Los candidatos de la Segunda Fundación no se reunían en secreto. En cambio, usaban un pretexto creíble: formaban un club social interesado en la historia de ciertos juegos de azar, similar a otros clubes de aficionados de Trantor. Las aficiones recorrían el planeta con monótona regularidad, y aunque una moda pasara algunos grupos de adherentes permanecían leales.
Los candidatos mentálicos que podían formar parte de la colonia de Star’s End se reunían dos veces por semana, con aprobación oficial, en una sala de uno de los dormitorios menos lujosos de los alrededores de la Universidad de Streeling. En ese sitio derruido eran ignorados por estudiantes que habían ido a Trantor desde algunos de los mundos menos privilegiados.
La sala no estaba equipada con dispositivos de escucha; Wanda había persuadido a un cuidador de mencionarle aquellos edificios más viejos cuyos micrófonos estaban inactivos o habían sido extraídos.
Wanda estaba junto a su esposo, Stettin Palver, en la sala atestada, y esperó a que los ciento tres candidatos se acomodaran en sus asientos. El sargento cerró y aseguró las puertas, y tres sensitivos montaron guardia para asegurarse de que no hubiera fisgones.
En este grupo de mentálicos —el único que Wanda conocía, quizás el único que existía— había poca necesidad de llamadas al orden u otras señales formales habladas; el grupo se avenía al orden con poca alharaca. Pensó que esto no tenía nada que ver con la cortesía. Se habían producido varias divisiones en la comunidad desde el comienzo, pero con su gente el desorden se manifestaba de otras maneras.
Stettin alzó la mano. El grupo ya había hecho silencio. Todos miraban al frente con expresión engañosamente plácida. Los mentálicos rara vez manifestaban sus emociones, y menos en presencia de sus pares.
Wanda sintió pequeñas ondas de persuasión descontrolada que le hacían hormiguear el cuello. Podía distinguir algunas estrías claras en esa confusión, como olores en un sabroso guisado: corrientes de tensión social y sexual, preocupación, incluso aislados intentos de superar la dominación de Stettin. En los mentálicos, no sólo la mente consciente ejercía sus efectos persuasivos. Mi gente, pensó. El cielo me salve de mi gente.
—Necesitamos los informes de nuestras células de reclutamiento —dijo serenamente Stettin—. A continuación daré mi informe sobre entrenamiento matemático y psicológico, destinado a poner a nuestros candidatos en pie de igualdad con los otros grupos que se preparan para la misión. Luego hablaremos de la persecución.
—¡Es preciso hablar ahora de los asesinatos! —dijo una joven historiadora cuyo pelo negro formaba un ancho cuenco. Clavó sus ojos verdes en Stettin y Wanda.
Wanda desvió el latigazo de persuasión automática que enviaba esa mujer. El cuello le picaba ferozmente. La mujer continuó, con voz calma pero con feroces emociones internas.
—Todo recluta de los últimos tres meses…
—¡Hay un traidor entre nosotros! —interrumpió un hombre desde atrás.
Stettin juntó los labios y alzó la mano.
—Sabemos quién es el presunto traidor —murmuró—. Es una mujer llamada Vara Liso.
La muchedumbre calló al instante. Wanda observó las oleadas de turbulencia y calma con interés intenso pero distante. Así es como somos. El abuelo nos eligió porque somos así, ¿verdad?
—Tal vez ahora sepamos su nombre —dijo la joven historiadora—. ¿Pero de qué nos sirve? Es más fuerte que cualquiera de nosotros. —Apenas se le oía la voz.
—Nadie puede persuadirla —dijo otra voz cuyo origen Wanda no pudo hallar.
—¡Nos huele como una rastreadora!
—Debemos liquidarla…
—¡Persuadir a alguien de matarla!
—Alguien que sea prescindible…
Stettin esperó a que se agotaran las sugerencias. Una vez más la multitud adoptó un silencio antinatural. Aun las ondas de persuasión parecieron aquietarse. Esas gentes siempre se habían valido de su talento para abrirse paso en la vida. Ahora estaban entre los de su especie, entre iguales, y su «suerte» no los distinguía.
—Wanda ha pedido ayuda al profesor Seldon —dijo Stettin—. Y él ha acudido al emperador… pero aún ignoramos el resultado de su visita. Debemos tener en cuenta la posibilidad del fracaso. O quizá debamos hacer algo que antes sólo intentamos una vez.
—¿Qué? —preguntaron varios.
—Un esfuerzo concertado. Wanda y yo unimos inadvertidamente nuestro talento, con cierto éxito… pero sólo contra un normal.
Un juez, recordó Wanda. Cuando el abuelo tuvo problemas con jóvenes matones.
—Creo que es posible que diez o veinte de nosotros, entrenados para operar en conjunto, sean efectivos contra esta mujer.
La multitud de candidatos asimiló esto.
—¿Para matarla? —preguntó la historiadora de pelo negro.
—Quizá no sea necesario —dijo Wanda.
Ella y Stettin habían debatido sobre esto durante la noche. Stettin sostenía que matar a Vara Liso era la opción segura. Wanda sostenía que el asesinato podía debilitar su causa, volverlos unos contra otros. El equilibrio entre tantos persuasores ya era delicado.
Aun su matrimonio estaba plagado de dificultades. Dos persuasores que habían estado juntos durante años, compartiendo muchas horas de intimidad, podían encontrar modos singulares de irritarse.
—No mataré a otro ser humano, y menos a uno de mi especie —declaró con firmeza la joven historiadora, los ojos desbordantes con la emoción de su idealismo—. Por mucho peligro que corramos.
Stettin apretó las mandíbulas.
—Ese sería el último recurso. Debemos pedir voluntarios para la campaña de adiestramiento. Tenemos una lista de aquellos cuyo trabajo los pone en lugares donde podrían toparse con Liso…
Wanda escuchó mientras Stettin leía los nombres. Los nombrados se adelantaron como niños culpables, y Stettin los llevó a otra habitación.
—Los demás debemos discutir otros problemas —dijo Wanda, con la esperanza de distraer al resto—. Debemos resolver cuestiones de viaje, cuestiones de salud, situaciones familiares y económicas… y desde luego, el entrenamiento en las disciplinas Seldon… —El grupo se calmó y se concentró en estos asuntos con cierto alivio, satisfecho de haber terminado con el problema de Liso por el momento. Ávidos de mirar hacia otro lado.
Todos eran como niños, pensó Wanda, cada uno de ellos y en grupo: adolescentes torpes que daban tumbos por la vida con poderes que sólo ahora reconocían, por primera vez conscientes de debilidades que antes nunca habían tenido que enfrentar.
Debilidades ocultas por la persuasión.
¡Somos todos tullidos! Mantuvo el rostro calmo, pero por dentro sentía la agitación de los conflictos inminentes, muchos y muy peligrosos. ¿Cómo podía Hari haber escogido un grupo tan extraño y desorganizado para salvaguardar la historia de la humanidad?
A veces Wanda se sentía como si caminara por un sueño. Ni siquiera Stettin podía tranquilizarla en esos momentos, y ella estaba al borde de la desesperación.
Desde luego, nunca se lo confesaba a Hari.