutina y quizás escapar.

Estar con Brann era agradable, mientras no pensara en los inapropiados sentimientos que le despertaba. Arrugó la nariz ante los polvorientos fantasmas de cientos de olores desconocidos.

—Las importaciones más populares vienen de Anacreon y Memphio —dijo Brann. Se detuvo junto a un deposito sombrío para revisar un vehículo de carga y transporte—. Hay familias de artesanos muy ricas que viven sólo de las ventas a Trantor. Todos quieren las muñecas artesanales de Anacreon… Personalmente, las detesto. También importamos juegos y entretenimientos de Kalgan, del tipo que los censores de la Comisión reprueban.

Klia caminaba junto a Brann. El transporte se deslizaba sobre campos de flotación dos metros detrás de ellos, bajando ruedecillas de goma cuando deseaba virar bruscamente o detenerse.

—Entregaremos cuatro cajas de muñecas a la Bolsa de Trantor, y otros artículos al Ágora de Vendedores.

Eran las zonas comerciales más populares de Streeling, famosas en todo el hemisferio. Grises y meritócratas de tacos altos viajaban miles de kilómetros, algunos, miles de años-luz, tan sólo para pasar unos días recorriendo los miles de tiendas de ambas zonas. El Ágora de Vendedores contaba con posadas cada cien tiendas para los viajeros fatigados.

Los barones y otras familias nobles tenían sus propios medios para satisfacer su apetito adquisitivo, y los ciudadanos residían en viviendas demasiado estrechas donde no podían acumular muchos bienes.

Cuando Klia era pequeña, sus padres habían participado en un canje comunitario de baratijas en Dahl, donde pedían prestados un par de objetos considerados decorativos (e inservibles) durante varios días o semanas y luego los devolvían. Eso bastaba para conformar a los que sentían fascinación por los bienes materiales; para Klia era ridículo poseer o coleccionar objetos de otros mundos.

—Esto significa que Plussix me tiene suficiente confianza como para dejarme salir, ¿verdad? —dijo.

Brann la miró gravemente.

—Esto no es un culto donde te lavan el cerebro, Klia.

—¿Cómo lo sé? ¿Qué es entonces, un club social para persuasores inadaptados?

—Pareces bastante disconforme. Pero tú…

—¿Existe algún lugar de Trantor donde alguien pueda ser feliz? Mira toda esta chatarra… un sustituto de la felicidad, ¿no crees? —Señaló las cajas de plástico y madera apiladas sobre sus cabezas.

—No lo sé —dijo Brann—. Iba a decirte que pareces infeliz, pero apuesto a que no se te ocurre otro lugar adonde ir.

—Tal vez por eso soy infeliz —dijo Klia con voz sombría—. Sin duda me siento como una inadaptada. Tal vez mi lugar esté aquí.

Brann se apartó con un gruñido y ordenó al transporte que sacara una caja de la tercera pila. El vehículo plantó las ruedas en el suelo, elevó el cuerpo sobre cilindros neumáticos y manipuló diestramente la caja con sus brazos mecánicos.

—Kallusin dijo que podríamos viajar por todas partes —dijo Klia—. Si somos leales… ¿Conoces a alguien que se haya ido, a quien hayan enviado a otro lugar?

Brann sacudió la cabeza.

—Claro que no conozco a todo el mundo. No hace tanto tiempo que estoy aquí. Hay otros almacenes.

Klia no sabía esto. Decidió recordar ese dato y se preguntó si Plussix estaría orquestando un vasto movimiento clandestino, una especie de rebelión. ¿Un mercader rebelde? Parecía ridículo, y quizá por eso fuera más convincente. ¿Pero contra qué se rebelaría… contra las mismas clases que pedían sus mercancías? ¿O contra las familias nobles y aristocráticas… que no las pedían?

—Tenemos lo que necesitamos —dijo Brann cuando el transporte cogió tres cajas de tres pasillos—. Vámonos.

—¿Qué hay de la policía… de los que me buscan a mí… a nosotros?

—Plussix dice que ahora no están buscando a nadie.

—¿Y cómo lo sabe?

Brann sacudió la cabeza.

—Sólo sé que nunca se equivoca. Ninguno de nosotros fue nunca capturado por la policía.

—Famosas últimas palabras —dijo Klia, pero una vez más echó a trotar para seguirle el paso.

Fuera del almacén, la luz diurna del techo del domo irradiaba un fulgor brillante. Salió del cavernoso interior a un rutilante interior más amplio, la única otra clase de vida que conocía.