—Revolvieron todo el apartamento —gimió Sonden Asgar, frotándose los codos y luciendo más pequeño y más frágil que nunca. Klia no había sentido gran respeto por su padre en los últimos años, pero aún sentía compasión por su desgracia… y una culpa constante que la impulsaba a hacerse responsable—. Revisaron nuestros registros… ¡Imagínate! ¡Registros privados! Una autoridad imperial…
—¿Por qué tus registros, padre? —preguntó Klia. El apartamento era una pocilga. Se imaginaba a los investigadores abriendo cajones y arrojando las cajas y los pocos platos que había adentro, alzando las alfombras raídas. Le alegraba no haber estado allí, y por más de una razón.
—¡No los míos! —gritó Sonden—. Te buscaban a ti. Documentos escolares, librofilmes… y se llevaron nuestro álbum familiar. Con todas las fotos de tu madre. ¿Por qué? ¿Qué has hecho ahora? —Klia sacudió la cabeza y se sentó en un taburete.
—Si me están buscando, entonces no puedo quedarme —dijo.
—¿Por qué, hija? ¿Qué pudiste…?
—Si he hecho algo ilegal, padre, no merece la atención de los Especiales Imperiales. Debe ser algo más… —Pensó en su conversación con el hombre de verde, frunció el ceño.
En medio de esa sala de tres metros por tres —más un armario que una habitación—, Sonden Asgar tiritaba como un animal asustado.
—No fueron amables —dijo—. Me zamarrearon, actuaron como matones. ¡Fue como un atraco en Billibotton!
—¿Qué dijeron? —preguntó Klia.
—Preguntaron dónde estabas, cómo te había ido en la escuela, cómo te ganabas la vida. Preguntaron si conocías a un tal Kindril Nashak. ¿Quién es él?
—Un hombre —le dijo ella, ocultando su sorpresa. ¡Kindril Nashak! Había sido la pieza clave en su mayor éxito hasta el momento, un negocio que le había puesto cuatrocientos nuevos créditos en sus cuentas de la banca de Billibotton. Pero aun eso era una trivialidad, nada que mereciera la atención de los Especiales Imperiales. Se suponía que ellos buscaban a los señores del hampa, no a listillas con ambiciones puramente personales.
—¡Un hombre! —exclamó su padre—. ¡Alguien que esté dispuesto a quitarme tu peso de encima, espero!
—Hace años que no soy un peso para ti —gruñó Klia—. Sólo pasé a visitarte para ver cómo andabas. —Y para averiguar por qué me dolía la cabeza de sólo pensar en ti.
—¡Les dije que nunca estás aquí! —exclamó Sonden—. Les dije que hacía meses que no nos veíamos. ¡Nada de esto tiene sentido! Tardaré días en ordenar este estropicio. ¡La comida! Desparramaron todo.
—Te ayudaré a recoger —dijo Klia—. No llevará más de una hora.
Eso esperaba, al menos. Ahora había otras caras que le hacían doler la cabeza. Amigos, colegas, todos los asociados con Nashak. De una cosa estaba segura. De pronto era importante, y no porque fuera una astuta operadora del mercado negro.
Una hora después, tras haber ordenado bastante, y cuando Sonden empezaba a recobrar la calma, le besó la coronilla y le dijo adiós, y lo dijo muy en serio.
No podía mirar a su padre sin que le ardiera el cuero cabelludo. Nada que ver con la culpa, se dijo. Algo nuevo. A partir de entonces, todo contacto con él sería extremadamente peligroso.