El comedor privado estaba lleno de criados del palacio que realizaban arreglos de último momento. Hari miró el enorme candelabro con sus diez mil adornos de cristal reluciente, que imitaban los Mundos del Año Galáctico escogidos por el emperador, luego el pasillo de cien metros con sus sólidas columnas de matriz de ópalo y la famosa escalera de piedracobre verde, importada del único sistema colonizado de la Gran Nube Magallánica, una colonia fallida, abandonada dos siglos atrás, que había dejado sólo este obsequio como recordatorio. Torció los labios al ver la escalera. Como primer ministro, había interrumpido el apoyo imperial a ese vigoroso mundo, temiendo que se independizara y obtuviera demasiado poder.
Demasiadas decisiones destinadas a preservar el Centro, pecados necesarios del poder. Se había asegurado de que no se fundaran más colonias alejadas.
La mesa estaba servida con treinta platos en el medio, y treinta sillas de ébano, ninguna ocupada aún, pues los huéspedes no habían llegado y, por cierto, el emperador aún no se había sentado.
Klayus I escoltó a Hari por el pasillo como si fuera un huésped de honor en vez de una inesperada molestia.
—«Cuervo». Así te he llamado, ¿verdad? ¿Te molesta? ¡«Cuervo» Seldon! ¡Qué título sugerente! Heraldo de la perdición.
—Llámame como desees, alteza.
—Un apodo difícil de sobrellevar —dijo Klayus con una sonrisa. Hari, que nunca pasaba por alto la belleza femenina, vio a tres mujeres deslumbrantes por el rabillo del ojo y se volvió automáticamente para enfrentarlas. Las mujeres lo rozaron como si fuera una estatua y se acercaron al emperador como si trabajaran en equipo. Mientras lo rodeaban y dos se inclinaban para susurrarle al oído, KIayus se sonrojó y prácticamente rio de alegría—. ¡Mi terceto extraordinario! —las saludó, después de escuchar unos segundos—. Hari, no creerías cuán hábiles son estas mujeres, ni lo que pueden hacer. Ya han estado presentes en mis cenas.
Las mujeres miraron a Hari como si fueran una, con moderado interés, pero entendieron la actitud del emperador hacia el anciano con rápida y mortífera precisión. Hari no era una figura poderosa sino un juguete, incluso menos que ellas mismas. Hari pensó que si les hubieran crecido colmillos o pelo en la nariz, no habrían perdido atractivo tan rápidamente. Con una sabiduría nacida más de su larga vida y de muchas conversaciones con Dors acerca de la naturaleza humana que de ninguna ecuación, imaginó sus expertas manipulaciones, su piel cálida, sus voces melifluas, enmascarando hielo de amoníaco. Dors había hecho muchas observaciones mordaces sobre el sexo humano sobre el cual estaba modelada, y rara vez se equivocaba.
Klayus desechó a las mujeres con unas palabras suaves. Mientras ellas se alejaban, ambos siguieron su marcha por el pasillo, y Klayus le murmuró a Hari:
—No te impresionan, ¿verdad? Las de su clase constituyen gran parte de las mujeres de aquí. Bellas como lunas escarchadas. Mi consejero privado logra encontrar otras de mejor calidad, pero… —Suspiró—. En cuestión de mujeres, las piedras finas son más fáciles de conseguir que las gemas, para un hombre de mi posición.
—Lo mismo ocurría con Cleon, alteza —dijo Hari—. Tuvo tratos con tres princesas consortes durante su juventud. Luego, en su madurez, abjuró totalmente de las mujeres. Murió sin heredero, como sabes.
—He estudiado a Cleon, por cierto —dijo reflexivamente el emperador—. Un hombre sólido, no muy inteligente pero muy capaz. Gustaba de ti, ¿verdad?
—Dudo que cualquier emperador haya gustado de un hombre como yo, alteza.
—¡Oh, no seas modesto! Tienes un gran encanto, de veras. Estuviste casado con esa mujer notable…
—Dors Venabili —dijo una voz aflautada a sus espaldas.
El emperador se volvió grácilmente, deslizando su túnica por el suelo, y su cara se iluminó.
—¡Farad! Qué amable de tu parte venir temprano. El consejero privado se inclinó ante el emperador y miró de soslayo a Hari.
—Cuando supe quién te visitaba, no pude resistirme, alteza.
—Conoces a mi consejero privado, Farad Sinter. Farad, he aquí al famoso Hari Seldon.
—Nunca nos presentaron —dijo Hari. Nadie se estrechaba la mano en presencia del emperador; demasiadas armas habían pasado entre las manos de conspiradores y asesinos en los siglos pasados, de modo que un simple apretón era una grosera y hasta peligrosa ruptura de la etiqueta.
—He oído hablar mucho de tu célebre esposa —dijo Sinter con una sonrisa—. Una mujer notable, como dice el emperador.
—Hari ha venido aquí para prevenirme sobre tus actividades —dijo Klayus con una sonrisa, mirándolos a ambos—. No sabía en qué andabas, Farad.
—Hemos discutido mis objetivos, alteza. ¿Qué nueva información desea agregar el profesor Seldon?
—Dice que estás persiguiendo hombres mecánicos. Robots. Por lo que él dice, pareces estar obsesionado con ellos.
Hari se puso tieso. Esa situación se estaba poniendo muy peligrosa y él comenzaba a sentir que se cerraba el dogal. Casi lamentaba haber encarado con tanta franqueza a una persona tan retorcida e imprevisible como Klayus. No sería conveniente que Farad Sinter le cobrara inquina.
—Ha confundido mis objetivos, aunque quizá los rumores lo hayan desorientado. Hay nuevos rumores falsos acerca de nuestras actividades, alteza. —La sonrisa de Sinter derramaba miel y bondad.
—Ese estudio genético… muy valioso, ¿no crees, Hari? ¿Alguien te lo ha explicado?
—En todo el sistema, y también en las doce estrellas centrales más próximas —dijo Sinter.
—Se ha explicado en las publicaciones científicas imperiales —dijo Hari.
—¡Pero matar gente! —continuó Klayus—. ¿Para qué, Farad? ¿Para tomar muestras?
Hari apenas podía creer lo que oía. Era como si el emperador acabara de condenarlo a muerte, aunque lo hacía entregándole su cabeza a Farad Sinter. En bandeja, para la cena.
—Son mentiras, desde luego —dijo lentamente Sinter, con los ojos entornados—. La policía imperial habría denunciado esas indiscreciones.
—No sé —dijo Klayus, con un destello alegre en los ojos—. En todo caso, Farad, Cuervo tiene interesantes observaciones sobre esta búsqueda de los robots. Hari, explícanos las dificultades políticas que podrían seguir, si esos cambios se propagan. Háblale a Farad de…
—Jo-Jo Joranum, sí, lo sé —dijo Sinter, con labios finos y mejillas blancas—. Un aspirante a usurpador de Mycogen. Estúpido y fácil de manipular… en parte por ti, ¿verdad, profesor Seldon?
—Su nombre se mencionó —dijo el emperador, mirando a un lado como si empezara a aburrirse.
—En verdad —dijo Hari—, Joranum era sólo un síntoma de un mito más vasto, con consecuencias mucho peores en otros mundos aparte de Trantor. —Un mito que no he analizado, medido ni investigado… y todo por las prohibiciones de Daneel. Hari comprendió que le costaría hablar sobre el asunto. Carraspeó. Sinter le ofreció un pañuelo, pero Hari sacudió la cabeza y sacó el suyo. La aceptación de esa prenda también podía interpretarse mal. ¿Y podrá ser peligroso? ¿Trantor y el Imperio han llegado a eso? De un modo u otro, Hari no caería en esa trampa tan sencilla—. En el mundo de Sterrad. Nikolo Pas.
El emperador miró inexpresivamente a Hari.
—No sé nada de Nikolo Pas.
—Un carnicero, alteza —explicó Sinter—. Responsable de la muerte de millones.
—Miles de millones, en realidad —dijo Hari—. En una vana búsqueda de humanos artificiales que según él se estaban infiltrando en el Imperio.
El emperador miró a Hari unos segundos, con rostro blando.
—Yo tendría que saber de su existencia, ¿verdad?
—Murió en Rikerian el año anterior a tu nacimiento, alteza —dijo Sinter—. No es un momento glorioso de la historia imperial.
Algo había cambiado en el ambiente. Klayus tenía un aire de amargura y decepción, como si se anticipara a un deber desagradable. Hari miró a Sinter y vio que el consejero privado estaba estudiando la expresión de su emperador con cierta preocupación. Entonces comprendió que Klayus y Sinter jugaban con él. El emperador ya estaba al corriente del asesinato de ciudadanos de Trantor. Pero ni Sinter ni sus tutores le habían hablado de Nikolo Pas, y esto lo perturbaba.
—No se supone que yo sea tan ignorante —dijo Klayus—. Realmente debería dedicar más tiempo al estudio. Cuéntame, Cuervo. ¿Qué hay con Nikolo Pas?
—En décadas pasadas, y cada pocos siglos, alteza, hubo marejadas e incluso borrascas de turbación psicológica, centradas en el mito de los Eternos.
Sinter hizo una mueca visible. Hari sintió cierta satisfacción.
—El resurgimiento de ese mito —continuó— ha conducido casi invariablemente a la conmoción social, y en algunos casos extremos al genocidio. Realicé una entrevista con Nikolo Pas cuando servía a Cleon como primer ministro, alteza. Pasé varios días hablando con él, un par de horas por vez, en su celda de Rikerian.
Los recuerdos parecían llenar la mente de Hari.
—¿Qué creía Pas? —preguntó el emperador. En la sala los criados estaban en sus puestos. Todos los arreglos habían concluido, la cena se demoraba; no se podía permitir que entraran los huéspedes hasta que se hubiera ido el emperador, para realizar una entrada más formal más tarde. A Klayus no parecía importarle.
—Pas sostenía haber capturado un humano artificial activo. Sostuvo que lo había puesto… —Hari carraspeó de nuevo. En este contexto le costaba usar la palabra «robot». Se sentía expuesto y en desventaja, pues la prohibición que le impedía mencionar la naturaleza de Daneel se había difundido a otras zonas de la memoria y la voluntad—. Sostenía haber aislado al humano artificial…
—Robot. Podríamos estar aquí toda la noche —dijo Klayus con impaciencia.
Eso pareció romper una barrera, y Hari asintió.
—Robot. En un lugar muy seguro. El robot se desactivó a sí mismo.
—¡Qué pasmoso, qué noble! —exclamó Klayus.
—Pas sostenía que sus científicos diseccionaron y analizaron el cuerpo. Pero el cuerpo, esa forma mecánica inactiva, fue sacado de ese ámbito seguro y desapareció sin dejar rastros. Allí comenzó la cruzada de Nikolo Pas. Los detalles son demasiado largos y truculentos para mencionarlos aquí, alteza, pero estoy seguro de que podrás hallarlos en la Biblioteca Imperial.
Los ojos de Klayus eran como canicas en la cabeza de una imagen de cera, y apuntaban a Hari. Se volvió hacia Sinter.
—Tu argumento parece obvio, Hari. Profesor Seldon, ¿puedo llamarte Hari?
El emperador ya le había preguntado esto en su conversación anterior, pero Hari no lo mencionó. Una vez más, respondió:
—Sería un honor, alteza.
—El argumento es que estas oleadas de infortunio comienzan inevitablemente cuando un alto funcionario se obsesiona e inicia investigaciones fútiles. Y cuando las investigaciones se descontrolan, le cuestan al Imperio muchas vidas y muchos bienes. Supersticiones. Mitos. Siempre peligrosos, como las religiones.
Sinter no dijo nada. Hari se limitó a asentir. Ambos tenían la frente perlada de humedad. El emperador parecía reflexivo y calmo.
—Estoy dispuesto a jurar que mi consejero privado no padece de semejantes delirios, Hari. Espero que te quedes tranquilo.
—Sí, alteza.
—Y tú, Farad, ¿comprendes la profundidad de la preocupación de Hari, que viene aquí a comunicarme esta información sobre el estado de la percepción burocrática y popular? ¡Los ciudadanos! Como un mar de susurros. ¡Los Grises! ¡Los eternos manipuladores del destino humano, el mayor poder por debajo del palacio! Y la nobleza… barones y aristócratas, arrogantes, conspiratorios… Tan importantes, y tan a menudo presa de obsesiones fluctuantes, ¿eh?
Hari no comprendió a qué se refería el emperador.
—No hay rencor contra Hari, ¿eh, Farad?
—Claro que no, sire. —Sinter miró a Hari con una sonrisa luminosa.
—Aun así… —Klayus apoyó la barbilla en una mano y se tocó los labios con un dedo—. ¡Qué historia asombrosa! Tendré que examinarla. ¿Y si el carnicero tenía razón? Eso cambiaría todo. ¿Qué pasaría entonces?
Klayus se volvió para recibir un mensaje del principal sirviente del comedor, un lavrentiano mayor y taciturno.
—Mis huéspedes, incluido el comisionado mayor, están esperando —dijo el emperador—. Hari, algún día debes cenar a la mesa conmigo, como sin duda hiciste con el infortunado Cleon y el casi igualmente infortunado Agis. Sin embargo, como en este momento no gozas de la simpatía de Linge Chen, esta noche no sería una ocasión apropiada. Mis sirvientes te conducirán al palacio. Mi consejero privado y yo te damos las gracias, Cuervo.
Hari hizo una reverencia y dos corpulentos sirvientes, probablemente Especiales disfrazados, ocuparon posiciones en sus flancos. Mientras se lo llevaban de la cámara y pasaba bajo el asombroso candelabro, las puertas de la derecha se abrieron y entró Linge Chen. Sus ojos se cruzaron con los de Hari, y Seldon sintió un temblor emocional que no pudo identificar. Despreciaba a Chen, pero el hombre estaba cumpliendo un papel muy importante en el Plan.
Estaban íntimamente conectados, tanto política como históricamente, y Hari no sintió satisfacción al detectar cierta tristeza en los rasgos del comisionado. Como si hubiera perdido a un amigo, pensó. Yo también he perdido a casi todos mis amigos y seres queridos. Han muerto o se han ido. Desaparecido. ¡Y de algunos ni siquiera puedo hablar!
Hari saludó cordialmente a Chen. El comisionado desvió los ojos como si Hari no existiera.
Los dos criados corpulentos se lo llevaron del palacio, y Hari aguardó en una parada de taxis para regresar a la biblioteca y a sus aposentos, mucho más cómodos aunque mucho más humildes.
En el taxi, apoyado en los cojines del asiento trasero, Hari cerró los ojos y respiró profundamente. Quizá no durase más que el tiempo que uno de los agentes de Sinter necesitaría para dispararle. ¿Qué le diría a Wanda? ¿Había triunfado o había empeorado las cosas?
Era imposible saber cuán inteligente era el emperador, cuánto control podía o deseaba ejercer sobre sus consejeros y ministros. Al parecer Klayus I era un maestro en el arte de ocultar su carácter y sus emociones, por no mencionar sus intenciones.
Aun así, Hari sabía desde tiempo atrás que Klayus estaba condenado a un reinado breve. Las probabilidades de que Chen lo asesinara o depusiera en los dos próximos años ascendían al sesenta por ciento, al margen de su carácter o inteligencia, de acuerdo con las interpretaciones inmediatas que derivaban de las ecuaciones de su Radiante Prima.
En su apartamento de la biblioteca, Hari se desvistió y se duchó, se puso una bata y se sentó en su sencilla cama. Miró sus mensajes. Los respondería cuando regresara a su oficina el día siguiente.
Ese apartamento no tenía ventanas, ningún lujo; era un sencillo rectángulo de dos habitaciones con un techo un poco más alto que su cabeza. En todo Trantor, era el único lugar donde podía sentirse cómodo, seguro, relajado. La única habitación donde esas ilusiones podían prevalecer.