Mors Planch, en sus cincuenta años de servicio al Imperio (y a sus propios intereses) había visto cómo las cosas iban de mal en peor con sombría calma. En apariencia nunca se alteraba; hablaba con serenidad y estaba acostumbrado a llevar a cabo misiones extraordinarias, pero nunca pensó que alguien —¡nada menos que Linge Chen!— lo llamaría para una tarea tan prosaica como ir en busca de una nave estelar perdida. ¡Y además una nave de investigación!
Desde el balcón de acero del atracadero del puerto espacial de Trantor Central, miraba las largas hileras de naves imperiales con forma de bala, color bronce y marfil, relucientes y bruñidas en la superficie, atendidas por tripulaciones que cumplían su deber de manera cada vez más ritual y automática, sin saber nada de mecánica y electrónica, y mucho menos de física, sin saber nada sobre los detalles que permitían los milagrosos saltos de un extremo al otro de la galaxia.
Desdén, brillo y una pizca de ignorancia, como un eclipse al mediodía…
Olió el perfume de su solapa para ponerse de mejor humor. Los gratos aromas de mil mundos estaban programados en el diminuto botón, una extraordinaria antigüedad que Linge Chen le había dado siete años atrás. Chen era un hombre notable, capaz de comprender las emociones y necesidades de otros, sin tener ninguna propia, salvo la apetencia de poder.
Planch conocía bien a su jefe, y sabía de qué era capaz, pero no tenía que gustar de él. Chen pagaba muy bien, y si el Imperio estaba en plena putrefacción, Planch no tenía el menor empacho en eludir incomodidades e infortunios.
Una mujer espigada de cabello amarillo, diez centímetros más alta que Planch, apareció de pronto junto a él. Él alzó la vista y enfrentó esos ojos de ónix.
—¿Mors Planch?
—Sí. —Mors se volvió y extendió la mano. La mujer retrocedió y sacudió la cabeza; en su mundo, Huylen, el contacto físico en un mero saludo se consideraba una rudeza—. Y usted es Tritch, presumo.
—Presuntuoso pero cierto. Tengo tres naves que podemos usar, y he escogido la mejor. Privada, y con licencia para viajar a cualquier parte donde el Imperio desee comerciar.
—Sólo me llevará a mí, y necesitaré inspeccionar el hiperimpulso, realizar algunas modificaciones.
—¿Sí? —Tritch perdió su buen humor—. Ni siquiera me gusta que los expertos metan mano. Si funciona, no lo toque.
—Soy algo más que un experto —dijo Planch—. Y con lo que le pagan a usted, podría reemplazar tres veces toda la nave.
Tritch movió la cabeza en un gesto que Planch no supo interpretar. ¡Tantas costumbres sociales y matices físicos! Mil billones de seres humanos podían ser difíciles de comprender, sobre todo en el Centro, donde se cruzaban tantos caminos.
Caminaron hacia la puerta del atracadero donde estaban aparcadas las naves de Tritch.
—Usted me dijo que iríamos a buscar algo —dijo ella—. Y que sería peligroso. Por esa cantidad de dinero, acepto grandes riesgos, pero…
—Iremos hacia el frente de choque de una supernova —dijo Planch, mirando hacia delante.
—Ah. —Tritch calló apenas un instante—. ¿Sarossa?
Él asintió. Cogieron una vía peatonal, deslizándose tres kilómetros a lo largo de otras naves, la mayoría imperiales, algunas pertenecientes a las jerarquías superiores del palacio, el resto a capitanes mercantes con patente como Tritch.
—Rechacé cuatro solicitudes de lugareños que querían que fuera allá a rescatar a sus familias.
—Hizo bien —dijo Planch—. Su trabajo de hoy soy yo, no ellos.
—¿Cuán arriba llega esto? —preguntó Tritch con irritación—. O quizá debería preguntar cuánta influencia tiene usted.
—Ninguna. Hago lo que me dicen, y no hablo mucho acerca de mis órdenes.
Tritch manifestó sus dudas con una contorsión cortés, caminó hasta la planchada y ordenó a la nave que abriera sus compuertas de carga. La nave era un vehículo de aspecto limpio, de doscientos años, con motores autocorrectores. ¿Pero cómo saber si las unidades de autocorrección funcionaban bien? Hoy en día la gente confiaba demasiado en sus máquinas, en gran parte porque no quedaba más remedio.
Planch reparó en el nombre de la nave: Flor del Mal.
—¿Cuándo partimos?
—Ahora —dijo Planch.
—¿Sabe que su nombre me resulta familiar? —dijo Tritch—. ¿Es de Huylens?
—¿Yo? —Planch sacudió la cabeza con una risotada mientras entraban en la cavernosa bodega—. Soy demasiado bajo, Tritch. Pero mi gente fundó el asentamiento seminal que colonizó su mundo, hace mil años.
—¡Eso lo explica! —dijo Tritch con otra contorsión, manifestando placer (supuso él) ante esa posible conexión histórica. Los huylenianos eran gente tribal que adoraba la historia profunda y la genealogía—. ¡Me honra tenerle a bordo! ¿Qué le gusta beber, Planch? —Señaló cajas llenas de bebidas exóticas, rodeadas por un campo de seguridad en un rincón de la bodega.
—Por ahora, nada —dijo Planch, pero echó una ojeada satisfecha a las etiquetas. Vio en diez cajas una etiqueta que le aceleró el pulso—. ¡Pequeños espacios! —exclamó—. ¿Es agua de vida trilliana?
—Doscientas botellas. Cuando hayamos terminado nuestro trabajo, podrá tener dos botellas. La casa paga.
—Es usted generosa, Tritch.
—Más de lo que cree, Planch.
Tritch le guiñó el ojo, y Planch inclinó la cabeza con galantería. Había olvidado cuán francos y pueriles podían ser los huylenianos, así como había olvidado muchos de sus gestos. Al mismo tiempo, se contaban entre los navegantes más rudos de la galaxia.
La compuerta se cerró, y Tritch llevó a Planch a la sala de máquinas, para examinar y modificar las partes más íntimas de su nave.