6

R. Daneel Olivaw, en el balcón de ese apartamento que daba sobre la Universidad de Streeling, no sentía congoja humana, pues carecía de las estructuras humanas necesarias para esa amarga reconfiguración de las sendas neuronales, pero, como Lodovik, podía sentir una aguda y persistente inquietud, a medio camino entre la culpa por el fracaso y las advertencias de desperfecto inminente. En este sentido, al menos, la noticia de que uno de sus soldados más valiosos había desaparecido le causaba aflicción. Había perdido muchos por culpa de los tiktoks, guiados por esas entidades meméticas alienígenas. Parecía un hecho reciente, aunque habían pasado décadas, y su incomodidad (¡y soledad!) aún lo atormentaban.

El día anterior había visto en un escaparate la noticia de la pérdida del Lanza de Gloria y el probable fin de toda esperanza de rescate para los ciudadanos de varios mundos.

En su disfraz actual tenía un aspecto muy similar al de varios milenios antes, en la época de su primera y quizá más influyente relación con un humano, Elijah Baley. De altura mediana, esbelto, con cabello castaño, aparentaba treinta y cinco años humanos de edad. Había hecho algunas concesiones a los cambios en la fisiología humana; las uñas de sus dedos rosados habían desaparecido, y era seis centímetros más alto. Aun así, Baley lo habría reconocido.

Pero era dudoso que Daneel hubiera reconocido a su antiguo amigo humano; todos esos recuerdos, salvo los más generales, estaban almacenados desde tiempo atrás en cachés separados a los que no tenía acceso inmediato.

Daneel había tenido muchas encarnaciones desde esa época, siendo la más famosa Demerzel, primer ministro del emperador Cleon I; Hari Seldon lo había sucedido en ese puesto. Ahora se aproximaba la época en que Daneel tendría que intensificar su participación directa en la política de Trantor, una perspectiva que le desagradaba. La pérdida de Lodovik le dificultaría aún más la tarea.

Nunca había disfrutado de las presentaciones públicas. Prefería operar clandestinamente y dejar que sus miles de agentes desempeñaran los cargos públicos. En todo caso, prefería que sus robots se afianzaran modestamente en puestos clave, para efectuar cambios que a la vez generarían otros cambios, produciendo (con suerte) una cascada de resultados deseados.

En tantos siglos de labor había visto algunos fracasos y muchos triunfos, pero con Lodovik esperaba alcanzar su objetivo más importante, el perfeccionamiento del Plan, el Proyecto de Psicohistoria de Hari Seldon, y el establecimiento de un mundo de la Primera Fundación.

La psicohistoria de Seldon ya le había dado las herramientas necesarias para ver el futuro del Imperio en alarmante detalle. Colapso, desintegración, destrucción total: caos. Nada podía hacer para impedirlo. Quizá, si hubiera actuado diez mil años atrás, con una visión prospectiva que entonces era imposible, usando la tosca y fragmentaria psicohistoria de que disponía, habría podido postergar esa catástrofe. Pero Daneel no podía permitir que la decadencia y caída del Imperio continuaran sin intervención, pues demasiados humanos sufrirían y morirían —más de treinta y ocho mil millones tan sólo en Trantor— y la Primera Ley establecía que no podía permitir que ningún humano sufriera daño.

Su deber durante esos veinte mil años había sido mitigar los fracasos humanos y reencauzar las energías humanas al servicio del bien humano.

Para eso se había metido en el lodazal de la historia, algunos de los cambios que había producido habían derivado en dolor, daño, incluso muerte. La Ley Cero, formulada por el notable robot Giskard Reventlov, le permitía continuar funcionando en estas circunstancias.

La Ley Cero no era un concepto simple, aunque se podía enunciar con bastante sencillez: algunos humanos podían ser dañados si por ese medio se podía impedir el daño a la mayoría.

El fin justifica los medios.

Esa espantosa implicación había provocado mucho sufrimiento en la historia humana, pero no era momento para atascarse en ese antiguo debate interno.

¿Qué podía aprender de la pérdida de Lodovik Trema? Nada, al parecer; a veces el universo decidía las cosas al margen de todo acto racional. No había nada tan frustrante e incomprensible, para un robot, como un universo indiferente a los humanos.

Daneel podía desplazarse de sector en sector, junto con los desempleados migratorios que ahora proliferaban en Trantor. Podía mantenerse en contacto con sus agentes mediante un comunicador personal o su informador portátil, así como mediante conexiones ilegales con las muchas redes del planeta. A veces se vestía como un mendigo harapiento; pasaba mucho tiempo en un apartamento estrecho y sucio del Sector Transimperial, a sólo setenta kilómetros del palacio. Nadie detenía la mirada en una criatura tan vieja, encorvada, mugrienta y patética; en cierto modo, Daneel se había convertido en símbolo del desastre que él esperaba superar.

Ningún humano recordaba un personaje ficticio que tenía la costumbre de andar disfrazado en medio de la gente común, la clase baja: un hombre de intelecto puro y lúcido, un detective muy parecido a Elijah Baley, el viejo amigo de Daneel. Dadas sus frecuentes evacuaciones y ajustes de memoria, Daneel sólo recordaba un solo nombre y una impresión general: Sherlock.

Daneel era uno de los muchos robots que se habían convertido en Sherlocks disfrazados entre las masas; decenas de miles en la galaxia, tratando no sólo de resolver un misterio, sino de impedir nuevos y mayores crímenes.

El jefe de esos fieles servidores, el primer Eterno, se sacudió la roña callejera de sus harapos y abandonó el estrecho y desierto proyecto habitacional para ir en busca de ropas más finas.