5

Lodovik estaba solo en el puente del Lanza de Gloria, mirando por la ancha tronera de proa lo que habría sido una escena de belleza espectacular si él hubiera sido humano. El concepto de belleza no era fácil para un robot; él podía ver lo que había fuera de la nave, comprendía que un humano lo consideraría interesante, pero para Lodovik el análogo más próximo de la belleza era el buen servicio, el perfecto cumplimiento del deber. Disfrutaría avisándole a un humano que esa tronera ofrecía una bella vista, pero su principal deber consistiría en informarle que esa belleza era causada por fuerzas muy peligrosas.

Y no podía cumplir con ese deber, pues los humanos del Lanza de Gloria ya estaban muertos. El capitán Tolk había sido el último en morir, la mente extraviada, el cuerpo arruinado. En las últimas horas de pensamiento racional que le quedaban, Tolk había instruido a Lodovik sobre las medidas que podía tomar para llevar la nave a su destino final: reparación de las unidades de hiperimpulso, reprogramación del sistema de navegación, preservación de energía para máximo tiempo de supervivencia.

Las últimas palabras coherentes de Tolk habían sido una pregunta:

—¿Cuánto tiempo puede vivir… funcionar?

—Un siglo, sin reaprovisionamiento de combustible —le respondió Lodovik.

Luego Tolk había sucumbido a ese entresueño doloroso y delirante que precedió a su muerte.

La muerte de doscientos humanos pesaba en el cerebro positrónico de Lodovik como un drenaje de energía. Lo volvía más lento. Ese efecto pasaría, pues él no era responsable de las muertes ni podía impedirlas. Pero esto bastaba para hacerle sentir fatiga.

En cuanto a la vista…

Sarossa era una estrella opaca que todavía estaba a miles de millones de kilómetros; pero el frente de choque revelaba su extensa espora como un vasto y fantasmagórico fuego de artificio.

Los torrentes de partículas de alta energía habían chocado con el viento solar del sistema sarossano, creando enormes y opacas auroras semejantes a oriflamas ondeantes. Lodovik distinguía tenues rastros rojos y verdes en la turbia luminosidad; pasando al ultravioleta, pudo ver aún más colores mientras las difusas nubes de las capas externas de la explosión rozaban el linde del sistema, polvo, hielo y gas cometario.

Había muy poco tiempo, y él no podía hacer nada. Peor aún, Lodovik sentía un cambio en su cerebro. Los neutrinos y otras radiaciones habían perforado el blindaje de campos energéticos de la nave, y habían hecho algo más que matar a los humanos; de algún modo, creía él, habían interferido en sus circuitos positrónicos. Aún no había terminado la secuencia de autodiagnóstico —eso podía llevar unos días más— pero temía lo peor.

Si sus funciones primarias estaban afectadas, tendría que destruirse. En el pasado, habría entrado en modalidad latente hasta que un humano u otro robot lo reparase; pero no podía darse el lujo de permitir que descubrieran que era un robot.

Por otra parte, había pocas probabilidades de que lo descubrieran. El Lanza de Gloria estaba tan perdido como un microbio en el mar. Lodovik no había logrado localizar la disfunción ni efectuar reparaciones, a pesar de las instrucciones del capitán. El brusco tránsito desde el hiperespacio había abrasado todos los circuitos de comunicación hiperlumínica. La nave había enviado una señal de auxilio automática, pero era improbable que alguien oyera una señal rodeada por la extrema radiación del frente de choque.

El secreto de Lodovik estaba a salvo. Pero había dejado de ser útil para Daneel y la humanidad.

Para un robot, el deber lo era todo, el yo no era nada; pero en esas circunstancias podía mirar los efectos del frente de choque por la tronera y especular ociosamente sobre los procesos físicos. Aun sin interrumpir del todo el proceso constante de problemas asociados con su misión, podía divagar en el puente, mientras sus necesidades y labores inmediatas se reducían a nada.

Para los humanos, esto podía llamarse un momento de introspección. La introspección sin el objetivo del deber no era sólo algo nuevo, sino perturbador. De haber podido, Lodovik habría evitado esta oportunidad y esta sensación.

Ante todo, los cambios internos incomodaban a un robot. En el pasado, durante el renacimiento robótico, en los olvidados mundos de Aurora y Solaria, habían construido robots con inhibiciones que iban más allá de las Tres Leyes. Los robots, salvo algunas excepciones, no podían diseñar ni construir otros robots. Aunque pudieran someterse a reparaciones menores, sólo una minoría selecta podía reparar robots que habían sufrido averías graves.

Lodovik no podía reparar esta disfunción de su cerebro, si era una disfunción; las pruebas aún no estaban claras. Pero el cerebro de un robot, su programación esencial, era aún más inaccesible que su cuerpo.

Quedaba un lugar de la galaxia donde se podía reparar un robot, y donde en ocasiones se construía alguno. Era Eos, fundada por R. Daneel Olivaw diez mil años atrás, lejos de los límites del Imperio en expansión. Hacía noventa años que Lodovik no iba allá.

Aun así, un robot tenía un fuerte impulso de supervivencia, implícito en la Tercera Ley. Con tiempo para reflexionar sobre su estado, Lodovik se preguntó si podrían encontrarlo y enviarlo a Eos para repararlo.

Nada de esto parecía muy factible. Se resignó al destino más probable: diez años más en esa nave averiada, hasta que sus reservas de minifusión se agotaran, sin nada importante que hacer, un Robinson Crusoe robot, sin siquiera una isla para explorar y transformar.

Lodovik no podía horrorizarse ante su destino. Pero podía imaginar lo que sentiría un humano, y eso bastaba para inducir un eco de inquietud robótica.

Para colmo, estaba oyendo voces. Mejor dicho, una voz. Parecía humana, pero sólo se comunicaba en forma esporádica y fragmentaria. Incluso tenía un nombre, algo parecido a Voldarr. Y parecía cabalgar sobre vastas pero tenues telarañas de fuerza, atravesando el hondo vacío interestelar.

Buscando los halos de plasma de las estrellas vivientes, revolcándome en el miasma de neutrinos de estrellas muertas y moribundas, neutrinos embriagadores como humo de hachís. Huyendo del tedio de Trantor, me aburro de nuevo, y encuentro, entre las estrellas, un robot en apuros. Uno de esos Eternos traídos desde fuera para reemplazar a los muchos que fueron destruidos. Mirad, amigos míos, mis aburridos amigos, que no tenéis carne, no conocéis la carne y no toleráis los ideales de la carne…

¡Uno de vuestros odiados perseguidores!

La voz se disipó. Sumada a la angustia por la muerte del capitán y los tripulantes del Lanza de Gloria, y a esa extraña zozobra sin yo, esa voz misteriosa —evidente indicio de alucinación y disfunción grave— lo llevaba tan cerca de la desdicha total como era posible para un robot.