El consejero Farad Sinter se había extralimitado tantas veces en los últimos tres años que el joven emperador Klayus lo llamaba «mi pilar de fisgona ambición», una frase típicamente mal armada que hoy, al menos, no connotaba admiración ni afecto.
Sinter estaba ante el emperador, las manos entrelazadas con fingida docilidad. Klayus I, de apenas diecisiete años, lo miraba con algo que oscilaba entre el enfado y la cólera. En su reciente infancia había sufrido con frecuencia las reprimendas de sus tutores, todos escogidos y controlados por el comisionado Chen; se había convertido en un joven artero y engañoso, más inteligente de lo que muchos pensaban, aunque propenso a los berrinches. Había asimilado tempranamente una de las principales reglas del liderazgo en un gobierno competitivo e hipócrita. Nunca permitía que nadie supiera lo que pensaba.
—Sinter, ¿por qué buscan hombres y mujeres jóvenes en el sector Dahl? —preguntó el emperador. Sinter había hecho lo posible para ocultar este proyecto. Alguien estaba jugando juegos políticos, y ese alguien pagaría.
—Sire, he oído hablar de esa búsqueda. Creo que los buscan como parte del proyecto de reconciliación genética.
—Sí, Sinter, un proyecto que tú iniciaste hace cinco años. ¿Crees que soy demasiado joven para recordar?
—No, alteza.
—Ejerzo cierta influencia en este palacio, Sinter. ¡Mi palabra no se ignora del todo!
—Claro que no, alteza.
—Ahórrame los títulos obsequiosos. ¿Por qué persigues a gente más joven que yo, causando problemas entre familias y vecindarios leales?
—Es esencial para comprender los límites de la evolución humana en Trantor, alteza.
Klayus alzó la mano.
—Mis tutores me dicen que la evolución es un largo y lento proceso de incrementos genéticos, Sinter. ¿Qué esperas aprender con tus atentados contra la vida privada y tus intentos de secuestro?
—Perdona que me atreva a actuar como uno de tus tutores, alteza, pero…
—Odio las peroratas —gruñó Klayus.
—Pero si me permites continuar, sire, con tu venia… los humanos han vivido en Trantor durante doce mil años. Ya hemos visto el desarrollo de poblaciones con determinadas características físicas y mentales… las macizas y oscuras gentes de Dahl, sire, o los trabajadores de Lavrenti. Hay pruebas, sire, de que ciertos rasgos extraordinarios han aparecido en ciertos individuos en el último siglo. Pruebas científicas, no sólo habladurías, acerca de…
—¿Poderes psíquicos, Sinter?
Klayus se rio detrás de los dedos extendidos y alzó los ojos al cielo raso. Imágenes de pájaros bajaron y los sobrevolaron a ambos, aparentando que picoteaban a Sinter.
El emperador había preparado casi todas sus cámaras para que revelaran su estado de ánimo con estas proyecciones, y a Sinter no le gustaban en absoluto.
—En cierto modo, alteza.
—Extraordinaria persuasión. Eso he oído. ¿Servirá para manipular los dados en juegos de azar, o para volver a las mujeres susceptibles a nuestros encantos? Eso me gustaría mucho, Sinter. Mis mujeres se están cansando de mis atenciones. —Puso una expresión desagradable—. Me doy cuenta.
No puedo culparlas, pensó Sinter. Un compañero ahíto de sexo, con pocos encantos y menos ingenio…
—Es un tema interesante, quizás importante, alteza.
—Entretanto, provocas inquietud en sectores que ya se sienten infelices. Sinter, es una libertad tonta… mejor dicho, un tonto atropello de libertades. Se supone que debo garantizar a mis súbditos la libertad de estar a salvo de los caprichos de mis ministros y asesores, e incluso de los míos. Bien, mis caprichos son relativamente insulsos… ¡Pero los tuyos, Sinter!
Por un instante Sinter temió que el emperador demostrara cierta energía, cierta fortaleza imperial, y prohibiera esta actividad. Klayus toleraba muchas de sus trastadas porque Sinter era muy hábil para encontrarle mujeres atractivas y reemplazarlas cuando el emperador o las mujeres se aburrían.
Pero el emperador entrecerró los párpados, y su energía e irritación parecieron disiparse. Sinter disimuló su alivio. KIayus el Joven cedía una vez más.
—Por favor no seas tan obvio, mi buen hombre —dijo Klayus—. Tranquilízate. Ya averiguarás lo que necesitas saber en el momento oportuno, ¿no crees? Estoy seguro de que piensas en los intereses de todos nosotros. Ahora bien, en cuanto a esa mujer, Tyreshia…
Farad Sinter escuchó el requerimiento de Klayus aparentando interés, pero en realidad había encendido su grabador y más tarde prestaría atención a los detalles. Apenas podía creer en su suerte. ¡El emperador no había prohibido esos actos! Podía reencauzar y desalentar las investigaciones más infructuosas, y también podía continuar.
En realidad no buscaba humanos, ni excepcionales ni comunes. Sinter buscaba pruebas de la conspiración más extraordinaria y prolongada de la historia humana…
Una conspiración que databa de los tiempos de Cleon I, y tal vez de antes.
Un mito, una leyenda… una entidad real que iba y venía como un espectro en la historia de Trantor. Los mycogenianos lo llamaban Danee. Era uno de los misteriosos Eternos, y Sinter estaba resuelto a averiguar más, aunque pusiera en jaque su reputación.
Hablar de los Eternos era tan poco respetable como hablar de fantasmas. Muchos habitantes de Trantor —un mundo antiguo donde se habían extinguido muchas vidas— creían en fantasmas, pero sólo una minoría selecta prestaba atención a las historias de los Eternos. El emperador siguió hablando de la mujer que le interesaba, y Sinter aparentaba escuchar atentamente, pero sus pensamientos estaban muy lejos, a años de distancia. Sinter se imaginó cobrando fama por salvar el Imperio. Saboreó estimulantes visiones donde estaba sentado en el trono imperial o, mejor aún, reemplazaba a Linge Chen en la Comisión de Seguridad Pública.
—¡Farad! —rezongó el emperador.
El grabador de Sinter le transmitió instantáneamente los últimos cinco segundos de conversación.
—Sí, alteza. Tyreshia es en verdad una bella mujer, con fama de ser muy enérgica y ambiciosa.
—Las mujeres ambiciosas gustan de mí, ¿verdad, Farad? —La voz del joven se ablandó. La madre de Klayus había sido ambiciosa, y había tenido éxito, hasta que cayó en desgracia con Linge Chen. Había intentado practicar sus encantos con el jefe de la Comisión en presencia de una de sus esposas. Chen era muy leal a sus esposas.
Era extraño que un pusilánime como Klayus disfrutara de las mujeres fuertes; invariablemente se aburrían de él. Al cabo de un tiempo, ni siquiera las más ambiciosas podían ocultar su tedio. Una vez que averiguaban quién era el verdadero dueño del poder…
Ni Sinter ni Linge Chen tenían gran interés en el sexo. El poder era mucho más satisfactorio.