Después de cinco días de soledad, Lodovik había caído en el equivalente robótico de un coma. Sin nada que hacer, sin modo de hacerse útil, sin nadie a quien servir, no tenía más opción que entrar en un período de inmovilidad o enfrentar graves daños para sus circuitos. En este coma robótico, sus pensamientos se movían muy despacio; él conservaba las pocas exploraciones mentales que le quedaban, y así evitaba un apagón total. Un apagón total sólo podía ser remediado por un humano o un robot de mantenimiento.
En la lentitud de sus pensamientos, Lodovik trató de evaluar sus cambios. Era seguro que había cambiado; lo detectaba en sus patrones clave, en los diagnósticos. El flujo de radiación del frente de choque de la supernova había alterado parte del carácter básico de su cerebro positrónico. Y había algo más. La hipernave flotaba a la deriva a días-luz de Sarossa, lejos de toda comunicación que atravesara la geometría de estado, incapaz de recibir radio hiperonda. No obstante, Lodovik estaba seguro de que alguien o algo lo había examinado, entrometiéndose en sus programas y procesos.
Daneel hablaba de entidades meméticas, seres cuyos pensamientos no se inscribían en la materia sino en los campos y plasmas de la galaxia, inteligencias que habían ocupado los procesadores de datos y redes de Trantor y se habían vengado de algunos robots de Daneel antes de la llegada de Lodovik al Mundo Capital del Imperio. Habían huido de Trantor más de treinta años atrás. Lodovik sabía poco acerca de ellos; Daneel era renuente a mencionar los detalles. Quizás una entidad memética hubiera ido a inspeccionar la supernova, o a buscar energías en su violenta fulguración. Quizá se había topado con la hipernave perdida, lo había encontrado a él y lo había tocado.
Alterado.
Lodovik ya no estaba seguro de estar funcionando bien. Redujo aún más la velocidad de sus pensamientos, preparándose para un largo y frío siglo antes de la extinción.
Tritch y su primera piloto Trin observaban las actividades de Mors Planch con cierta preocupación. Él se había sumergido en las honduras del hipermotor con varias máquinas móviles de diagnóstico, a cierta distancia de las serpentinas activas de helio sólido y los cristales cubométricos con positúneles de cloruro de sodio —sal de mesa común— para evitar daños, pero aun así…
Tritch nunca había permitido que tocaran un hipermotor mientras la nave estaba en tránsito. Lo que hacía Planch la fascinaba y la asustaba.
Tritch y Trin observaban desde la galería, un pequeño balcón que se asomaba sobre la longitud de quince metros del núcleo del motor. El final del núcleo era oscuridad; Planch había colgado una lámpara sobre el lugar donde trabajaba, y lo aureolaba con un fulgor dorado.
—Debería decirnos qué está haciendo —dijo Tritch nerviosamente.
—¿Ahora? —preguntó Planch con irritación.
—Sí, ahora. Me tranquilizaría.
—¿Qué sabe usted de hiperfísica?
—Sólo que uno extrae las raíces profundas de todos los átomos que hay en una nave, los tuerce hacia la izquierda y los orienta en una dirección hacia la que normalmente no vamos.
Planch se echó a reír.
—Muy impresionista, querida Tritch. Me gusta. Pero con eso no untamos ninguna pastinaca.
—¿Qué es una pastinaca? —le preguntó Trin a Tritch. Ella sacudió la cabeza.
—Toda hipernave en viaje deja un rastro permanente en un oscuro ámbito denominado Espacio Mire, llamado así por Konner Mire. Fue mi maestro, hace cuarenta años. Ya no se estudia mucho porque la mayoría de las hipernaves llegan adonde van, y los actuarios del Imperio creen que no vale la pena molestarse en rastrear naves perdidas, pues son muy pocas.
—Una cada cien millones de viajes —dijo Trin, como para tranquilizarse.
Planch asomó entre dos tubos largos y empujó una máquina de diagnóstico que se alejó flotando del motor.
—Cada motor tiene una extensión que se hunde en el Espacio Mire mientras la nave está en tránsito, lo cual impide que la nave se transforme en partículas aleatorias. Viejas técnicas en las que no me explayaré me permiten conectarme a un monitor del motor y mirar los rastros recientes. Con un poco de suerte, podemos detectar un rastro con una punta deshilachada, como una soga cortada… esa será nuestra nave perdida. Mejor dicho, la huella de su último salto.
—¿Punta deshilachada? —preguntó Tritch.
—Una interrupción brusca del estado de hiperimpulso deja muchas discontinuidades, como una punta deshilachada. Una salida planificada resuelve esas discontinuidades, las alisa.
—Si es tan simple, ¿por qué nadie hace esto? —preguntó Tritch.
—Porque, como he dicho, es un arte perdido.
Ella resopló incrédulamente.
—Usted preguntó —dijo Planch, la voz sofocada y hueca en la sala de máquinas—. Hay una probabilidad entre cinco de meter la pata. Saldríamos disparados del hiperespacio, desparramados en un tercio de año-luz.
—Usted no mencionó eso —le dijo Tritch con cierta tensión.
—Ahora sabe por qué.
Trin maldijo entre dientes y miró acusadora a su capitana.
Planch trabajó varios minutos más y se asomó de nuevo. Trin se había ido del balcón, pero Tritch aún estaba ahí.
—¿Sigue en pie la oferta de las botellas de Trillian? —preguntó.
—Si no nos mata antes —respondió ella de mal humor.
Él se alejó flotando de los cilindros y empujó las máquinas de diagnóstico hacia la escotilla.
—¡Espléndido! Pues creo que la he encontrado.