Klia tiritó en el vasto espacio hueco y bajó la mirada hacia la confluencia de dos de los ríos más grandes de Trantor. Doce mil años atrás habían tenido nombre; ahora sólo estaban designados con números, pero aun esos números hablaban de grandeza: Uno y Dos. Uno atravesaba media Sirta, el continente que albergaba algunos de los sectores más poblados, incluido el palacio imperial, Streeling y Dahl. Miles de años atrás, mientras la población de Trantor crecía y los ingenieros pensaban en albergar miles de millones más, habían tomado la decisión de cubrir todas las masas terrestres, cavar bajo la corteza y abrir huecos aun en las capas que había bajo las costas marítimas.
Esos antiguos ingenieros decidieron sabiamente no desviar ni modificar los cauces de agua de Trantor. Lograr que la piel metálica de sus nuevas estructuras soportara tanta agua en su viaje hacia el mar era un derroche, así que abrieron canales profundos donde antaño habían circulado ríos naturales, y dejaron que las lluvias los llenaran. Allí donde los primeros sectores reclamaban napas de agua naturales, los ingenieros —con el mandato del legendario emperador Kwan Shonam— crearon nuevos materiales porosos para que las cuencas permitieran que las napas siguieran siendo útiles.
Klia no entendía las complejidades del agua en Trantor más que cualquier ciudadano normal. Sabía que allí, cincuenta metros debajo de donde estaba, en el remolino rugiente donde chocaban los dos ríos, había poder. Valoraba el poder, pero era demasiado joven para temerlo apropiadamente; además, tenía una arrogancia nacida de sus habilidades. No podía persuadir a los ríos de que cambiaran, pero los ríos humanos… Eso era diferente.
Klia tenía frío, hambre y furia. Se sentía ultrajada. ¡Si tan sólo supieran! Inhaló profundamente y pensó en el día en que perseguiría a quienes ahora la obligaban a correr y ocultarse como una rata.
Se sentó en la pasarela de mantenimiento, las pantorrillas en X, y dominó sus emociones negativas. Tenía que encontrar un sitio donde dormir; allí había demasiada humedad; frío y ruido. Tenía que encontrar comida. Habría pocos alimentos bajo tierra; podía esperar el paso de un tranvía de mantenimiento, detenerlo, robar cajas de provisiones y persuadir a la cuadrilla de que se olvidara. Esto le provocó una sonrisa. Sería un espectro, un fantasma, el fantasma de los dos ríos…
En Dahl algunos creían que los que vivían bien pasaban a formar parte de los grandes ríos y fluían hacia los mares cubiertos, para vivir allí en comunidades perfectas lejos del conocimiento del Imperio. Los que vivían mal iban a los pozos térmicos a sudar y trabajar para siempre. Ella no creía en esas cosas, pero era interesante pensar en ellas mientras su mente subconsciente elaboraba sus problemas y presentaba soluciones.
El tranvía seguía apareciendo en sus pensamientos. Lo imaginaba como una enorme lombriz con muchas ruedas, con compartimientos cómodos y bien iluminados. Podía trabar amistad con los obreros de mantenimiento. Tal vez uno de ellos fuera excepcional, un dahlita nativo con un enorme bigote, mucho más viril que su padre o cualquiera de los furtivos traficantes del mercado negro; la confortaría al principio, sin imponerle nada, hasta que ella decidiera qué quería, qué quería su cuerpo…
Esas visiones románticas sólo ahondaron su soledad. Se sentía muy vulnerable. Dio un puñetazo en una baranda y escuchó el estruendo hueco que era engullido por el rugido del agua. ¡No había tiempo para soñar! Sería inhumana, estaría por encima de las pasiones y necesidades, se vengaría prontamente y viviría para infundir temor y respeto. Usarían su nombre para obligar a los niños a portarse bien…
De pronto sus ojos húmedos se secaron y Klia se rio de sus ridículas visiones. La risa se elevó y, milagrosamente, el fragor del río no devoró el sonido: en cambio, la risa rebotó en las grandes bóvedas y volvió hacia ella como una carcajada multitudinaria.
Por el momento —a menos que apareciera ese corpulento y gentil obrero dahlita— estaba fregada. Lo sabía. Pronto tendría que regresar a Dahl, y necesitaría un escondrijo. Si estaban buscando a los que poseían su talento, escogería el mejor bando y colaboraría. Por un tiempo. Esta necesidad era un fastidio, pero Klia no era tonta. No languidecería con sus sueños moribundos en esa oscuridad húmeda, sin más compañía que los grandes ríos.