La mayor proeza de ingeniería de la historia de Trantor había fracasado diez años antes, y los ecos de ese fracaso aún resonaban en el importante, atestado y problemático sector de Dahl. Cuatro millones de ingenieros y trabajadores dahlitas, ayudados por diez millones de operarios y una fuerza de contrabando de prohibidos tiktoks, habían trajinado veinte años para cavar el pozo térmico de mayor profundidad —más de doscientos kilómetros— en la corteza de Trantor. La diferencia de temperatura entre la profundidad propuesta y la superficie habría generado energía suficiente para satisfacer un quinto de las necesidades de Trantor en los cincuenta años siguientes.
Pero, aunque abundaba la ambición, escaseaba la habilidad. Los ingenieros habían demostrado poca perspicacia. La gestión del proyecto estuvo plagada de corrupción y escándalo en todos los niveles, los operarios dahlitas se rebelaron y el proyecto se retrasó dos años. Cuando al fin se concluyó, era un desastre.
El derrumbe del túnel y de las torres de sodio y agua había matado a cien mil dahlitas, siete mil de ellos civiles que vivían encima del pozo, bajo los domos más viejos de Dahl. Los pozos subsidiarios más cercanos también sufrieron inconvenientes, y sólo una intervención heroica logró impedir más calamidades. El coraje personal había compensado la patética ineptitud de los dirigentes y diseñadores.
Desde entonces Dahl había estado bajo una nube política. Este sector era un chivo expiatorio en un mundo que todavía era capaz de depositar cierta confianza en sus dirigentes. Linge Chen había investigado y enjuiciado a los funcionarios corruptos, diseñadores incompetentes y contratistas cómplices. Se había encargado de que decenas de miles fueran juzgados y enviados a la prisión Rikerian, o sometidos a trabajos forzados en las honduras más inhóspitas de los pozos térmicos.
Pero los efectos económicos persistían. Dahl ya no podía satisfacer su cupo de poder representativo; otros sectores habían tratado de compensar esa deficiencia, y los pocos favores de que gozaba Dahl en el palacio se redujeron al mínimo. Se había producido una hambruna.
Klia Asgar se había criado en ese mundo, en los míseros barrios antaño reservados para los obreros. Su padre perdió su empleo un año antes que ella naciera, y pasó los años de infancia de su hija soñando con un regreso a la prosperidad y embriagándose con un licor dahlita que apestaba a levadura. La madre de Klia había muerto cuando ella tenía cuatro años; desde entonces se las había apañado sola, y no lo hizo mal, teniendo en cuenta que la vida siempre le había dado tan mala baraja.
Klia era de baja altura en comparación con otros dahlitas, esbelta y nervuda, con dedos fuertes y delgados y manos largas. Tenía cabello corto y negro, y heredaba de su familia unas mejillas con un vello fino que le daban un aspecto más delicado del que transmitían sus rasgos duros y cincelados.
Aprendía con mucha rapidez, se movía con rapidez y, asombrosamente, también sonreía y expresaba sus sentimientos con rapidez. Cuando estaba a solas soñaba con vagas mejoras que serían posibles en otro mundo o en otra vida, pero eran sólo sueños. Con frecuencia soñaba con unirse a un hombre ingenioso y apuesto de bigotes poblados, que tuviera, a lo sumo, cinco años más que ella…
Ese hombre no apareció en su vida. Klia no era una beldad, y la estima y el afecto de los demás era el único aspecto donde se negaba a ejercer su notable capacidad de persuasión. Si el hombre se avenía sin presiones, magnífico, pero ella no aplicaría su poder para atraerlo. Creía merecer algo mejor.
En otra época, largamente olvidada, se habría dicho que Klia Asgar era una romántica, una idealista. En Dahl, en el año 12067EG, se la consideraba simplemente una terca pero ingenua muchacha de dieciséis años. Su padre se lo decía cuando estaba suficientemente sobrio como para expresarse.
Klia agradecía los pequeños favores. Su padre no era brutal ni exigente. Cuando estaba sobrio, atendía a sus propias necesidades, dejándola en libertad de hacer que ella quisiera: trabajar en el mercado negro, contrabandear lujos foráneos, tratar con los elementos menos apetecibles que había entre los desempleados oprimidos por el Imperio.
Cualquier cosa, con tal de sobrevivir. Rara vez se veían, y hacía dos años que no vivían en el mismo apartamento, desde que habían tenido esa discusión y ella había tenido esa rabieta.
Este día estaba en un bulevar que daba sobre el Mercado de Distribuidores, el distrito minorista más desarrapado e infame de Dahl, esperando que un hombre sin nombre vestido de verde recogiera un paquete. Los retazos de cielo del domo mostraban grandes brechas fluctuantes que arrojaban sombras sobre las multitudes, atenuándose a medida que el anochecer y las horas hogareñas se aproximaban para el primer turno de operarios. Hombres y mujeres hacían compras para su magra cena, valiéndose del trueque más que de los créditos. Dahl estaba desarrollando su propia economía; en cincuenta años, pensó Klia, podría independizarse, cambiando una economía palaciega débil y vacilante por algo más elemental y nativo. Pero también eso era apenas un sueño.
En los lindes del mercado había monitores comerciales imperiales, hombres y mujeres con ojos y cámaras que constantemente observaban y grababan a la muchedumbre. Cuando se trataba de dinero y supervisión política, florecía la creatividad; en todas las demás empresas, pensaba Klia, Trantor estaba en la bancarrota intelectual.
Entre dos de los omnipresentes monitores vio a un hombre que respondía a la descripción. Llevaba un traje y una capa polvorientos y abolsados, de color verde. Los monitores parecían dispuestos a ignorarlo, así como ignoraron a Klia cuando entró en el mercado. Ella observaba con ojos entornados, preguntándose si el hombre los habría sobornado, o si usaba métodos menos comunes para no llamar la atención.
Si él podía hacer lo que ella hacía, sería una persona a tener en cuenta, quizás un posible socio, a menos que fuera más hábil que ella. En ese caso tendría que eludirlo como una erupción fatal. Pero Klia nunca había conocido a nadie más fuerte que ella.
Alzó un brazo, tal como le habían indicado. Él la localizó y echó a andar con pasos cortos y ligeros.
Se encontraron en la escalera que bajaba del bulevar al mercado y la plaza de taxis. De cerca, el hombre de verde tenía un rostro poco memorable al que su fino e insípido bigote no aportaba ninguna mejora. Klia tenía gustos convencionales, en el sentido de que le gustaban los hombres con bigote, pero este no la impresionaba.
Él la miró fijamente y sonrió. Alzó las puntas del bigote y mostró dientes brillantes bajo finos labios de bebé.
—Tienes lo que necesito —le dijo. No una pregunta, sino una afirmación.
—Eso espero. Es lo que me pidieron que trajera.
—Eso —dijo el hombre, señalando el pequeño paquete— no tiene importancia. —Aun así, le ofreció un puñado de créditos y aceptó el paquete con una sonrisa—. Tú eres lo que busco. Encontremos un lugar tranquilo para conversar.
Klia adoptó una actitud cauta. Sabía cuidarse, siempre lo había hecho, pero nunca se liaba en ninguna situación rara sin preparativos.
—¿Cuán tranquilo? —preguntó.
—Cualquier sitio donde no tengamos que oír los ruidos de la calle —dijo el hombre. Alzó unos dedos rígidos.
Había algunos sitios así alrededor del mercado. Caminaron varias calles y encontraron un puesto de cocohielo. El hombre le compró un cocohielo rojo, y ella lo aceptó a pesar de su rechazo por esa popular golosina dahlita. Él se compró un stimulk oscuro, y lo lamió con serena dignidad mientras se sentaban a una diminuta mesa triangular.
El retazo de cielo que los cubría se oscureció tanto que Klia apenas podía verle la cara. Los labios del hombre parecían relucir alrededor del stimulk.
—Estoy buscando hombres y mujeres jóvenes ansiosos de ver otras partes de Trantor —dijo el hombre.
Klia hizo una mueca.
—Estoy harta de que traten de reclutarme.
Iba a levantarse, pero el hombre le cogió el brazo. Sin palabras, ella trató de zafarse.
—Por tu propio bien —dijo él, sin soltarla. Ella intentó de nuevo.
—Suéltame —ordenó.
La mano se retrajo como si la hubieran pinchado. El hombre tardó unos segundos en recobrar la compostura.
—Desde luego. Pero este es buen momento para escuchar.
Klia lo miró con curiosidad. Ella no lo había obligado; él había obedecido como si ella fuera su ama y no una joven a quien intentaba secuestrar en un lugar público. Klia lo observó con mayor atención. En la superficie no era un hombre atractivo, pero había reservas inesperadas, una serenidad central, cierta dulzura metálica. Sus emociones no «sabían» como las de otros.
—Sólo escucho cosas interesantes —dijo Klia, lamentando ese exceso de arrogancia. Se consideraba una mujer digna, no una bravucona callejera.
—Entiendo —dijo el hombre. Terminó su stimulk y arrojó el palillo en un receptáculo. La propietaria caminó hasta el receptáculo, extrajo cinco palillos (un mal día) y se los llevó al fondo del puesto para limpiarlos—. Bien, ¿la supervivencia es interesante?
Ella asintió.
—Como tema general.
—Entonces escucha con atención. —El hombre se inclinó hacia ella—. Sé lo que tú eres y lo que puedes hacer.
—¿Qué soy? —preguntó Klia.
Él alzó los ojos al tiempo que el retazo de cielo recobraba todo su brillo. Su tez era inusitadamente cetrina, como si usara maquillaje para proteger un cutis enfermo, aunque ella no podía detectar los hoyuelos de la fiebre cerebral. Las mejillas de KIia mostraban hoyuelos profundos debajo del vello.
—Tuviste un acceso de fiebre cuando eras pequeña, ¿verdad? —preguntó él.
—Le pasa a la mayoría. Es típico de Trantor.
—No sólo de Trantor, joven amiga, sino de todos los mundos humanos. La fiebre cerebral es la compañera eterna de la juventud inteligente, demasiado común para ser notada, demasiado inocua para ser curada. Pero en ti no fue una leve enfermedad infantil. Casi te mató. La madre de Klia la había cuidado durante esos tiempos difíciles, y había fallecido pocos meses después, en un accidente en los pozos. Ella apenas recordaba a su madre, pero su padre le había hablado de la enfermedad.
—¿Y qué hay con ello?
Los ojos de él perdieron brillo, y Klia notó que no los fijaba en ella, sino en un punto irrelevante a la derecha de su frente.
—Ahora no veo bien. Me oriento sintiendo a la gente, el lugar donde está, sus movimientos y sonidos; en un lugar sin gente me encuentro un poco perdido. Por eso prefiero las multitudes. No es tu caso. Las multitudes te irritan. Trantor es un mundo abarrotado. Te sientes encerrada.
Klia pestañeó, temiendo que fuera grosero seguir mirando esos ojos muertos. Pero en estas circunstancias no le importaban demasiado los buenos modales.
—Sólo me dedico al tráfico, a veces al canje —dijo—. Nadie me presta mayor atención.
—Siento tu presión, Klia. Quieres que te deje en paz. Te perturbo, porque hay cierta verdad en lo que digo… ¿no es así?
Klia entornó los ojos. No quería ser especial, ni siquiera memorable, para ese hombre ciego vestido de verde…
Cerró los ojos y se concentró: Olvídame. El hombre ladeó la cabeza, como sufriendo un calambre. ¡Su mente tenía un sabor tan raro! Ella nunca había experimentado una mente así.
Y habría jurado que él mentía acerca de su ceguera. Pero eso no tenía importancia, dado que ella no lograba persuadirlo.
—Te las has apañado bastante bien, para ser una niña —murmuró él—. Demasiado bien. Hay gente que busca a los que triunfan cuando debieron fracasar. Especiales del palacio, la policía secreta. Gente poco amigable.
El hombre se puso de pie, se alisó la chaqueta y se sacudió las migas de los pantalones.
—Estas sillas están mugrientas —murmuró—. Tu esfuerzo para hacerme olvidar fue excepcionalmente enérgico, tal vez el más enérgico que he experimentado, pero careces de ciertas habilidades… Recordaré, porque debo recordar. En Trantor existe una asombrosa cantidad de personas con tus facultades, tal vez un par de miles. Alguien me ha dicho, no importa quién, que la mayoría de vosotros os caracterizáis por una reacción particularmente fuerte a la fiebre cerebral. Los que te buscan están equivocados. Creen que no pasó nada contigo.
El hombre sonrió borrosamente.
—Te estoy aburriendo —dijo—. Me resulta doloroso estar donde no me quieren. Me iré. —Dio media vuelta, pareció buscar a alguien que lo guiara y se alejó un paso de la mesa.
—No —dijo Klia, con un tartamudeo—. Quédate un minuto. Quiero preguntarte algo.
Él se detuvo con un leve temblor. De pronto parecía muy vulnerable. Él cree que puedo lastimarlo. ¡Y quizá pueda! Klia quería comprender ese extraño sabor, limpio y atractivo, como si ese hombre, detrás de las frágiles máscaras de engaño, albergara una honestidad y una decencia básicas que ella nunca había visto.
—No me aburres —dijo—. Todavía no.
El hombre de verde se sentó de nuevo y apoyó su mano en la mesa. Inhaló profundamente. Él no necesita respirar, —pensó Klia—, pero desechó ese pensamiento absurdo.
—Hace varios años que un hombre y una mujer buscan a los de tu especie, y muchos se han sumado a su grupo. Espero que vivan bien allá donde el hombre y la mujer los enviarán. Yo, por mi parte, no estoy dispuesto a correr el riesgo.
—¿Quiénes son?
—Dicen que una es Wanda Seldon Palver, la nieta de Hari Seldon.
Klia no conocía el nombre. Se encogió de hombros.
—Puedes acudir a ellos, si quieres… —continuó el hombre, pero ella lo interrumpió con mala cara.
—Parece que tienen contactos —dijo, usando la palabra en su sentido despectivo de proximidad con el palacio, los comisionados y otros funcionarios.
—Oh, sí. Seldon fue primer ministro, y ellos dicen que su nieta lo ha liberado de varias situaciones difíciles, legales y de otro tipo.
—¿Es un renegado?
—No, un visionario.
Klia hizo una mueca de escepticismo. En Dahl había visionarios a un céntimo la docena: locos de la calle, marginados y desempleados, en general trastornados por su trabajo en los pozos.
El hombre de verde observó atentamente su reacción.
—¿No lo es para ti? Ahora, sin embargo, otro hombre está buscando gente de tu tipo.
—¿Qué tipo? —preguntó Klia nerviosamente. Necesitaba más tiempo para pensar, para entender—. Todavía estoy confundida. —Palpó levemente las defensas de ese hombre, procurando que su irrupción pasara inadvertida.
El hombre retrocedió con un respingo.
—Soy un amigo, no un enemigo a quien puedes manipular. Sé que es peligroso hablarte. Sé lo que podrías hacerme si te empeñaras. Hay algún poderoso que piensa que tu especie es monstruosa. Pero no entiende. Parece creer que todos sois robots.
Klia se echó a reír.
—¿Cómo los tiktoks? —preguntó. Las máquinas obreras habían caído en desgracia mucho antes de su nacimiento, prohibidas a causa de frecuentes e inexplicables revueltas mecánicas, y aún existía rechazo público por ellas.
—No. Como los robots de la historia y la leyenda. Los Eternos. —El hombre señaló hacia el oeste, hacia el Sector Imperial, el palacio—. Es una locura, pero es una locura imperial, difícil de eludir. Te conviene largarte, y sé el mejor lugar adonde ir… en Trantor. A poca distancia de aquí. Puedo ayudarte.
—No, gracias —dijo ella. La situación era demasiado incierta para que Klia se pusiera en manos de ese extraño, por atractivas que fueran algunas partes de su historia. Sus palabras y lo que ella detectaba no se conciliaban.
—Entonces toma esto. —El hombre le puso una tarjeta en la mano y se levantó una vez más—. Llamarás. Eso es indudable. Sólo es cuestión de tiempo.
La miró directamente, con ojos brillantes, totalmente aptos.
—Todos tenemos secretos —dijo, y giró para marcharse.