32

Mors Planch estaba profunda y serenamente horrorizado. Preguntándose por qué aún estaba con vida, había presenciado como Daneel y Lodovik abordaban la nave mercante y despegaban de Madder Loss, y había llegado a la conclusión de que Daneel no sabía nada sobre su descubrimiento.

Al principio no sabía a quién recurrir. Ni siquiera adónde ir ni qué pensar. La conversación registrada en la cinta era demasiado perturbadora, demasiado parecida a los desvaríos de un texto secreto mycogeniano.

¡Eternos! ¡En el Imperio! ¡Manipulándolo como titiriteros, durante miles de años!

Mors nunca había conocido a un humano longevo; estaba seguro de que ya no existían. Habían pasado miles de años desde el colapso de la última gerontocracia. Los planetas poblados por personas que vivían más de ciento veinte años estándar se habían desmoronado en un caos político y económico.

Su instinto le aconsejaba ocultarse, alejarse todo lo posible de ese peligro. Incluso huir a uno de los sectores galácticos fronterizos que escapaban al control imperial. Había muchas vías de escape…

Pero ninguna le parecía adecuada. Durante su larga y tortuosa vida, siempre había considerado Trantor como una especie de foco, un punto adonde podía ir y venir, según lo impulsaran los vientos del dinero y sus propios caprichos. Pero nunca más ver Trantor…

!Vale la pena! ¡Vive tu vida en paz… simplemente vive!

Pero pronto, al transcurrir las horas y los días, dejó de lado este pensamiento y evaluó otros más inmediatos. ¿De qué servían sus pruebas? Tal vez sólo le tomaran el pelo. ¡Pero Lodovik Trema había sobrevivido al flujo de neutrinos! Ningún humano común —tal vez ningún humano, ninguna criatura orgánica— habría sobrevivido…

Por otra parte, era fácil falsificar esas grabaciones. Y si lo investigaban, ninguna autoridad consideraría que su carácter era intachable. La grabación —y su intento de difundir un mensaje de conspiración— lo harían pasar por lunático.

Dudaba que Linge Chen o Klayus le prestaran mucha atención. Trató de pensar en otros personajes influyentes, otros cuya intuición estuviera a la altura de su experiencia en el mundo real y su habilidad política.

No se le ocurrió nadie. Sabía algo acerca de la mayoría de los treinta principales ministros y sus consejeros palaciegos, y mucho sobre la Comisión de Seguridad Pública, ese profunda reserva de Grises de carrera y elites de familias rancias. ¡Nadie! Nadie…

La cinta era una maldición. Lamentó haberla grabado, pero no se resignaba a destruirla. En las manos adecuadas, podía resultar extremadamente valiosa. Y en las manos equivocadas… Podía llevarlo a su ejecución.

Empacó sus cosas en la pequeña habitación donde se había alojado los últimos tres días. Había esperado la llegada de un carguero, una de las pocas naves que arribaban a Madder Loss todas las semanas, desde hacía miles de décadas. Había reservado su billete el día anterior y recibió la confirmación.

Planch cogió un taxi terrestre para ir al puerto espacial por la carretera principal, al descampado, entre parcelas soleadas y comunidades pequeñas, derruidas pero relativamente pulcras.

Aguardó en el mugriento lobby de pasajeros, con ropa polvorienta y desaliñada, mientras el carguero terminaba de descargar sus mercancías. Sucias franjas de luz solar atravesaban las claraboyas del largo pasillo que conducía a la aduana. Limpió una silla con la mano, dispuesto a sentarse detrás de una columna, oculto a la vista desde la mayoría de los ángulos, cuando vio a un adolescente que pedaleaba por el pasillo en un pequeño cuadriciclo.

Yendo de puerta vacía en puerta vacía, el chico gritaba el nombre de Planch. Planch estaba solo en ese extremo de la terminal.

El chico se aproximó. No había manera de evitarlo. Se identificó ante el mensajero y aceptó una tarjeta de transferencia hiperonda de metal y plástico. Estaba codificada para su tacto personal, algo bastante común en los confines del Imperio… Pero nadie tenía por qué saber que Planch estaba en Madder Loss.

Mors le dio al chico un crédito de propina, cogió el mensaje, evaluó sus opciones. Miró arriba de nuevo.

El chico del cuadriciclo rodeó una esquina al principio de la siguiente terminal y desapareció. Dos hombres uniformados de azul —oficiales de la Armada Imperial— aguardaban en la ancha entrada. Mors frunció el ceño. No podía verlos claramente a esa distancia, pero su porte era aplomado y un poco arrogante. No era difícil imaginar el logo del sol y la nave espacial en sus casacas, las potentes pistolas en sus caderas.

Pasó el dedo por la ranura de reproducción de la tarjeta y el mensaje rodó en el aire ante sus ojos.

MORS PLANCH

El consejero y confidente imperial Farad Sinter requiere su presencia para una indagación especial. Se le ordena regresar a Trantor por el medio más veloz; una fragata rápida de la Armada Imperial se ha despachado a Madder Loss para su uso.

Con sincero interés y comprensión,

Farad Sinter

Mors había oído hablar del consejero Sinter. Se decía que era el encargado de proveer de mujeres al emperador, y no era muy respetado en ninguna de las oficinas del palacio salvo en la suya, pero no conocía ninguna razón para que el consejero quisiera hablar con él. Combatió el pánico. Si esto se relacionaba con Lodovik…

¡Tenía que ser así! ¿Pero entonces por qué no era Linge Chen quien enviaba la nave? Él no sabía de ningún contacto entre Sinter y Chen.

Mors tuvo un presentimiento. Estaba apresado entre una antigua e incomprensible conspiración y la ceñida y extensa red del Imperio. Su vida de hombre libre —¡cualquier tipo de vida!— quizás hubiera terminado.

¡Todo por su apego a ese mundo extraño y vulnerable!

Era muy difícil escapar.

Sería mejor actuar con calma. En esos tiempos, la elegancia era lo único que le quedaba a un hombre desesperado.

Encogiendo los hombros, Mors se alejó de la puerta y caminó hacia los dos uniformados que estaban al final del largo corredor.