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Linge Chen podía haber sido el hombre más poderoso de la galaxia, en apariencia y de hecho, con sólo desearlo. En cambio, se había contentado con un puesto más modesto, y usaba un rango y un uniforme mucho más cómodo, el de jefe de la Comisión de Seguridad Pública.

Los antiguos y aristocráticos Chen habían sobrevivido miles de años para engendrar a Linge, mediante el ejercicio de la cautela y la diplomacia, y prestando servicios a muchos emperadores. Chen no deseaba suplantar al emperador actual ni a sus miles de ministros, consejeros y «asesores», ni ponerse en la mira de los jóvenes ambiciosos. Actualmente ya era demasiado visible para su gusto, pero al menos era más objeto de burlas que de odio.

Había pasado las últimas horas de esa mañana examinando informes de los gobernadores de siete sistemas estelares problemáticos. Tres habían declarado la guerra contra sus vecinos, ignorando las amenazas de intervención imperial, y Chen había usado el sello del emperador para desplazar una docena de naves a esos sistemas como salvaguarda. Mil otros sistemas revelaban graves disturbios, pero, con los recientes colapsos y degradaciones, el sistema de comunicaciones del Imperio sólo podía manejar un décimo de la información enviada desde los veinticinco millones de mundos que supuestamente estaban bajo su autoridad.

El flujo total de información —enviado en tiempo real y no procesado por los expertos de los mundos compañeros y las estaciones espacianas de Trantor— habría aumentado la temperatura de Trantor en decenas de grados. Gracias a una habilidad e intuición nacida de miles de años de experiencia, el palacio —es decir, Chen y sus colegas de la Comisión— podían mantener cierto equilibrio consumiendo apenas unos bocados del vasto guisado galáctico.

Se concedió unos minutos de exploración personal, esenciales para su cordura. Pero aun esto estaba muy lejos de la diversión frívola. Con una expresión de curiosidad, se sentó ante su informador y preguntó por «Cuervo» Seldon. El informador, un ovoide hueco y alargado apoyado horizontalmente sobre su escritorio, parpadeó un instante con su blancura de cáscara de huevo, luego presentó las diversas murmuraciones y documentos de los alrededores de Trantor y de los mundos externos esenciales. En el centro de la pantalla aparecieron algunos artículos de librofilme, un fragmento de una publicación de matemática, una entrevista con el periódico estudiantil de la sacrosanta Universidad de Streeling, boletines de la Biblioteca Imperial… Ni una alusión a la psicohistoria. El tristemente famoso Seldon estaba bastante callado esa semana, quizá teniendo en cuenta que se aproximaba su juicio. Ninguno de sus colegas del Proyecto hacía declaraciones. Qué más daba.

Chen cerró esa búsqueda y se reclinó en la silla, pensando qué crisis abordar primero. Diariamente debía afrontar miles de problemas, la mayoría de los cuales delegaba en consejeros y asistentes selectos, pero sentía un interés personal en la reacción ante una explosión de supernova cerca de cuatro mundos imperiales relativamente leales, incluido el bello y productivo Sarossa.

Había enviado a su consejero más confiable y habilidoso para supervisar el rescate de lo poco que se podía salvar en Sarossa. Arrugó el entrecejo al pensar en esta limitada respuesta… y en los peligros políticos que la Comisión y Trantor enfrentarían si nada podía lograrse. A fin de cuentas, el Imperio se basaba en el quid pro quo; si no había quo quizá no hubiera quid.

Seguridad Pública era más que una frase política llamativa; en esa incesante y dolorosa edad de decadencia, un funcionario aristocrático como Chen aún cumplía una función importante. Los comisionados parecían proyectar una imagen pública de derroche irresponsable, pero Chen se tomaba su deber muy a pecho. Evocaba tiempos mejores, cuando el Imperio cuidaba de sus muchos hijos, los ciudadanos de sus remotos confines, con medidas pacificadoras, regulaciones, asistencia económica y técnica, medidas de rescate. Chen sintió una presencia. Se le erizó el cabello y giró con súbita irritación (¿o era miedo?): era su secretario personal, el menudo y parsimonioso Kreen. El agradable Kreen tenía el rostro muy pálido y parecía reacio a transmitir su mensaje.

—Lo lamento —dijo Chen—. Me sobresaltaste. Estaba disfrutando de un momento relativamente apacible en este aparato infernal. ¿Qué pasa, Kreen?

—Mis disculpas… por la pesadumbre que sentiremos todos… No quería que esta noticia le llegara por la máquina. —Kreen recelaba del informador, que podía cumplir muchas de sus funciones tan rápida y anónimamente.

—Sí, maldición… ¿de qué se trata?

—La nave imperial de investigación Lanza de Gloria, señoría… —Kreen tragó saliva. Su gente, del pequeño sector Lavrenti del hemisferio sur, había trabajado al servicio de las cortes imperiales durante miles de años. Estaba en su sangre sentir el dolor de su amo. A veces Kreen parecía menos un ser humano que una sombra… aunque una sombra muy útil.

—¿Sí? ¿Qué ocurrió… voló en pedazos?

El rostro de Kreen se arrugó con una anticipada angustia.

—No, señoría… es decir, no lo sabemos. Lleva un día de retraso, y no hay mensajes, ni siquiera una señal de emergencia.

Chen recibió la noticia con abatimiento y un retortijón de estómago. Lodovik Trema…

Y, desde luego, un buen capitán con su tripulación. Chen abrió y cerró la boca. Necesitaba información desesperadamente, pero desde luego Kreen le había dado toda la que había.

—¿Y Sarossa?

—El frente de choque está a menos de cinco días de Sarossa, señoría.

—Eso lo sé. ¿Se ha despachado alguna otra nave?

—Sí, sire. Cuatro naves más pequeñas han abandonado la misión de salvar Kisk, Purna y Transdal.

—¡Por el cielo, no! —Chen se levantó—. No me consultaron. No deben reducir esas fuerzas de rescate… ya están al mínimo.

—Comisionado, el representante de Sarossa fue recibido por el emperador hace sólo dos horas, sin nuestro conocimiento. Convenció al emperador y a Farad Sinter de que…

—Sinter es un necio. Tres mundos descuidados por uno, un favorito del Imperio. Un día logrará que maten a su emperador. —Pero Chen se calmó, cerrando los ojos, concentrándose en su interior, valiéndose de seis décadas de entrenamiento especial para enfocar la mente con serenidad y rapidez y encontrar el mejor camino en ese berenjenal.

Perder a Lodovik, el feo, fiel y habilísimo Lodovik…

Deja que la fuerza opositora te arrastre hacia abajo, y junta energías para el nuevo salto.

—¿Puedes conseguirme un resumen o una grabación de esas reuniones, Kreen?

—Sí, sire. Todavía no serán sometidas a la revisión e interdicción de los historiadores de la corte. Comúnmente hay un retraso de dos días en estas reescrituras, sire.

—Bien. Cuando se realice una investigación y se hagan preguntas, haremos llegar al público las palabras de Sinter… Creo que los periódicos más ruines y populares nos prestarán el mejor servicio. Tal vez Lengua Mundial, o Gran Oreja.

Kreen sonrió.

—Personalmente, prefiero Los Ojos del Emperador.

—Mejor aún. No se requiere autenticación… sólo más rumores para una población inculta e infeliz. —Chen sacudió la cabeza—. Aunque hundamos a Sinter, eso no compensará la pérdida de Lodovik. ¿Qué probabilidades hay de que sobreviva?

Kreen se encogió de hombros; eso estaba fuera de su especialidad.

En el Sector Imperial muy pocos comprendían las extravagancias del hiperimpulso y la ciencia del salto. Pero había uno. Un viejo capitán metido a traficante y contrabandista, que se especializaba en enviar mercancías y pasajeros por las rutas más rápidas y tranquilas, un pillo brillante e inescrupuloso, decían algunos, pero un hombre que en el pasado había estado al servicio de Chen.

—Consígueme una audiencia inmediata con Mors Planch.

—Sí, señoría. Kreen salió deprisa.

Linge Chen suspiró. Su tiempo de pantalla había terminado. Tenía que regresar a su oficina y pasar el resto del día en reuniones personales con generales de sector y representantes planetarios de los proveedores de alimentos de Trantor.

Habría preferido concentrar todos sus pensamientos en la pérdida de Lodovik y en sacar el mejor partido posible de la necedad de Sinter, pero ni siquiera semejante tragedia ni semejante oportunidad, podían interferir en sus deberes actuales.

¡Ah, la magia del poder!