La serie de la Fundación comenzó durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos alcanzaba su cénit como potencia mundial. La serie se prolongó durante décadas mientras Estados Unidos dominaba los asuntos mundiales de un modo que ningún país lo había hecho jamás. Pero la Fundación trata sobre un imperio y su decadencia. ¿Esto delataba una angustia, nacida en el mismo momento en que se alcanzaba la gloria?

Siempre me he preguntado si era así. Una parte de mí ansiaba explorar los problemas que jalonan la serie.

La idea de escribir más novelas ambientadas en el universo de la Fundación pertenece a Janet Asimov y Ralph Vicinanza, representante de la herencia literaria de Asimov. Cuando ellos me hicieron el primer ofrecimiento lo rechacé, pues estaba ocupado con la física y mis propias novelas. Pero mi subconsciente, una vez estimulado, se negó a abandonar la propuesta. Al cabo de medio año de luchar con ideas que estaban obviamente relacionadas con la Fundación y necesitaban expresarse, me comuniqué con Ralph Vicinanza y empecé a trazar un plan para construir una compleja curva de acción y sentido que se revelaría en varias novelas. Aunque hablamos con varios autores acerca de este proyecto, los más adecuados parecían ser dos autores de ciencia ficción «dura» dotados con gran talento técnico e influidos por Asimov: Greg Bear y David Brin.

Los tres permanecimos en estrecho contacto mientras yo escribía este primer volumen, pues nos proponemos crear tres novelas autónomas que no obstante compartan un enigma general hasta su conclusión. Aquí aparecen algunos elementos que serán ampliados en Fundación y caos de Greg Bear y redondeados en El triunfo de la fundación de Brin. He insertado en la narración ciertas claves y anticipos que luego tendrán mayor desarrollo.

Los géneros son conversaciones delimitadas. La delimitación es esencial, pues define las reglas y supuestos de que dispone un autor. Si la ciencia ficción dura ocupa el centro de este género, quizá sea porque su «dureza» brinda la frontera más sólida. La ciencia misma impone límites estrictos.

Los géneros son también inmensas discusiones donde las ideas se desarrollan, se intercambian y mu tan, y sus variaciones se entretejen a través del tiempo. Los autores inducen a sus colegas a introducir cambios, en un proceso más parecido a la improvisación de una banda de jazz que al concierto de un solista en un lujoso auditorio. En contraste, la narrativa «seria» (que más merece, a mi entender, el calificativo de pomposa) tiene clásicos canónicos que supuestamente destacan en el tiempo como objetos de distante reverencia.

Gran parte del placer de las novelas policiales, de espionaje y de ciencia ficción reside en la interacción de los escritores entre sí y —sobre todo en la ciencia ficción, que inventó el fándom— con los lectores. Esto no es un defecto; es la naturaleza esencial de la cultura popular, que Estados Unidos ha dominado en nuestros tiempos, con la invención del jazz, el rock, el «musical» y géneros escritos como el western, la novela policial negra, la fantasía moderna y muchos otros campos fecundos. Muchos tipos de ciencia ficción (dura, utópica, militar, satírica) comparten supuestos, palabras en código, líneas argumentales, voces narrativas. El afectuoso recuerdo de Astounding en la edad de oro, con su correo de lectores, de la New Wave, de la Galaxy de Horace Gold, todo ello es eco de viejas conversaciones que se prolongan con fervor.

Los placeres de la literatura de género son muchos, pero este rasgo de los valores compartidos dentro de una discusión prolongada quizá sea objeto de la mayor devoción por parte de sus partidarios. En contraste con la perspectiva de un Gran Canon de grandes obras que se yerguen como monolitos en un paisaje desierto, las satisfacciones de la literatura de género constituyen una interesante faceta de la moderna cultura democrática (pop), un movimiento compartido.

Hay preguntas acerca de cómo los autores encaran lo que algunos llaman la «angustia de la influencia», pero que yo preferiría llamar, con un término menos dramático, la digestión de la tradición.

Recuerdo la definición de John Berger sobre el arte mercenario, cuando en Ways of Seeing describe la pintura al óleo como «no el resultado de chapucería o provincialismo; sino el resultado de que el mercado sea más exigente que el arte». Convenido, pero esto puede suceder en cualquier contexto. Trabajar en una región conocida del espacio conceptual no implica necesariamente que el territorio esté totalmente explotado. Y los nuevos territorios no siempre son fecundos.

Deberíamos señalar que una novela que Hemingway consideraba como la mejor de la literatura de Estados Unidos es una continuación; más aún, es la continuación de una novela para niños, Tom Sawyer.

Compartir un terreno común no es sólo una tradición literaria. ¿Sentimos confusión moral cuando oímos la Rapsodia sobre un tema de Paganini? ¿Nos marchamos indignados de la sala de concierto al escuchar las Variaciones sobre un tema de Haydn? ¿Los grandes comparten un terreno común? Qué escándalo.

Una nueva ojeada a los supuestos y métodos de las obras clásicas puede arrojar nuevos frutos. Las nuevas narraciones pueden internarse en nuevos territorios mientras reflexionan sobre el paisaje del pasado. Recordemos que Hamlet se basaba en varias obras anteriores que tenían la misma trama.

El propio Isaac volvió a visitar la Fundación, adoptando un encuadre distinto en cada oportunidad. Al principio la psicohistoria igualaba los movimientos del conjunto de la gente con los movimientos moleculares. La Segunda Fundación analizaba las perturbaciones de esas leyes deterministas (el Mulo) e implicaba que sólo una élite sobrehumana podría manejar las inestabilidades. Más tarde, los robots surgieron como la élite, mejores que los humanos en el gobierno desapasionado. Más allá de los robots vino Gaia, y así sucesivamente.

En esta serie de tres libros volveremos al papel de los robots y a la psicohistoria como teoría. Más variaciones sobre la melodía básica.

Siempre me intrigaron algunos aspectos cruciales del Imperio de Asimov:

Esta novela propone algunas respuestas. Es mi aportación a una discusión sobre el poder y el determinismo que ya lleva más de medio siglo.

Desde luego, conocemos algunas respuestas no esenciales. El término «psicohistoria» era de uso común en los años 30 y aparece en el Wehster’s Dictionary de 1934. Isaac amplió su significado, sin embargo. No quería habérselas con el célebre disgusto de John W. Campbell con alienígenas que pudieran ser tan listos como nosotros, así que su Fundación no incluyó ninguno. Pero yo tenía la impresión de que podía haber algo más.

Además, la unificación de las novelas de robots con la serie de la Fundación se volvió intrincada y fascinante. El crítico inglés Brian Stableford encontró esto «confortante en su encierro claustrofóbico». No hay robots en las primeras novelas de la Fundación, pero actúan como manipuladores invisibles en Preludio a la Fundación y Hacia la Fundación.

El Imperio sin duda debe poseer máquinas informáticas avanzadas. Isaac comentó que «acabo de introducir ordenadores muy avanzados en la nueva novela de la Fundación y esperaba que nadie reparase en la incongruencia. Nadie lo notó». Como observó James Gunn: «Mejor dicho, la gente lo notó pero no le dio importancia.»

Asimov escribía cada novela al nivel de los conocimientos científicos del momento, y los trabajos posteriores actualizaban ese aspecto. Así, la galaxia es más detallada en libros posteriores, y en Límite de la Fundación tenemos ordenadores avanzados y un agujero negro en el Centro Galáctico. Asimismo, aquí incluyo nuestro conocimiento más detallado del Centro Galáctico. En lugar de las naves «hiperespaciales» de Isaac he utilizado agujeros de gusano, que hoy tienen mucha más justificación teórica que en los años treinta, cuando los introdujeron Einstein y Rosen. Los agujeros de gusano están justificados por la teoría general de la relatividad, pero requieren formas extremas de materia para su formación y duración. (Lorentzian Wormholes de Matt Visser es el texto de referencia estándar sobre los conocimientos actuales.)

Isaac escribió muchas de sus narraciones en un estilo que él calificaba de «directo y económico», aunque en sus últimas obras moderó un poco esta restricción. No he intentado escribir en el estilo de Asimov. (Los que crean que es fácil escribir claramente sobre temas complejos deberían intentarlo.) Para las novelas de la Fundación él utilizó un estilo particularmente despojado, con escasas descripciones y mínimos detalles.

Veamos su propia reacción cuando decidió regresar a la serie y retomar la trilogía: «La leí con creciente inquietud. Seguía esperando que pasara algo y no pasaba nada. Los tres volúmenes, casi doscientas cincuenta mil palabras, consistían en pensamientos y conversaciones. Nada de acción ni suspenso físico.»

Pero funcionó, como es sabido. Yo no podía adoptar semejante enfoque, así que seguí mi propio camino.

Descubrí que los detalles de Trantor, de la psicohistoria y del Imperio me atraían cuando comencé a pensar en esta novela, más aún, me condujeron en mi búsqueda subsconsciente de la historia implícita. Este libro, pues, no es la imitación de una novela de Asimov sino una novela de Benford que usa ideas y ámbitos creados por Asimov.

Por fuerza mi enfoque me ha remitido a los estilos narrativos que prevalecían en la ciencia ficción de los tiempos de Isaac. Nunca he respondido favorablemente a la reciente mutilación de la literatura por parte de los críticos, las tribus de estructuralistas, posmodernistas y deconstruccionistas. Para muchos autores de ciencia ficción, lo «posmoderno» es sólo un signo de agotamiento. Sus recursos típicos —autorreferencia, grandes dosis de ironía obligatoria, el uso pedante de antiguas tretas de género, el pastiche y la parodia— delatan una carencia de inventiva, de la moneda crucial de la ciencia ficción, la imaginación. Algunos deconstruccionistas han atacado la ciencia misma como si fuera mera retórica y no un ordenamiento de la naturaleza, procurando reducirla al status de las humanidades, que en última instancia son arbitrarias. La mayoría de los aficionados a la ciencia ficción ven este ataque contra el empirismo como una vieja canción con letra nueva, una versión pintorescamente retro.

En el núcleo de la ciencia ficción se encuentra la experiencia de la ciencia. Esto hace que el género sea hostil a tales modas críticas, pues valora su terreno empírico. El énfasis del deconstruccionismo en las contradicciones internas o la autonomía de los textos, más que en su lazo con la realidad, induce a ver la literatura como vacíos juegos de palabras.

Las novelas de ciencia ficción nos ofrecen mundos que no se deben tomar como metáforas sino como reales. Nos piden que participemos en acontecimientos extraños, no que los observemos buscando claves acerca de lo que dicen en verdad. («Mmmm, si esto significa tal cosa, entonces esto otro debe significar…» Este no es buen modo de cobrar impulso narrativo.) Los planetas, estrellas y desiertos digitales de nuestras mejores novelas deben tomarse como reales, como si dijéramos: «La vida no es como esto, es esto.» Los viajes pueden llevarnos a lugares nuevos, no sólo devolvernos a nosotros mismos.

Aun así, he sido un poco autocomplaciente en las escenas satíricas que describen un mundo académico descarriado, pero creo que Isaac habría aprobado mis objetivos. Los lectores que crean que me he extralimitado al describir el punto de vista según el cual la ciencia no aborda verdades objetivas sino que es un campo de batalla de los juegos de poder, donde el «realismo ingenuo» se topa con visiones relativistas, deberían echar un vistazo a The Golem de Harry Collins y Trevor Pinch. Este libro describe a los científicos como personas que no poseen más conocimiento objetivo que los abogados o los agentes de viajes.

La reciente modificación de los tests escolares de aptitud para que cada año el promedio llegue a la misma cifra, ocultando así la decadencia en la capacidad de los estudiantes, está satirizada en las últimas páginas de la novela; creo que Isaac se habría reído pensando en este tema en el contexto de toda una galaxia.

Desde Verne y Wells hasta aproximadamente 1970, la ciencia ficción trataba principalmente sobre las maravillas del movimiento y del transporte. Hay un sinfín de novelas con la palabra estrella en el título, evocando destinos lejanos, y cuentos tales como «Las aceras deben rodar» de Robert Heinlein.

Pero en las últimas décadas nos hemos concentrado más en las maravillas de la información, en transformaciones más internas que externas. Internet, la realidad virtual y las simulaciones informáticas pesan mucho en nuestra visión del futuro. Esta novela procura combinar estos dos temas con varias escenas de viaje, y un tema más amplio sobre ordenadores.

Como señaló James Gunn, la serie de la Fundación es una saga. Su método reside en un patrón reiterativo: de la solución de cada problema surge el próximo problema a resolver. Esto se convirtió en una gran restricción en novelas posteriores. Asimov parecía afirmar que la vida era una serie de problemas a resolver, pero que la vida misma no podía resolverse. Como señaló Gunn, teniendo en cuenta que la combinación e integración de la saga de la Fundación y las novelas de robots ahora abarca dieciséis libros, tal vez se requiera una guía para todo ello. Una guía quizá denominada Enciclopedia Galáctica.

Los imperios galácticos continúan siendo un elemento clave de la ciencia ficción. Las novelas de Flandry de Poul Anderson y la serie Dorsal de Cordón R. Dickson estudiaban la estructura sociopolítica de esos vastos complejos, pues un sistema imperial poderoso y autocrático exige gran talento organizativo, virtud fundamental de los romanos.

Isaac no siempre era coherente con los números. ¿Cuántos habitantes tiene Trantor? Habitualmente él habla de 40 mil millones, pero en Segunda Fundación son 400 mil millones (a menos que sea una errata). Si dispersamos cuarenta mil millones de personas en un mundo del tamaño de la Tierra (con todos los mares secos), sólo tenemos cien por kilómetro cuadrado. Para albergarlas no se necesitaría una ciudad de medio kilómetro de profundidad.

Las fechas también son difíciles de seguir en tales inmensidades de tiempo. Trantor tiene por lo menos doce mil años, y nótese que suponemos que es un año terrícola, aunque se haya olvidado la posición de la Tierra. Por el calendario del Imperio Galáctico, Guijarro en el cielo, que contiene referencias a cientos de miles de años de expansión en el espacio, ocurre en el 900 EG. En Fundación la energía atómica tiene 50 000 años. El robot Daneel tiene 20 000 años en Preludio a la Fundación y Hacia la Fundación, ¿a qué distancia de nuestro futuro impera el emblema del Sol y la Nave Espacial? ¿Unos 40 000 años? Ninguna fecha concilia todos los detalles.

Tampoco tiene mayor importancia. Conozco los peligros de escribir una serie larga durante décadas. Me tomé veinticinco años para lidiar con los seis volúmenes de mi serie del Centro Galáctico. Sin duda hay contradicciones en las fechas y otros detalles, aunque lo dispuse todo en un cuadro cronológico, publicado en el último volumen. Los alienígenas de esa serie no son los sugeridos en esta novela, aunque obviamente existen lazos conceptuales.

La ciencia ficción habla del futuro, pero le habla al presente. Los grandes temas del poder social y la tecnología que lo impulsa nunca se irán. Con frecuencia los problemas se ven mejor desde una perspectiva imaginaria, antes de enfrentarlos en el escabroso terreno de la realidad.

Isaac Asimov tenía, en última instancia, una visión esperanzada de la humanidad. Nos veía llegando una y otra vez a una encrucijada, y hallando una salida victoriosa. Sobre eso trata la Fundación.

Lo que importa en las sagas es el aliento. Sin duda la serie de la Fundación posee esta cualidad. Sólo espero haber contribuido a mantenerla.

Los libros que exploran los laberintos de la Fundación incluyen la histórica The World Beyond the Hill de Alexei y Cory Panshin, el perspicaz Isaac Asimov de James Gunn, el exhaustivo The Science Fiction of Isaac Asimov de Joseph Patrouc y Réquiem for Astounding de Alva Rogers, que revive la sensación de leer las obras clásicas en el momento de su aparición. He aprendido de todos estos estudios.

Tengo una deuda de gratitud con Janet Asimov, Mark Martin, David Brin, Joe Miller y Jennifer Brehl por sus consejos y comentarios sobre este proyecto, y con Elisabeth Brown por su atenta lectura del manuscrito. Mi reconocimiento a Don Dixon por su exuberante bestiario del futuro. Agradezco la ayuda general de mi esposa Joan, de Abbe y de Ralph Vicinanza, Janet Asimov, James Gunn, John Silbersack, Donald Kingsbury, Chris Schelling, John Douglas, Greg Bear, George Zebrowski, Paul Cárter, Lou Aronica, Jennifer Hershey, Gary Westfahl y John Clute. Gracias a todos.

Septiembre 1996.