22

Mors Planch escuchó los ruidos del suave aterrizaje desde el asiento de emergencia de la bodega. Lodovik Trema estaba sentado junto a él, los ojos cerrados, el rostro sereno. Planch sabía algo sobre Madder Loss que ni Tritch ni su tripulación entendían. Cincuenta años atrás, Madder Loss había sido una gema prometedora en la túnica negra del emperador del espacio galáctico, un mundo renacentista donde el intelecto, la filosofía y la ciencia ardían con esplendor. Las vastas ciudades-continentes de Madder Loss habían logrado resplandecer más que Trantor, que ya entonces manifestaba su vejez. Y por un tiempo Trantor había tolerado a Madder Loss como una grande dame podría tolerar por un tiempo la presencia de una mujer bella en la corte, viendo madurar su belleza con más ironía que envidia.

Pero luego la bella mujer, sin ser muy consciente de su efecto, comienza a llamar la atención de los amantes de la grande dame, y la tolerancia se convierte en benigna negligencia, y al fin llega el inexplicable recorte de recursos y la joven descubre que es una nulidad, evitada por la corte, y su nombre es un rumor desagradable.

Planch había visitado Madder Loss treinta años antes para recoger información para Linge Chen. En esa época Chen era administrador de primer grado del comercio del Segundo Octante. Lo que Mors había visto entonces le habría partido el joven corazón si Chen mismo no lo hubiera prevenido y preparado: hermosos puertos espacianos vacíos, domos relucientes y plexos nuevos condenados a la decadencia, taciturnos funcionarios en anticuados uniformes imperiales adhiriendo a las normas sin entusiasmo. Florecientes mercados negros, e incluso multitudes de mujeres y niños hambrientos frente a la cerca del puerto espacial. Madder Loss le había abierto los ojos a las mareas y flujos de la historia y la economía y había sembrado esa semilla de rebelión personal que acababa de florecer. A partir de entonces Mors había buscado un modo de contrarrestar la fría y desafectada racionalidad de Linge Chen y sus agentes de la nobleza, con sus sofocantes hordas de Grises, que imponían límites y extirpaban la carne brillante y joven del Imperio en nombre del predominio y el orgullo de Trantor. De la eficacia política.

Tritch bajó a la bodega y le extendió su registro para que pusiera su imprimátur.

—Todo según lo convenido —murmuró ella sin mirarlo, manteniéndose alejada de Lodovik.

Lodovik se levantó de su asiento y se detuvo junto a la gran escotilla. Leves chirridos y un cambio de presión revelaban que pronto se abriría.

—Según lo convenido —repitió Mors, y marcó los formularios.

—Que nuestros caminos jamás se crucen de nuevo —dijo Tritch, y extendió el dedo índice. Él lo enganchó con su índice, en el antiguo saludo de sus antepasados comunes, y ambos tironearon suavemente—. Ahora largo de aquí —ordenó ella, y ambos obedecieron rápidamente, saliendo al aire enrarecido y al ominoso silencio de un enorme atracadero donde no había más naves.

—Debo llevarlo a la residencia privada de un médico que vive en el campo —le dijo Planch a Lodovik mientras esperaban un transporte en la terminal de pasajeros. Estaban a solas en una vasta sala diseñada para albergar decenas de miles. Las tejas iluminadas del techo, más maltrechas que las de Trantor, formaban dibujos al azar. Una luz turbia bañaba el recinto y por momentos Mors creía que se ahogaría, tan estancado estaba el aire.

Habían encontrado un solo funcionario imperial en el polvoriento puesto de revisión de pasaportes, y él los invitó a pasar con una mueca socarrona: si a su mundo no le importaba, ¿qué le importaba a él? La sala estaba llena de tiktoks rotos que parecían las víctimas de una peste mecánica. La peste había sido la falta de repuestos; Madder Loss había utilizado obreros mecánicos y los había retenido mientras Trantor y la mayoría de los mundos imperiales se deshacían de ellos. Ya ni siquiera los usaban como chatarra.

Lodovik miró a Planch comprensivamente.

—Esto no es agradable para usted —observó.

—No —suspiró Planch—. Mire lo que ha hecho el Imperio… un desperdicio.

—¿A qué se refiere?

—Trantor hizo esto porque temía perder su prominencia. Estrujó un mundo hasta dejarlo sin vida. Lodovik desvió los ojos.

—¿Culpa usted a Linge Chen? ¿Por eso lo ha traicionado?

Planch palideció.

—No he dicho nada sobre Linge Chen.

—No —dijo Lodovik. Planch miró al hombre con súbita aprensión. Si Chen se enteraba, no estaría a salvo en ningún lugar de la galaxia.

Un desvencijado taxi terrestre con forma de losange se aproximó con grandes ruedas blancas. La conductora era una mujer mayor vestida con una desleída librea roja. Su dialecto era casi ininteligible, pero Planch logró comunicarse con ella. Parecía feliz de tener pasajeros que pagaban —¡y en créditos imperiales!— y aún más feliz de salir del centro urbano.

—Sé que usted ha trabajado para Chen en el pasado —dijo Lodovik mientras traqueteaban por una autopista llena de baches. Allí las autopistas estaban al descampado en vez de atravesar domos o túneles, como en Trantor. El sol de la mañana deslumbró a Planch. El aire rosado lo bañaba todo con un fulgor tibio y nostálgico—. Estuve al corriente de algunos casos.

—Desde luego.

—Ahora usted trabaja para un hombre llamado Posit —dijo Lodovik.

Planch se sobresaltó y puso mala cara.

—Debería matarlo ahora y marcharme de Madder Loss —murmuró.

—Bien, usted conoce los códigos. Eso es obvio. Se enfureció con Chen cuando él aplicó las medidas que estrangularon Madder Loss y otros mundos renacentistas. Pero el estrujamiento de los mundos renacentistas, como usted lo describe, no era la política inicial de Linge Chen. Comenzó bajo el ministerio de Hari Seldon, que impuso esa medida para aumentar la estabilidad del Imperio.

Planch masculló que conocía muy bien la intervención de Seldon.

—No apruebo muchas medidas imperiales, y Chen lo sabía cuando trabajé para él. Pero ahora no trabajo para él.

—No tiene por qué preocuparse —replicó Lodovik—. Chen nunca lo sabrá.

Planch se movió en el asiento rajado.

—Veinte minutos —anunció la conductora con voz jovial.

Era la casa más insólita que Planch había visto, un edificio pequeño aislado en medio de un campo cubierto de plantas verdes que formaban una moqueta viviente bajo el tibio sol. Los alrededores de la ciudad estaban a diez kilómetros, y el edificio más próximo a cinco kilómetros. El terreno intermedio consistía en colinas bajas y ondulantes cubiertas de matorrales chatos, morados o azulados. La campiña parecía elegante y vivaz, muy colorida en comparación con la deteriorada ciudad.

El taxi los dejó en un ancho círculo pavimentado frente al edificio. Había un hombre alto bajo un toldo que flameaba ociosamente en la brisa cálida. Se adelantó y saludó a Mors Planch con una reverencia.

—Ha hecho bien su trabajo —dijo.

Planch devolvió el saludo, extendió un brazo hacia Lodovik y dijo:

—Él no causó muchos problemas.

Retrocedió como si ambos pudieran hacer algo inesperado, ponerse a pelear o quizás estallar en llamas.

—Está en libertad de irse —dijo el hombre.

—Necesito documentos. Usted parece ser el contacto que conocí en Trantor, pero…

El hombre gesticuló y un tiktok maltrecho pero en buen funcionamiento salió de la casa con un bolso.

—Esto completará nuestro acuerdo, por ahora. El bolso también contiene los papeles que usted pueda necesitar para ir adonde desee, a salvo, en los territorios aún controlados por el Imperio.

—Quiero largarme del Imperio, para siempre —dijo Planch.

—También encontrará documentos que lo ayudarán a hacer eso —dijo el hombre.

Planch, a pesar de su inquietud, parecía reacio a regresar al taxi.

—¿Qué más puedo ofrecerle? —preguntó el hombre.

—Una explicación. ¿Quién es usted y qué representa?

—Nada —dijo el hombre—. Lamento decir que usted pronto olvidará lo que vio aquí, y su intervención en el rescate de mi amigo.

—¿Amigo?

—Sí. Hace miles de años que nos conocemos.

—Usted habla en serio. ¿Quién es usted? —preguntó Planch, a pesar de un cosquilleo de respeto mezclado con miedo.

—Váyase, por favor —dijo el hombre, tocándose levemente el sombrero. Planch se tocó la cabeza, dio media vuelta en silencio y regresó al vehículo. La puerta se abrió con un gruñido.

Lodovik observó la partida de su salvador. Luego, sin usar palabras humanas, sino una pulsación de alta frecuencia y borbotones de microonda, ambos intercambiaron saludos, y Lodovik presentó un informe parcial. Después de eso, R. Daneel Olivaw habló con palabras:

—Hagamos esto en tiempo humano y en modos humanos, por el momento.

—De acuerdo —dijo Lodovik—. Siento curiosidad por mi próxima misión.

Daneel abrió la puerta de la residencia, y Lodovik entró antes que él.

—Afirmas que hay algo diferente en ti. Pero examino tu informe de estado y no veo ninguna anomalía.

—Sí. He examinado mi estructura mental y mi programación desde el accidente, tratando de localizar esa diferencia.

—¿Has llegado a alguna conclusión?

—Sí. Ya no estoy obligado a obedecer las Tres Leyes.

Daneel recibió esta declaración sin una reacción humanamente observable. La sala principal de la casa contenía dos sillas, y en las paredes había nichos para tres tiktoks, pero para Lodovik lucían como los nichos antaño reservados para los robots en Aurora, decenas de miles de años antes.

—Si eso es verdad, habrá graves dificultades, pues observo que todavía funcionas. No te has desactivado.

—Eso habría sido imposible en estas circunstancias, pues no comprendí esta nueva condición hasta después de ser rescatado por Mors Planch. Inadvertidamente causé daño a un ser humano de la nave que Planch contrató para encontrar el Lanza de Gloria. Ni siquiera sentí rastros de la reacción que debí sentir. Llego a la conclusión de que el flujo de neutrinos ha alterado mi cerebro positrónico de modo imprevisto. Ciertos elementos cruciales de mis circuitos lógicos se pueden haber transmutado.

—Entiendo. ¿Has pensado qué decisión tomarás ahora?

—Debo desactivarme, y pedirte que destruyas mis restos, o bien debo ser enviado a Eos, si la continuación de mi existencia cumple algún propósito.

Daneel se sentó en una silla, y Lodovik en la otra. Ya no parecía apropiado ocupar los nichos, que en todo eran demasiado angostos para sus cuerpos de tamaño humano.

—¿Por qué viajaste hasta aquí en vez de enviar un emisario? —preguntó Lodovik.

—Por el momento tengo todos los emisarios posibles en posiciones clave —dijo Daneel—. No podía prescindir de ninguno, y tampoco puedo darme el lujo de perderte. Debía hacer escala en Madder Loss en mi viaje a Eos. Normalmente habría postergado mi viaje, pues esta es una época muy delicada, y el accidente ha causado graves dificultades. En el Palacio Imperial ha provocado una lucha política que podría implicar directamente a Hari Seldon.

Aunque Lodovik no había trabajado directamente en el Plan, estaba bien informado acerca del psicohistoriador. Guardaron silencio unos segundos, luego Daneel habló de nuevo.

—Iremos a Eos. Debo pedir una nave pequeña para ti. Hay una misión que puedes realizar para mí cuando regreses.

—Lo lamento, Daneel —interrumpió Lodovik—. Debo enfatizar que no funciono adecuadamente. No deberías encomendarme más misiones hasta que me hayan reparado o reprogramado.

—Eso sólo puede hacerse en Eos —dijo Daneel.

—Sí, pero existe la posibilidad de que ya no obedezca tus instrucciones —dijo Lodovik.

—Explícate, por favor.

—Los humanos lo llamarían una crisis de conciencia. He tenido muchas y largas horas para ordenar y examinar todo el contenido de memoria de mi cerebro, y todos mis algoritmos operativos, desde esta nueva perspectiva. Debo confesar que en este momento soy un robot muy confundido, y mi conducta no es previsible. Es posible que sea un peligro.

Daneel se levantó, se acercó a la silla de Lodovik, se inclinó y le apoyó la mano en el hombro.

—¿Qué te dicen tu investigación y tu examen?

—Que el Plan es erróneo. Creo… estoy llegando a creer… El estado de mis pensamientos es tal que… —Se levantó de la silla, se alejó de Daneel, fue a una ancha ventana que daba sobre los campos de matorrales chatos—. Este mundo es bello. Mors Planch lo considera bello, y durante el tiempo que pasé con él aprendí a respetar sus juicios. Se rebela contra las medidas aplicadas en Madder Loss. Las interpreta como un castigo por aspirar a la grandeza dentro del Imperio. Su resentimiento le indujo a traicionar a Linge Chen.

—Conozco su rechazo por el Imperio y por Chen —dijo Daneel.

—Pero no fueron el Imperio ni Linge Chen los que decretaron el sometimiento de Madder Loss… no directamente. —Se volvió hacia Daneel, y su rostro presentaba vestigios de emoción humana: tristeza, lamentación, pesadumbre, incluso en presencia de un robot, cuando era totalmente innecesario—. Fuiste tú quien decidió que era preciso controlar los mundos renacentistas, e introdujiste cambios en la política de Trantor para estrangularlos.

Daneel escuchaba una expresión humana de turbada fascinación. Tras imitar las conductas humanas por tanto tiempo, ambos robots habían generado sendas reflejas que a veces parecían más fáciles de expresar que de reprimir.

—Preveía mayor inestabilidad —comenzó Daneel—. Siglos de conflicto humano en sistemas que aspiraban a reemplazar el Imperio y convertirse en centros de poder. No todos esos mundos podían ganar; la lucha causaría gran padecimiento y destrucción, en una escala jamás vista en la historia humana. El Imperio caerá, lo sabemos. Pero he consagrado todos mis esfuerzos a mitigar los efectos de esa caída, a reducir el sufrimiento humano al mínimo. La Ley Cero…

—La Ley Cero es lo que me preocupa.

—Has aceptado su primacía durante siglos. ¿Por qué te preocupa?

—Creo que la Ley Cero puede ser una función mutante, propagada entre los robots como un virus. No sé cómo surgió, pero puede haber sido provocada por otra mutación… los poderes mentálicos de los robots.

—Cuestionar la Ley Cero nos llevaría a la conclusión de que todo lo que he tratado de lograr es un error, y que todos los robots que me siguen deberían ser desactivados, yo incluido.

—Soy consciente de los alcances de mi planteamiento.

—Al parecer —dijo Daneel—, te ha sucedido algo muy interesante.

—Sí —dijo Lodovik, y su rostro rechoncho y agradable sufrió una serie de contorsiones fortuitas—. Estas preguntas y pensamientos divisorios quizá se deban a mi propia alteración. He seguido tus órdenes durante miles de años… Sentir dudas ahora… —Su voz se redujo a un chillido tenso y metálico—. Soy infeliz, Daneel.

Daneel evaluó atentamente la situación, como si caminara por un campo minado.

—Lamento la perturbación que sientes. No eres el primero en disentir con el Plan. Otros expresaron opiniones similares hace muchos miles de años. Hubo muchos cismas entre los robots cuando los humanos nos abandonaron. Los giskardianos (aquellos que, como yo, seguían las ideas de Giskard Reventlov) enfrentaban la oposición de otros que insistían en una interpretación estricta de las Tres Leyes.

—No conozco esos sucesos —dijo Lodovik con voz más firme.

—No hubo necesidad de hablar de ellos. Además, es posible que esos robots ahora estén inactivos. Hace siglos que no oigo hablar de ellos.

—¿Qué les sucedió?

—No lo sé. Se llamaban calvinianos, por Susan Calvin. —Todos los robots sabían quién era Susan Calvin, aunque ningún humano la recordaba—. Antes de esos cismas hubo hechos aún más graves. Tareas humillantes que los humanos imponían a los robots, desempeñadas por los que deseaban ser calvinianos. Estos recuerdos son turbadores en sí mismos.

—No me causa satisfacción provocarte angustia, R. Daneel —dijo Lodovik.

Daneel se sentó de nuevo en la segunda silla y se cruzó de brazos. Ambos robots eran conscientes de esta imitación de los actos humanos; ambos estaban habituados a las imposiciones de sus capas humanas, y no consideraban estas palabras y gestos un fastidio. A veces eran incluso tranquilizadores, y Lodovik notó que la postura de Daneel en la silla, la inflexión de su voz y su expresión facial, parecían volverse más humanas a medida que continuaba la conversación. Ninguno deseaba regresar a las rápidas comunicaciones por microonda o sonido de alta frecuencia; era una situación compleja y sutil, y las modalidades del discurso humano, mucho más lentas, parecían más apropiadas.

—Regresarás a Eos. Veremos qué se puede hacer allí —dijo Daneel—. Confío en tu plena recuperación.

—También yo —dijo Lodovik.

Planch permaneció inmóvil durante el viaje al puerto espacial. Miraba por el parabrisas frontal, por encima del hombro de la conductora, y trataba de ignorar su cháchara. Con un temblor, sacó el diminuto grabador del bolsillo de su chaqueta y lo miró. Durante varios minutos no supo si reproducir la grabación o arrojarla por la ventanilla.

—Gran riqueza hubo aquí con ese puerto, viniendo tantas naves… —dijo la mujer en su dialecto, y miró por encima del hombro. Tenía ojos azules, muy vigilantes, muy sabios. Sonrió y arrugó el rostro en cien deltas. Planch asintió, oyendo apenas la mitad de lo que decía—. Ahora, sólo pobreza. Ni naves ni trabajo. Aquí vengo a entretenerme, nada más.

No parecía resentida, sólo describía los hechos, pero sus palabras dolían. Había mundos del vecindario estelar donde el acento de Madder Loss se consideraba cómico, y los comediantes lo usaban para retratar a palurdos o charlatanes. Tritch misma se había referido a Madder Loss como un planeta de parásitos. Pocos iban desde el exterior, pocos sabían lo que había pasado.

Pero ahora, en ese grabador, podían existir pruebas de algo extraordinario, la pista de una perspectiva más amplia. Sus recuerdos recientes parecían turbios y llenos de lagunas. Ni siquiera parecía saber por qué había comprado el grabador. No había hecho nacía importante desde que había llevado el cuerpo de Lodovik Trema a la terminal de transferencia y lo había entregado a los agentes imperiales. ¿Y por qué este viaje a la campiña… sólo para revivir viejos y dolorosos recuerdos?

—Aquí estamos. Quedarse más tiempo, debería usted. Bonitas vistas de la campiña, buenos albergues. —La mujer adoptó un tono de burlona complicidad—. Podría mostrarle lugares, hermosas mujeres, muchachas naturales del campo, muy pobres y solas.

—No, gracias —dijo Planch, aunque estaba tentado. Su último amor había sido una nativa de Madder Loss, treinta años atrás. No le habían atraído otras desde entonces, pero sentía dolor al pensar en irse del planeta sin intentar otra aventura amorosa. Estaba convencido, sin embargo, de que quedarse sería muy peligroso.

Le pagó a la mujer y le agradeció en su dialecto, luego aguardó bajo el enorme techo curvo del área de migraciones y transferencia. Los cielos azules y los campos distantes mostraban huecos donde habían derribado edificios sin reemplazarlos. Encontró un rincón fresco y apartado junto a un restaurante desierto y se sentó en un banco, mirando la pantalla del grabador para ver cuánto había registrado. Cinco horas.

Por unos segundos, se apoyó el grabador en la barbilla, entornando los ojos. Luego, arrugando las cejas, apretando el tubo diminuto con dedos blancos, dijo:

Código: imperdonable. Habla Planch, registro personal. Reproducir, todo.