Hari Seldon, en sandalias y con una gruesa toga verde de académico, miraba la oscura superficie de aluminio y acero de Trantor desde el parapeto cerrado de una torre de mantenimiento, a doscientos metros de altura. El cielo de ese sector estaba despejado esa noche. Unas pocas nubes flotaban como fuegos fantasmales sobre ondas nacaradas y láminas de estrellas.
Al pie de este espectáculo, y más allá de las hileras de curvos domos oscurecidos y suavizados por la noche, se extendía un mar cuyas tapas flotantes de aluminio se habían deslizado para revelar cientos de miles de hectáreas. El mar visible irradiaba un fulgor tenue, como respondiendo al cielo. Seldon no recordaba el nombre de ese mar: Paz, Sueño o Reposo. Todos los mares ocultos de Trantor tenían nombres antiguos, tranquilizadores nombres de cuentos de hadas. El corazón del Imperio necesitaba tranquilidad tanto como Hari.
Un conducto que había en la pared de atrás le soplaba una brisa dulce y cálida en la cabeza y los hombros. Hari había descubierto que el aire de allí era el más puro de Streeling, quizá porque se extraía directamente desde el exterior. Más allá de la ventana de plástico reinaba una temperatura de dos grados, y él recordaba bien ese frío por el único percance que había sufrido en la superficie, décadas antes.
Había pasado gran parte de su vida encerrado, aislado del frío, la frescura y las novedades, así como los números y ecuaciones de la psicohistoria lo aislaban de la cruda realidad de las vidas individuales. ¿Cómo puede el cirujano trabajar con eficacia si siente el dolor de la carne lacerada?
En un sentido muy real, el paciente ya era cadáver. Trantor, centro político de la galaxia, había muerto décadas o siglos antes, y sólo ahora evidenciaba su podredumbre. Aunque la breve llama personal del yo de Hari se apagaría mucho antes que los rescoldos del Imperio se desmoronaran en cenizas, las ecuaciones del Proyecto le permitían ver con claridad la mórbida rigidez, el rostro endurecido del cadáver del Imperio.
Esta espantosa visión lo había hecho perversamente famoso, y sus teorías eran conocidas en todo Trantor y en muchas partes de la galaxia. Lo llamaban «Cuervo» Seldon, heraldo de un lúgubre futuro de pesadilla.
La putrefacción se prolongaría cinco siglos más, una sencilla y rápida deflación en las escalas temporales de las ecuaciones más abarcadoras de Hari. El colapso de la piel de la sociedad, luego la disolución de los huesos de acero de los sectores y municipios de Trantor…
¡Cuántas historias humanas llenarían ese colapso! Un imperio, a diferencia de un cadáver, sigue sintiendo dolor después de su muerte. En la escala de las ecuaciones más diminutas e imprecisas de su poderosa Radiante Prima, Hari casi podía imaginar billones de rostros fundidos en un inmenso cálculo para llenar la zona que estaba bajo la curva de declinación del Imperio… La aceleración de la decadencia encarnada en cada historia humana, casi tantas como los puntos de un plano. Incomprensibles, sin psicohistoria.
Abrigaba la esperanza de alentar el renacimiento de algo mejor y más duradero que el Imperio, y según las ecuaciones estaba cerca del éxito.
Pero últimamente lo dominaba una fría desolación. Vivir en un período espléndido y juvenil, el Imperio en su momento de mayor gloria, estabilidad y prosperidad… ¡eso sería digno de su eminencia y sus logros!
Recobrar la compañía de su hijo adoptivo Raych, y Dors —la misteriosa y encantadora Dors Venabili—, en cuya carne artificial y acero secreto ardían la pasión y la devoción de diez héroes… Por recobrarlos él multiplicaría geométricamente los signos de su propia decadencia, desde sus extremidades doloridas y sus entrañas rebeldes hasta su visión borrosa.
Esa noche, sin embargo, Hari estaba cerca de la paz. Los huesos no le dolían tanto. No sentía tan agudamente el hormigueo de la pesadumbre. Podía distenderse y aguardar con expectativa el final de este trabajo.
Las presiones que lo agobiaban estaban llegando a su núcleo. Su juicio comenzaría dentro de un mes. Conocía el resultado con razonable certeza. Este era el tiempo cúspide. Todo aquello para lo que había vivido y trabajado pronto se realizaría, sus planes pasarían a la fase siguiente, y él abandonaría la escena. Culminaciones dentro del crecimiento, detenciones dentro del flujo.
Pronto debería reunirse con el joven Gaal Dornick, una figura significativa en sus planes. Matemáticamente, Dornick distaba de ser un extraño, aunque nunca se habían conocido personalmente.
Y Hari creía haber visto a Daneel una vez más, aunque no estaba seguro. Daneel no habría querido que él estuviera seguro, pero quizá quería que sospechara.
Buena parte de lo que en Trantor pasaba por historia ahora apestaba a desastre. A fin de cuentas, en el arte de la estadística la confusión equivalía al desastre, y a veces el desastre era una necesidad. Hari sabía que Daneel aún tenía mucho trabajo por delante, en secreto; pero Hari nunca se lo contaría a ningún otro humano. No podía hacerlo. Daneel se había cerciorado de ello. Y por esa razón Hari no podía revelar la verdad acerca de Dors, la verdadera historia de la extraña y casi perfecta relación que había tenido con una mujer que no era una mujer, pero que era su amiga y amante.
El fatigado Hari procuraba resistirse a la tristeza sentimental, pero no podía reprimirla. La vejez era lamentable y la pérdida de amantes y amigos acosaba a los viejos. ¡Sería magnífico si él pudiera visitar de nuevo a Daneel! No le costaba imaginar cómo sería esa visita: después de la alegría del reencuentro, Hari expresaría su enfado ante las restricciones y exigencias que Daneel le había impuesto. El mejor amigo, el conductor más exigente.
Hari pestañeó y se concentró en la vista que le ofrecía el ventanal. Últimamente era muy propenso a perderse en ensoñaciones.
Aun el bello fulgor del mar era un signo de decadencia: un desborde de algas bioluminiscentes descontroladas hacía cuatro años, que había arrasado con las cosechas de las granjas de oxigenación, enrareciendo levemente el aire hasta en el frescor de la superficie. Aún no había amenaza de sofocación… ¿pero cuánto faltaba?
Pocos días atrás los asistentes, protectores y voceros del emperador habían anunciado una victoria inminente sobre la bella plaga de algas, sembrando el océano con organismos artificiales para controlar la floración. De hecho, el mar parecía más oscuro, aunque quizás el cielo despejado atenuara relativamente su brillo.
La muerte puede ser tan ruda como encantadora, pensó Hari. Reposo, Sueño, Paz.
En otra región de la galaxia, Lodovik Trema viajaba en las honduras de una nave imperial de investigación astrofísica. Era el único pasajero. Gozaba de las comodidades de la sala de oficiales, y miraba un entretenimiento liviano con aparente satisfacción. Los selectos tripulantes, procedentes de la clase de los ciudadanos, apilaban esos entretenimientos por millares antes de lanzarse en sus misiones, que podían alejarlos durante meses de los puertos civilizados. Los oficiales y el capitán, con frecuencia pertenecientes a familias aristocráticas, escogían librofilmes menos populistas.
Lodovik Trema aparentaba unos cuarenta y cinco años. Era robusto sin ser corpulento, con un rostro feo pero simpático y manazas fuertes con dedos de salchicha. Parecía fijar un ojo en el cielo, y torcía los gruesos labios como si siempre se inclinara hacia el pesimismo o una escéptica neutralidad. Su pelo era corto y ralo; su frente alta y lisa daba a su rostro un aire juvenil, desmentido por las arrugas que le aureolaban la boca y los ojos.
Aunque Lodovik representaba la mayor autoridad imperial, se había granjeado la simpatía del capitán y los tripulantes; en sus secas declaraciones manifestaba un ingenio cordial y perspicaz, y nunca decía demasiado, aunque a veces podían acusarlo de decir demasiado poco.
Ni siquiera los ordenadores de a bordo podían visualizar las fístulas geométricas del hiperespacio por donde navegaban durante los saltos. Humanos y máquinas, esclavos del espacio-tiempo, mataban el tiempo hasta la emergencia preprogramada.
Lodovik siempre había preferido las redes de agujeros de gusanos —más rápidas aunque en ocasiones más angustiosas—, pero esas conexiones estaban peligrosamente descuidadas, y en las últimas décadas muchas se habían derrumbado como túneles de metro sin apuntalar, a veces succionando estaciones de tránsito y pasajeros en espera.
Ahora se usaban poco.
El capitán Kartas Tolk entró en la sala y se detuvo un instante detrás del asiento de Lodovik. Los demás tripulantes se ocupaban de las máquinas que vigilaban a las máquinas que mantenían la integridad de la nave durante los saltos.
Tolk era alto, de cabello claro y lanoso, con tez parda y cenicienta y un aire patricio que era común entre los sarossanos nativos. Lodovik miró por encima del hombro y saludó con un cabeceo.
—Dos horas más, después de nuestro último salto —dijo el capitán Tolk—. Llegaremos a tiempo.
—Bien —dijo Lodovik—. Ansío ponerme a trabajar. ¿Dónde aterrizaremos?
—En Sarossa Mayor, la capital. Allí están almacenados los documentos que usted busca. Luego, tal como se ordenó, trasladaremos a la mayor cantidad posible de las familias favorecidas que figuran en la lista del emperador. La nave estará atestada.
—Me imagino.
—Faltan unos siete días para que el frente de choque llegue a los lindes del sistema. Luego, sólo ocho horas para que engulla Sarossa.
—Demasiado justo.
—Producto de la incompetencia y los errores imperiales —declaró Tolk, sin disimular su amargura—. Hace dos años que los científicos imperiales saben que la estrella de Kale estaba por sufrir un colapso.
—La información suministrada por los científicos sarossanos distaba de ser precisa —dijo Lodovik.
Tolk se encogió de hombros; no tenía sentido negarlo. Había culpas suficientes para todos. La estrella de Kale había entrado en supernova el año anterior; su explosión se había observado por telepresencia nueve meses después, y desde entonces… Politiquería, redistribución de recursos escasos, luego esta misión de alcances tan limitados…
El capitán había tenido el infortunio de ser enviado a presenciar la muerte de su planeta, para salvar apenas un puñado de documentos imperiales y familias privilegiadas.
—En días mejores —dijo Tolk— la armada imperial habría construido escudos para salvar al menos un tercio de la población del planeta. Habríamos formado flotas de naves de migración para evacuar a miles de millones… suficientes para reconstruir o preservar el carácter de un mundo. Un mundo glorioso, si se me permite la expresión, aun ahora.
—Eso me han dicho —murmuró Lodovik—. Haremos todo lo posible, querido capitán, aunque eso sólo podrá darnos una seca y huera satisfacción.
Tolk torció los labios.
—No lo culpo personalmente —dijo—. Usted ha sido franco y comprensivo… y sobre todo eficiente. —Muy diferente de lo que es habitual en las oficinas de la Comisión. La tripulación lo considera un amigo entre malandrines.
Lodovik sacudió la cabeza en un gesto de advertencia.
—Cualquier queja contra el Imperio puede ser peligrosa. Será mejor que no confíen en mí más de la cuenta.
La nave tembló ligeramente y una campanilla sonó en la sala. Tolk cerró los ojos y aferró mecánicamente el respaldo de la silla. Lodovik sólo miró hacia delante.
—El último salto —dijo el capitán. Miró a Lodovik—. Confío en usted, consejero, pero confío más en mi destreza. Ni el emperador ni Linge Chen pueden darse el lujo de perder a hombres con mis aptitudes. Todavía sé reparar componentes de nuestros motores en caso de desperfecto. Pocos capitanes pueden alardear de ello en la actualidad.
Lodovik asintió. Una verdad irrefutable, pero una armadura frágil.
—La habilidad para aprovechar recursos humanos esenciales sin abusar de ellos quizá también sea un arte perdido, capitán. Queda advertido.
Tolk hizo una mueca.
—Entendido. —Dio media vuelta para marcharse, y oyó algo inusitado. Miró a Lodovik por encima del hombro—. ¿Sintió eso?
La nave vibró de nuevo, esta vez con un chirrido agudo que les hizo castañetear los dientes. Lodovik frunció el ceño.
—Sentí eso. ¿Qué fue?
El capitán ladeó la cabeza, escuchando una voz remota que zumbaba en sus oídos.
—Una inestabilidad, una irregularidad en el último salto —dijo—. No es infrecuente cuando nos aproximamos a una masa estelar. Quizá le convenga regresar a su cabina.
Lodovik apagó los proyectores y se levantó. Le sonrió al capitán Tolk y le palmeó el hombro.
—Entre todos los que están al servicio del emperador, con gusto confiaría en usted para capear un temporal. Ahora necesito estudiar nuestras opciones. Triaje, capitán Tolk. Evaluación de lo que podemos llevar con nosotros, en comparación con lo que se puede almacenar en bóvedas subterráneas.
Tolk lo miró con rostro taciturno y bajó los ojos.
—La biblioteca de mi familia, en Alos Quad, está…
Las alarmas de la nave bramaron como animales doloridos.
Tolk alzó los brazos instintivamente, cubriéndose la cara…
Lodovik cayó al suelo y se recobró con asombrosa agilidad…
La nave giró como un trompo en una dimensión fraccionaria que no estaba preparada para atravesar…
En una bruma de impulsos desquiciados, aullando como un monstruo moribundo, realizó un salto asimétrico no programado.
La nave emergió en la desierta vastedad de la geometría de estado, el espacio normal, no estirado. Simultáneamente falló la gravedad de a bordo.
Tolk flotaba a centímetros del suelo. Lodovik se irguió y cogió un brazo del sillón que ocupaba pocos instantes antes.
—Estamos fuera del hiperespacio —dijo.
—Sin duda —dijo Tolk—. ¿Pero dónde, en nombre de la procreación?
Lodovik supo al instante algo que el capitán no podía saber. Una oleada interestelar de neutrinos los inundaba. En sus siglos de existencia, Lodovik nunca había experimentado semejante embate. Para las intrincadas sendas supersensibles de su cerebro positrónico, los neutrinos eran como una nube de insectos zumbones, pero atravesaban la nave y sus tripulantes humanos coma si fueran fragmentos de nada. Un neutrino, la más elusiva de las partículas, podía atravesar un año-luz de plomo macizo sin detenerse. Rara vez reaccionaban ante la materia. En el corazón de la supernova de Kale, sin embargo, inmensas cantidades de materia se habían comprimido hasta formar neutronio, produciendo un neutrino por cada protón, más que suficiente para volar las capas externas con un año de antelación.
—Estamos en el frente de choque —dijo Lodovik.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Tolk.
—Flujo de neutrinos.
—¿Cómo…? —La tez del capitán se agrisó, y su lustre ceniciento se volvió aún más evidente—. Una suposición, desde luego. Es una suposición lógica.
Lodovik asintió, pero no era una suposición. El capitán y la tripulación tenían una hora de vida.
Aun a esa distancia de la estrella de Kale, la esfera expansiva de neutrinos sería tan fuerte como para transmutar algunos milésimos por ciento de los átomos del interior de la nave y sus cuerpos. Muchos neutrones se convertirían en protones, suficientes para alterar sutilmente la química orgánica, generando tóxicos, señales nerviosas que desembocarían en callejones sin salida.
No había escudos efectivos contra el flujo de neutrinos.
—Capitán, no es momento para engaños —le dijo Lodovik—. No estoy arriesgando una conjetura. No soy humano. Siento los efectos directamente.
El capitán lo miró sin comprender.
—Soy un robot, capitán. Yo sobreviviré un tiempo, pero no es una bendición. Mi programación profunda me obliga a tratar de proteger a los humanos de todo daño, pero no puedo hacer nada para ayudar. Todos los humanos de esta nave perecerán.
Tolk hizo una mueca y sacudió la cabeza, como si no creyera a sus oídos.
—Todos estamos enloqueciendo —dijo.
—Todavía no —dijo Lodovik—. Capitán, por favor acompáñeme al puente. Quizás aún podamos salvar algo.