17

Klia Asgar se aproximó a su contacto en Fleshplay, un rudo pero popular recreo familiar y laboral en las inmediaciones de Dahl, cerca del sector de entretenimiento Little Kalgan. Allí, los actos y juegos de Little Kalgan eran probados con clientes muy recios antes de exportarlos a otras partes de Trantor.

Fleshplay estaba lleno de letreros luminosos que trepaban por las paredes de los edificios hasta el techo del domo, anunciando nuevos espectáculos y actores, viejos favoritos revividos en el teatro Polvo de Estrellas, bebidas populares, stimulk, estimulantes importados prohibidos. Klia echó un sediento vistazo a las cascadas de bebidas proyectadas.

Había permanecido veinte minutos en una tienda esperando a su contacto, sin atreverse a abandonar esa posición ni siquiera por el tiempo que podía tardar en ir a buscar una bebida en un puesto callejero.

Observaba las multitudes no sólo con los ojos, y veía algo más que los detalles de la superficie. En la superficie todo parecía estar bien. Al anochecer, hombres, mujeres y niños paseaban con lo que en Dahl consideraban indumentaria para el ocio: blusas blancas, culotes negros con rayas rojas en la cintura para las mujeres, monos rosados para los prepubescentes, ropa negra más dinámica para los hombres. Sin embargo, una mirada más atenta mostraba la tensión.

Estas eran las clases más altas de los ciudadanos de Dahl, los operarios más afortunados del turno diurno y las tareas de gestión, el equivalente funcional de los omnipresentes burócratas grises de otros sectores, pero había hostilidad en sus rostros cuando no respondían a las bromas ni sonreían forzadamente. Sus vidriosos ojos lucían fatigados tras meses de decepción y muchos despidos. Klia podía leer también los colores de sus emociones internas. Breves pantallazos, pues estaba ocupada en otra cosa: rojos furibundos y murmullos verdes y biliosos ocultos en la profundidad de la mente, no auras, sino pozos en los que sólo podía atisbar desde ciertas perspectivas mentales.

En esto no había nada extraordinario; Klia sabía cuál era el ánimo de Dahl, y en general trataba de ignorarlo. La inmersión plena no sólo la distraería, sino que podía ser contagiosa. Tenía que permanecer aislada del rebaño para mantener su concentración.

Reconoció al chico en cuanto lo vio en la calle. Era un año mayor que ella, más bajo y corpulento, con rostro arrugado y cicatrices en la mejilla y la barbilla, insignias pandilleras de la calle más recia de Billibotton; ella le había pasado mercancía e información varias veces el año pasado, cuando no se conseguían mejores trabajos. Quizás ahora lo viera con mayor frecuencia, y no le gustaba. Era difícil de convencer.

En los últimos días había sido casi imposible encontrar buenos trabajos. Se sabía que Klia estaba marcada; pocos se fiaban de ella. Sus ingresos habían descendido a casi nada y, peor aún, había escapado a duras penas de una pandilla de matones cuyo jefe no conocía. Había gente nueva con nuevas alianzas, presentando nuevos peligros.

KIia aún confiaba en su destreza para escabullirse de cualquier situación peligrosa, pero el esfuerzo la estaba agotando. Anhelaba un lugar tranquilo con amigos, pero tenía pocos amigos, y ninguno dispuesto a cobijarla en estas circunstancias.

Era suficiente para hacerle repensar su filosofía de la vida.

El chico de cara fruncida vio a Klia cuando ella quiso que la viera, luego disimuló exageradamente que la ignoraba. Ella hizo lo mismo, pero se le acercó, mirando en torno como si esperase a otra persona.

Cuando estuvieron a poca distancia, el chico dijo:

—No nos interesa lo que traes hoy ¿Por qué no te largas de Dahl y molestas a otro?

La brusquedad y la rudeza no significaban nada. Klia estaba acostumbrada.

—Tenemos un contrato —dijo sin inmutarse—. Yo entrego, vosotros pagáis. Mi jefe diurno no lo tomará a bien si vosotros…

—Por aquí dicen que tu jefe diurno está en los pozos —dijo el chico, mirándola con descaro—. Y también cualquier otro jefe diurno o nocturno que hayas tenido. ¡Incluso Kindril Nashak! Se cuenta que lo amenazaron con mandarlo a Rikerian, sin acusaciones. Esta advertencia es gratis, muchacha. No habrá más.

El dogal se cerraba.

—¿Qué hago con esto? —preguntó Klia, alzando la caja de hojalata que llevaba bajo el brazo.

—Por aquí dicen que no acepte nada ni pague nada. Ahora esfúmate.

Klia lo miró menos de un segundo. El chico sacudió la cabeza como tocado por un insecto zumbón, miró a través de ella. No informaría que la había visto. Si todos querían que se esfumara, y ya no había trabajo ni motivo para quedarse, era hora de esfumarse. La idea la asustaba; nunca había estado fuera de Dahl por más de horas. Tenía créditos para vivir menos de dos semanas, y muchos eran moneda del mercado negro que sólo servía para los comerciantes locales, que de todos modos ahora quizá rehusaran a negociar con ella.

Klia se dirigió hacia un vecindario menos próspero, conocido como «Fleshplay Blando», y atravesó el fracturado frente de plástico de un puesto de comida abandonado. Allí, entre envoltorios viejos y muebles rotos, cortó el sello de seguridad de su paquete y lo abrió para ver si contenía algo que tuviera valor fuera de Dahl.

Papeles y un librofilme. Los hojeó y examinó el sello del librofilme; cosas personales, en código, nada que pudiera descifrar ni vender en ninguna parte. Lo había sabido antes de abrirlo. Sólo manejaba entregas de precio reducido, a menudo entregas de refuerzo, información demasiado delicada para enviarla adonde los agentes de seguridad pudieran interceptarla, pero no tanto como para que alguien quisiera pagar grandes sumas a mejores mensajeros. Y en un tiempo había sido la mejor mensajera, una de las mejor remuneradas de Dahl, heredera de una tradición de miles de años, tan sofisticada, rebuscada en su lenguaje y sus ritos como cualquier comercio religioso fuera de Trantor. A veces, incluso documentos oficiales y públicos eran entregados a los mensajeros dahlitas por jefes diurnos legítimos, para garantizar una entrega más rápida ahora que otros sistemas de comunicaciones a menudo se atascaban o eran sometidos al escrutinio de la Comisión.

Para ella, todo se había reducido a nada en unos pocos días. Notó que estaba llorando. En silencio, pero estaba llorando.

Se enjugó la cara, se sopló la nariz en un envoltorio polvoriento pero razonablemente limpio, arrojó el paquete a la basura y salió de nuevo a la calle.

Una vez afuera, cruzó la calle y esperó unos minutos. Pronto vio la persona que la seguía, la que debía seguirla si fracasaba la entrega. Era una niña delgada y menuda, pocos años menor que ella, fingiendo que jugaba en la calle, vestida con una versión más discreta del mono negro de un operario de los pozos. Klia estaba demasiado lejos para persuadirla o sonsacarle información, pero no era necesario.

La niña entró en el puesto abandonado y segundos después salió con los jirones del envoltorio y el contenido del paquete. Klia había seguido mensajeros al principio, a veces haciendo la limpieza después de entregas fallidas. Ahora lo hacían por ella. Otro bofetón en la cara, el insulto definitivo.

El tráfico aumentaba. Al oscurecerse el techo, las luces de las marquesinas se volverían más brillantes y frenéticas, las multitudes buscarían un momento de alivio en sus vidas sórdidas. Para una persona perseguida, ese abarrotamiento podía ser fatal. En una multitud podía pasar cualquier cosa, y ella tendría dificultades para persuadir, ocultarse, hacer que las masas olvidaran y escabullirse rápidamente; podían encontrarla y matarla.

Pensó en el hombre de verde. Ese recuerdo no le provocaba hormigueos en el cuero cabelludo, pero tenla que caer mucho más bajo para renunciar a su independencia y unirse a un «movimiento», aunque sostuvieran que eran gente como ella. Y menos si eran como ella. La idea de estar entre personas que podían hacer lo que ella hacía… De pronto sintió un hormigueo en el cuero cabelludo. Con un gemido, se internó en las ondulantes multitudes, buscando la entrada de un zambullidor, esos grandes y antiguos ascensores que recorrían los niveles de Dahl y la mayoría de los demás sectores de Trantor.

Vara Liso, exhausta y ojerosa, rogó al estólido y joven mayor que la dejara descansar.

—Hace horas que estoy aquí —gruñó.

Le dolía la cabeza, tenía la ropa empapada de sudor, la visión borrosa.

El mayor Namm se acarició distraídamente las insignias imperiales, mordiéndose el labio inferior. Vara se concentró en él con un odio que rara vez había sentido, pero no se atrevió a lastimarlo.

—¿Nadie? —preguntó él con voz áspera.

—Hace tres días que no encuentro a nadie. Los han ahuyentado a todos.

Él se alejó del borde del balcón por donde se veía Fleshplay y la atestada avenida Trans-Dahl. Muchedumbres de peatones pasaban bajo el balcón, mientras que trenes y tranvías en raíles elevados y angostos carriles gruñían a pocos metros de altura, sacudiendo el apartamento vacío. Vara había escrutado la muchedumbre desde ese lugar durante siete horas; anochecía rápidamente y los brillantes letreros de la avenida comenzaban a darle jaqueca. Sólo quería dormir.

—El consejero Sinter desea ver resultados —dijo el joven mayor.

—¡Farad debe preocuparse por mi salud! —replicó Vara—. Si me enfermo o me agoto, ¿qué hará? ¡Soy toda la munición que tiene en esta pequeña guerra! —Su tono la sorprendió. Estaba en el límite de su resistencia. Pero en vez de concentrarse en las necesidades de Farad, desplazó la carga hacia el mayor—. Si mi efectividad disminuye por culpa de usted… ¿qué dirá el consejero Sinter?

El joven mayor reflexionó sobre esta posibilidad sin manifestar ninguna emoción.

—Usted es la que debe responder ante él. Yo sólo estoy aquí para vigilarla.

Vara Liso contuvo un arrebato de furia. ¡Cuánto se arriesgan! ¡Ni siquiera lo saben!

—Bien, lléveme a un sitio donde pueda descansar —exigió—. Ella no se encuentra aquí. No sé dónde está. ¡Hace tres días que no la detecto!

—El consejero Sinter tiene especial interés en que usted la encuentre. Usted dijo que era la más fuerte…

—¡Aparte de mí! —gritó Vara—. ¡Pero no la he sentido!

El mayor rubio pareció entender que Vara no trabajaría más ese día.

—El consejero se sentirá defraudado —dijo, y se mordió de nuevo el labio inferior.

¿Son todos idiotas?, se preguntó Vara, pero comprendió que no ganaría nada con enfurecerse y dejar que el agotamiento la dominara, e incluso podía impedirle obtener lo que quería de Sinter.

—Necesito estar a solas un rato, descansar, no hablar —dijo con voz ronca—. Podemos intentarlo de nuevo mañana, en otro sector. Necesito trabajar en una zona más pequeña, a lo sumo unas manzanas. Necesitamos más agentes y mejor información.

—Desde luego —dijo el mayor, con actitud más razonable—. Nuestra inteligencia ha sido deficiente. Lo intentaremos de nuevo mañana.

—Gracias —murmuró ella. El mayor caminó hasta la puerta del apartamento vacío y la abrió para ella. Vara estaba por trasponerla cuando la atravesó un agudo pinchazo de algo que sólo podía llamar «envidia»: la súbita conciencia de que estaba cerca de un semejante con talentos similares a los suyos. Palideció y tartamudeó—: T-t-todavía no. ¡Ella está aquí!

—¿Dónde? —preguntó el mayor, empujándola hacia la ventana.

—Sí, sí, sí —murmuró Vara mientras él la empujaba. Me tratan como un animal. Pero la emoción de la caza era fuerte. Señaló con un dedo trémulo y se enjugó los labios con el dorso de la otra mano—. ¡Allá abajo! ¡Está cerca!

El agente miró la multitud, siguiendo el dedo de la mujer. Una muchacha rápida y borrosa corría en medio de la muchedumbre hacia la entrada de un zambullidor.

Usó su comunicador para alertar a otros agentes de la calle.

—¿Está segura? —le preguntó a Vara, pero ella sólo podía señalar y frotarse los labios, tan fuerte era la sensación. Tuvo que esforzarse para no temblar. Esa sensación la sacaba de quicio. La había conocido cuando estaba cerca de los demás integrantes del grupo de Wanda y Stettin, pero nunca con tal fuerza. Envidia, un dolor en el pecho, como si esa chica pudiera robarle todo en la vida y dejar sólo expectativas vacías y una decepción sin fin.

—¡Ella! —dijo—. ¡Captúrela, por favor!

Klia sintió un ardor en el cuero cabelludo, y gritó mientras se metía en el coche del zambullidor. Dos hombres mayores de grueso bigote negro y entrecano la miraron con preocupación.

Klia no podía ver por encima de sus hombros. Saltó y entrevió dos hombres de rasgos macizos corriendo hacia las puertas abiertas. Las puertas empezaron a cerrarse; los agentes le gritaron que se detuviera y activaron codificadores cromáticos para controlar el mecanismo.

Klia metió la mano en el bolsillo y sacó una llave de mantenimiento, ilegal pero común entre los mensajeros. Las puertas del ascensor vacilaron, se detuvieron. Ella hundió la llave en el panel de control y gritó:

—¡Emergencia! ¡Abajo, ya!

Las puertas volvieron a cerrarse. Los dos hombres no llegaron y golpearon el exterior, gritándole que se detuviera. Los hombres mayores procuraron evitarla.

—¿Dónde queréis bajar? —preguntó ella sin aliento, sonriendo.

—El próximo nivel, por favor —dijo uno de ellos.

—De acuerdo. —Ella dio instrucciones al zambullidor, luego hizo que los dos hombres olvidaran lo que habían visto.

Bajaron en el nivel siguiente, y Klia ordenó a las puertas que se cerraran. Con un suspiro, se apoyó en la pared sucia.

—Instrucciones de emergencia —dijo una voz áspera y metálica—. ¿Qué nivel de mantenimiento?

Ella sondeó con toda su fuerza mental y encontró lugares problemáticos para muchos niveles de arriba y abajo. El cuero cabelludo aún le ardía. Tenía que alejarse de los equipos que la buscaban. Había una sola dirección viable… abajo.

—Al fondo —respondió—. Cero.

Cuatro kilómetros bajo todos los niveles ocupados… Los ríos suburbanos.