Hari vivía en aposentos sencillos en el terreno de la universidad, en su tercer apartamento desde la muerte de Dors Venabili. No encontraba un lugar donde se sintiera a sus anchas; al cabo de unos meses —en este caso diez años— se sentía cada vez más insatisfecho con el ambiente, por blanda e insulsa que fuera la decoración, y se mudaba a otro. Con frecuencia pasaba la noche en una sala de la biblioteca, explicando que necesitaba ponerse a trabajar temprano por la mañana, lo cual hacía, aunque no era su principal motivo para quedarse.
Dondequiera estuviese, Hari se sentía solo.
No le importaba valerse de su rango en la universidad, y de su prestigio en la Biblioteca Imperial, para obtener una nueva vivienda. Se concedía algunas excentricidades tal como se permitía mantenimiento extra a un motor viejo, para concluir su tarea sin desperfectos.
El final era difícil; tenía muchos recuerdos de los comienzos, y eran mucho más estimulantes y satisfactorios que cualquier cosa que la realidad pudiera generar estas alturas de su vida.
Por esa razón, casi ansiaba que llegara el juicio, la oportunidad de enfrentar a Linge Chen directamente y forzar la mano del emperador, su última y más grandiosa maniobra. Sabía que entonces todo terminaría.
Cuando era primer ministro de Cleon I había aprovechado su posición, en raras ocasiones, para reunir la información que más necesitaba. Entonces uno de los problemas cruciales de la psicohistoria era la noción de variación cultural y genética imprevista, es decir, cómo incluir en el cálculo la posibilidad de individuos extraordinarios.
En esa época no había tomado en serio los poderes psíquicos de individuos como su nieta, o el padre de ella, Raych; entonces no sabía nada sobre esas cosas, salvo en lo abstracto, y no había pensado con demasiado vigor en los poderes de Daneel en ese aspecto.
Todos ellos tenían talento especial para la persuasión, y en los últimos años había procurado que la psicohistoria tuviera en cuenta este talento, en el nivel ejercido por Wanda.
En la época en que era primer ministro, sin embargo, le preocupaba un problema histórico y político más común: la ambición desmedida, asistida o no por el carisma personal. En el Imperio abundaban los ejemplos para estudiar, y él había examinado estos episodios políticos como mejor podía, desde lejos…
Pero no había sido suficiente. Con la ciega e implacable determinación que lo caracterizaba frente a un problema psicohistórico, y contra los deseos de Dors, Hari había solicitado a Cleon que trasladara a Trantor a cinco individuos de esa raza política, el tirano implacable y carismático. Los habían exiliado de sus mundos después de su rebelión contra la autoridad imperial; estas rebeliones se producían en uno de cada mil mundos, una vez cada año estándar. Con frecuencia eran ejecutados en secreto; a veces eran desterrados a rocas solitarias donde vivían privados de nuevas víctimas.
Hari había pedido a Cleon que le permitiera entrevistar a los cinco tiranos y aplicar ciertos procedimientos médicos y psicológicos razonablemente discretos y objetivos.
Recordaba claramente el día en que Cleon lo había llamado a sus barrocos aposentos privados y le había sacudido en la cara el papel donde Hari había escrito la solicitud.
—¿Me pides que traiga a estas alimañas a Trantor? ¿Que subvierta procedimientos legales y postergue ejecuciones para que tú puedas satisfacer tu curiosidad?
—Es un problema muy importante, alteza. No puedo predecir nada si no tengo una comprensión cabal de esos individuos extraordinarios, y cuándo y cómo aparecen en las culturas humanas.
—Vaya. ¿Y por qué no me estudias a mí, primer ministro Seldon?
Hari sonrió.
—No coincides con la descripción, alteza.
—No soy un psicópata delirante, ¿verdad? Bien, al menos crees que soy redimible. Pero traer estos monstruos obscenos a mi mundo… ¿Qué harías si escaparan, Hari?
—Confiar en que tus fuerzas de seguridad los capturen, alteza.
El emperador resopló.
—Me temo que carezco de tu confianza en la Seguridad Imperial. Estos monstruos son como cánceres… sólo tienen talento para crear organizaciones tumorosas y subvertir todo en su propio beneficio. En verdad, Hari, ¿qué esperas lograr?
—Es mucho más que simple curiosidad, emperador. Estas personas pueden alterar el flujo de los acontecimientos humanos tal como los terremotos cambian el cauce de los ríos.
—No en Trantor.
—En realidad, sire, sólo el otro día…
—Estoy enterado de eso, y lo arreglaremos pronto. ¡Pero estos hombres y mujeres son aberraciones, Hari!
—Bastante comunes en la historia humana…
—Y tan bien comprendidos que podemos describirlos y eliminarlos de los puestos imperiales. Casi siempre.
—Sí, sire, pero no siempre. Necesito llenar esas lagunas.
—¿Sólo por la psicohistoria, Hari?
—Veré si puedo mejorar esas descripciones, alteza, y quizá lograr que los tiranos sean aún más raros en tus mundos.
Cleon reflexionó unos segundos, el dedo en la barbilla. Luego se apartó el dedo de la cara, giró en un pequeño círculo y dijo:
—De acuerdo, primer ministro. Tenemos nuestra excusa política, si la necesitamos. ¿Cinco?
—Todos los que pueda estudiar en el tiempo concedido, sire.
—¿Los peores?
—Tú estás familiarizado con los nombres que he solicitado.
—Nunca conocí personalmente a ninguno, ni les di personalmente el imprimátur imperial, Hari.
—Lo sé, sire.
—Tus textos de psicohistoria no me culparán de lo que hicieron ellos, ¿verdad?
—¡Claro que no!
Y así Hari se había salido con la suya. Habían trasladado a los cinco tiranos a Trantor y los habían instalado en la prisión de máxima seguridad del Sector Imperial, Rikerian.
Se habían realizado las primeras reuniones…
Hari estaba sumido en sus evocaciones cuando el apartamento anunció que su nieta estaba frente a la puerta y deseaba verle. Hari siempre se alegraba de ver a su nieta, sobre todo en el limitado tiempo que les quedaba para compartir… ¡pero ahora! Cuando estaba en la pista de algo importante…
Pero hacía semanas que no veía a Wanda. Ella y su esposo Stettin Palver se habían dedicado a agrupar mentálicos de los ochocientos sectores de Trantor, y no habían tenido tiempo para visitas sociales. Dentro de semanas, apenas concluyera el juicio, los mentálicos se irían a Star’s End, para iniciar la obra de la clandestina Segunda Fundación.
Hari se levantó y juntó fuerzas antes de ponerse la toga y ordenar a la puerta que se abriera. Wanda entró, trayendo consigo una correntada de aire frío, y los olores de los pasillos: levadura de cocina (¡ninguna exquisitez de Mycogen!), ozono, algo parecido a la pintura fresca.
—Abuelo, ¿te has enterado? ¡El emperador nos persigue!
—¿A quién, Wanda? ¿A quién persigue?
—¡A los mentálicos! Han corrompido a una integrante de nuestro grupo y ella ha confesado toda clase de extravagancias, mentiras para salvar el pellejo. ¿Cómo pudo ese niño hacer esto? ¡Es totalmente ilegal perseguir ciudadanos y asesinarlos!
Hari alzó las manos y le imploró que se calmara.
—Cuéntame todo desde el principio —dijo.
—El principio es una mujer llamada Liso, Vara Liso. Fue una de las personas que escogimos para la Segunda Fundación. Desde el principio me pareció inestable, y Stettin estaba de acuerdo conmigo, pero era muy habilidosa, persuasiva y sensible. Pensamos que podíamos usarla para acelerar la búsqueda de otros mentálicos, si no confiábamos en ella para que nos acompañara en la fuga.
—Sí, la conocí en la última reunión —dijo Hari—. Una mujer menuda y crispada.
—Como un ratoncito —confirmó Wanda—. Fue al palacio el mes pasado, sin que lo supiéramos…
—¿Con quién habló?
—¡Farad Sinter! —Wanda escupió el nombre.
—¿Y qué le contó?
—No lo sabemos, pero Sinter tiene policías secretos a la caza de ciertos mentálicos, y si los encuentran, los matan… ¡de un balazo en la cabeza!
—¿Los nuestros? ¿Los que hemos escogido para el Proyecto?
—Asombrosamente, no. No existe una correlación estricta. Pero han matado candidatos con los que ni siquiera habíamos conversado.
—¿Sin siquiera arrestarlos para un interrogatorio?
—Sin delicadezas. Asesinato puro y simple. Abuelo, así nunca llenaremos nuestro cupo. Nuestra clase de persona no es común.
—No conozco personalmente a Sinter —reflexionó Hari—, aunque algunos de los suyos me entrevistaron el año pasado. Por lo que recuerdo, quería saber algo sobre las leyendas de Mycogen.
—¡Están revolviendo Dahl, buscando a una joven mujer! Aún no sabemos su nombre, pero en Dahl algunos de los nuestros la han sentido… casi la encontraron. Un talento extraordinario y poderoso. Estamos seguros de que es la que buscan. Espero que pueda sobrevivir el tiempo suficiente para que nosotros la encontremos primero.
Hari invitó a Wanda a sentarse a su mesilla y le ofreció una taza de té.
—Sinter no parece tener interés en mí ni en el Proyecto, y estoy seguro de que ninguno de ellos conoce nuestro interés en los mentálicos. Me pregunto qué se propone.
—¡Es una locura! —dijo Wanda—. ¡El emperador no lo contiene, y Linge Chen no hace nada!
—La locura es su propio fin, y su propia recompensa —murmuró Hari. Estaba enterado del descontento popular que había provocado Sinter con su manejo del problema de Sarossa—. Quizá Chen sepa lo que está haciendo. Entretanto, debemos sobrevivir y mantener el Proyecto en línea.
Ni siquiera la gravedad de las noticias que traía Wanda impidió que la intrusión irritara a Hari. En todo caso, aumentaba su enfado. Ansiaba que lo dejaran en paz para reflexionar sobre los tiranos y sus entrevistas. Un detalle importante se agazapaba en esos recuerdos, aunque no podía identificarlo… Sin embargo, le pidió a Wanda que se quedara a cenar, para calmarla y ver si ella sabía algo más.
Y durante la cena, Hari unió súbitamente sus recuerdos y ecuaciones, y encontró el vínculo que buscaba. El vínculo era su vaga sensación de que se había cruzado con Daneel. ¿Cuándo? ¿Dónde? Estaba cada vez más seguro de que lo había visto, y de que Daneel le había dicho algo ridículo y potencialmente dañino… acerca de Farad Sinter.
—Pediré una audiencia —le dijo Hari a Wanda, mientras sacaban el postre. Ella puso las tazas de budín frío en la mesa y añadió un cocohielo para ella, un gusto que había heredado del padre, Raych.
—¿Con quién? —preguntó—. ¿Sinter?
—No con él, todavía no. Con el emperador.
—Es un monstruo, un niño terrible. Abuelo, no lo permitiré.
Hari rio secamente.
—Querida Wanda, me he metido en la boca del león desde mucho antes que tú nacieras. —La miró seriamente un momento y preguntó en voz baja—: ¿Por qué? ¿Percibes que algo andará mal?
Wanda desvió los ojos, lo miró de nuevo.
—Sabes por qué hemos continuado la búsqueda de mentálicos, abuelo.
—Sí. Tú y Stettin habéis descubierto que vuestras facultades se desvanecen por razones desconocidas. Estáis buscando un grupo más estable cuyas fuerzas y flaquezas se compensen y produzcan una influencia constante.
—En las últimas semanas no he oído a nadie con claridad, abuelo. No sé qué podría pasarte. No veo nada… en blanco.