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El mayor Perl Namm de Investigaciones Especiales, Seguridad Imperial, asignado al sector Dahl, había esperado dos horas en la oficina privada del consejero imperial Farad Sinter. Se ajustó nerviosamente el cuello. El escritorio de Farad Sinter era liso y elegante, labrado en madera de Karon procedente de los jardines Imperiales, un regalo de Klayus I. La tabla del escritorio sólo sostenía un informador inactivo clase imperial. La placa con el sol y la nave espacial revoloteaba a un lado del escritorio. El alto techo de la oficina estaba sostenido por vigas de basalto trantoriano, con intrincados diseños florales tallados con haces energéticos. El mayor alzó los ojos hacia estas vigas, y cuando los bajó vio a Farad Sinter detrás del escritorio, con el ceño fruncido.

—¿Sí?

El rubio y compacto mayor Namm no estaba habituado a audiencias privadas de este nivel, y menos en el palacio.

—Segundo informe sobre la búsqueda de Klia Asgar, hija de Sonden y Bethel Asgar. Revisión del apartamento del padre.

—¿Qué más averiguó?

—Sus primeros tests de inteligencia fueron normales, no excepcionales. Sin embargo, después de los diez años esos tests revelan saltos extraordinarios. Luego, a los doce, revelan que es una idiota.

—Test de aptitud estándar, supongo.

—Sí, señor, adaptados a… bien, necesidades dahlitas.

Sinter caminó por la habitación y se sirvió un trago. No convidó al mayor, que de todos modos no habría sabido qué hacer con el buen vino. Sin duda sus gustos se limitaban a las formas más toscas de stimulk, o incluso a los estímulos más directos que eran más populares en los servicios militares y policíacos.

—No hay registros de enfermedad infantil, supongo —dijo Sinter.

—Hay dos posibles explicaciones para eso, señor —dijo el mayor rubio.

—¿Sí?

—Los hospitales de Dahl sólo suelen consignar enfermedades excepcionales. Y en esos casos, si las excepciones pueden crear una mala impresión del hospital, no informan nada en absoluto.

—Conque quizá nunca tuvo fiebre cerebral de niña, cuando casi todos los que poseen alguna inteligencia contraen fiebre cerebral.

—Es posible, señor, pero improbable. Sólo uno de cada cien niños normales escapa de la fiebre cerebral. Sólo los idiotas escapan por completo, señor. Quizá se haya salvado por esa razón.

Sinter sonrió. El oficial estaba lejos de su especialidad; la cantidad se acercaba más a uno cada treinta millones de normales, aunque muchos sostenían que nunca la habían tenido. Y esa afirmación en sí misma era sugerente, como si escapar brindara un prestigio especial.

—Mayor, ¿siente alguna curiosidad por los sectores que no patrulla?

—No, señor. ¿Por qué debería sentirla?

—¿Conoce la estructura más alta de Trantor… es decir, sobre el nivel del mar?

—No, señor.

—¿El sector más poblado?

—No, señor.

—¿El mayor planeta de la galaxia conocida?

—No. —El mayor frunció el ceño como si se burlaran de él.

—La mayoría de las personas ignoran estas cosas. A nadie le importa saberlas, y en todo caso se olvidan de ellas. La visión general se pierde en las minucias cotidianas que todos aprenden para sobrevivir. ¿Conoce los principios básicos del viaje por hiperimpulso?

—¡Por el cielo, no…! Perdón. No, señor.

—Personalmente, yo también los desconozco. No tengo la menor curiosidad por esas cosas. —Sinter sonrió agradablemente—. ¿Alguna vez se ha preguntado por qué Trantor parece tan deteriorada en la actualidad?

—A veces, señor, es un verdadero fastidio.

—¿Ha pensado en quejarse ante el consejo de su vecindario?

—No. Hay tanto de qué quejarse… ¿por dónde empezar?

—Por cierto. No obstante, usted es conocido como un oficial competente, quizás excepcional.

—Gracias, señor.

Sinter miró el bruñido suelo de piedracobre.

—¿No siente curiosidad por saber por qué me interesa tanto esa mujer, esa muchacha?

—No, señor.

El mayor creyó oportuno hacer un guiño conspiratorio. Sinter lo miró sorprendido.

—¿Usted cree que ella me interesa sexualmente? El mayor se enderezó abruptamente.

—No, señor. No me incumbe pensar nada por el estilo.

—Me espantaría estar cerca de ella demasiado tiempo, mayor Namm.

—Sí, señor.

—Nunca tuvo fiebre cerebral.

—No lo sabemos, señor. No hay registros. Sinter desechó esa frase con un ademán.

—Yo sé que ella nunca tuvo fiebre cerebral, ni ninguna otra enfermedad infantil. Y no porque fuera idiota. Era algo más que meramente inmune, mayor.

—Sí, señor.

—Y sus poderes pueden ser extraordinarios. ¿Y sabe cómo lo sé? Por Vara Liso. Ella detectó a esta muchacha en un mercado dahlita hace una semana. La consideraba una candidata óptima. Debería enviar a Vara Liso con usted en sus próximas rondas, para refinar la búsqueda.

El mayor no dijo nada, sólo permaneció en posición de descanso, los ojos fijos en la pared. Movió la nuez de Adán. Sinter sabía perfectamente lo que pensaba; el mayor no se creía todo esto, y sabía poco o nada de Vara Liso.

—Bien, ¿puede usted encontrarla, sin ayuda de Vara Liso?

—Con la cantidad suficiente de agentes, podemos encontrarla en un par de días. Mi pequeña dotación tal vez tardaría un par de semanas. Dahl no se encuentra con ánimo de colaborar, señor.

—No, supongo que no. Bien, encuéntrela, pero no intente arrestarla ni llamarle la atención. Usted fracasaría, tal como esa gente ha hecho fracasar a tantos otros…

—Sí, señor.

—Cuénteme lo que ella hace, a quién ve. Cuando yo dé la orden, usted le disparará con un arma de energía cinética de largo alcance, desde lejos, en la cabeza. ¿Entendido?

—Sí, señor.

—Como tan fielmente ha hecho antes.

—Sí, señor.

—Luego me entregará su cuerpo. A mí, no a los criminalistas, y en mis aposentos privados. Suficiente, mayor.

—Sí, señor. —El mayor Namm se marchó.

Sinter no confiaba en la competencia de ningún policía de ningún sector. Era fácil sobornarlos, pero las patrullas policiales de Sinter aún no habían logrado capturar un robot; todos los individuos perseguidos habían sido humanos, a fin de cuentas. Los robots los habían engañado astutamente. Pero Klia Asgar… una joven, al menos en su forma. ¿Cómo se las ingeniaba un robot para aparentar que crecía? Había muchos misterios que Sinter ansiaba resolver.

El efecto de la fiebre cerebral en la curiosidad, y en la civilización en general, no era el más interesante de esos misterios, de ningún modo. Ni siquiera era un misterio. Sinter sospechaba que los robots habían creado la enfermedad, quizá milenios antes, cuando los desterraron de los mundos humanos, con el objetivo de reducir sutilmente la capacidad intelectual, creando un Imperio que rara vez se rebelaría contra el centro… Sintió mareo ante las implicaciones. ¡Tantas sospechas, tantas teorías!

Con una sonrisa resuelta, Sinter se sumió en sus especulaciones durante varios minutos, luego acudió al informador para buscar el nombre del mayor mundo de la galaxia.

Sinter nunca había tenido fiebre cerebral; de algún modo se había librado de ella, pero su inteligencia estaba por encima de lo normal. Y era insaciablemente curioso.

Y totalmente humano. Farad Sinter se hacía radiografiar por lo menos dos veces por año para demostrárselo a sí mismo.

El mayor mundo habitado de la galaxia era Nak, un gigante gaseoso que giraba alrededor de una estrella de la Provincia de Halidon. Tenía cuatro millones de kilómetros de diámetro.

Ahora debía pensar en otros asuntos. De pie ante el escritorio —nunca se sentaba mientras trabajaba—, recorrió las noticias que le había dado el informador. Había un revuelo por el envío de más naves a Sarossa, después de la probable pérdida del Lanza de Gloria. Casi podía oler a Linge Chen detrás de la creciente indignación pública. Pero en realidad todo había sido obra de Klayus. Sinter le había seguido la corriente para dejar que el muchacho creyera que tomaba decisiones. Chen era un hombre muy inteligente.

Sinter se preguntó si Chen habría tenido fiebre cerebral.

Sumido en sus pensamientos, se sentó cinco minutos mientras los informes desfilaban por la pantalla, ignorándolos. Tenía tiempo de sobra para habérselas con el comisionado Chen.