9

Hari se dispuso a entrar de nuevo en el simespacio.

Se sentó en el módulo y se acomodó los receptores neurales alrededor del cuello. A través de una pared transparente veía equipos de especialistas trabajando con empeño para mantener el contacto entre los procesos mentales de Hari y el Retículo.

Suspiró.

—Y pensar que me proponía explicar toda la historia… Trantor ya es bastante difícil.

Dors le apretó un absorbedor húmedo en la frente.

—Lo lograrás.

Él rio secamente.

—La gente parece ordenada y comprensible desde lejos. Y sólo así. De cerca siempre es confusa.

—Tu propia vida siempre está cerca. Los demás parecen metódicos y pulcros sólo porque están a distancia.

Él la besó repentinamente.

—Te prefiero de cerca.

Dors le retribuyó el beso con fuerza.

—Estoy trabajando con Daneel para infiltrar las filas de Lamurk.

—Peligroso.

—Daneel está usando… a los nuestros.

Hari sabía que había pocos robots humaniformes.

—¿Puede prescindir de ellos?

—Algunos fueron infiltrados hace décadas.

Hari asintió.

—El bueno de R. Daneel. Tendría que haber sido político.

—Fue primer ministro.

—Designado, no electo.

Ella le estudió el rostro.

—Ahora quieres ser primer ministro, ¿verdad?

—Panucopia cambió mi opinión; sí.

—Daneel dice que tiene elementos suficientes para bloquear a Lamurk, si los promedios de votos andan bien en el Consejo Alto.

Hari resopló.

—Las estadísticas son engañosas, amor. Recuerda la clásica broma sobre los tres estadísticos que fueron a cazar patos…

—¿Qué es eso?

—Un ave, conocida en algunos mundos. El primer estadístico disparó un metro más arriba, el segundo un metro más abajo. El tercer estadístico exclamó: «En promedio, le hemos dado.»

El árbol viviente del espacio de acontecimientos.

Hari observaba sus fluctuaciones a través de las matrices. Recordó que alguien había dicho que las líneas rectas no existían en la naturaleza. Allí estaba lo inverso. Una maraña infinita que nunca era recta ni curva del todo.

El artificial Retículo abundaba en diseños que uno veía por doquier. En crujientes descargas eléctricas, llenas de bifurcaciones sinuosas. En flores de escarcha azul y cristalina. En los bronquios de los pulmones humanos. En los gráficos de fluctuaciones del mercado. En los remolinos de los arroyos.

Esa armonía de lo grande con lo pequeño era la belleza misma, aun cuando era procesada por el ojo escéptico de la ciencia.

Sentía el Retículo de Trantor. Su pecho era un mapa; el sector Streeling sobre su tetilla derecha, Analytica a la izquierda. Usando plasticidad neural, las zonas sensoriales primarias de su córtex «leían» el Retículo a través de su piel.

Pero no era igual que leerlo. Allí no había meros datos.

Para una especie derivada de los pans era mucho mejor absorber el mundo a través del cauce neural que le había dado la evolución. Mucho más divertido, además.

Como las ecuaciones psicohistóricas, el Retículo era enedimensional. Y aun el número N cambiaba con el tiempo, al surgir y desaparecer ciertos parámetros.

Había una sola manera de interpretar eso en el estrecho aparato sensorial humano. A cada segundo una nueva dimensión se amontonaba sobre una dimensión más vieja. Cada instante congelado se veía como una complicada escultura abstracta moviéndose frenéticamente.

Si uno observaba intensamente cada instante, sufría un penetrante mareo y una gran jaqueca sin comprender nada. Si lo observaba como un espectáculo, no como objeto de estudio, con el tiempo obtenía una percepción extendida, integrada por el sufrido subconsciente. Con el tiempo…

Hari Seldon se montó a horcajadas sobre el mundo.

La inmediatez que había sentido cuando era Yo-pan regresó, exquisitamente realzada. Sintió el cosquilleo de la inmersión total.

Recorrió el lodoso campo de las caóticas interacciones reticulares. Los talones de sus botas dejaban hondas cicatrices. Estas sanaban de inmediato: subprogramas en operación, como la reparación celular.

Un paisaje se abrió como el regazo de una madre.

Hari ya había usado la psicohistoria para «posdecir» movimientos tribales, conductas y resultados entre los pans. Hari había generalizado eso para abarcar la topología de aptitud económica y social de los paisajes del espacio N. Ahora lo aplicó al Retículo.

Tentáculos fractales se extendieron por las redes con cegadora velocidad. El mundo digital de Trantor bostezaba como una telaraña planetaria, con una presencia adusta y voluminosa en el centro.

La jungla eléctrica de Trantor titilaba debajo de los panoramas que él recorría. Desde lejos esos cuarenta mil millones de vidas eran como una feria, brillantes como neón en el horizonte, en medio de un desierto frío y negro, la colosal noche de la Galaxia.

Hari avanzó por el torturado paisaje de tormenta y ruina, hacia un nubarrón colosal. Debajo había dos humanos diminutos. Hari se agachó para recogerlos.

—¡Te has tomado tu tiempo! —exclamó el hombrecillo—. Esperé menos por el rey de Francia.

—¡Nuestro liberador! ¿Te ha enviado san Miguel? —preguntó la diminuta Juana—. Ah, ten cuidado con las nubes.

—Aquí hay más cosas en juego —dijo el hombre.

Hari permaneció congelado mientras un volumen de datos, cultura, historia y saber lo atravesaba. Jadeando, aceleró al máximo. Juana, Voltaire y la fulgurante criatura nubosa redujeron su velocidad. Hari pudo ver ondas de acontecimientos atravesando sus simulaciones.

Eran mentes dispersas cuyas partes brincaban sin cesar por Trantor. Cómputos crepitantes y oscilantes. Con los recursos de un cerebro entero funcionando en un lugar central, sus millones de microeficiencias se acumulaban.

—Tú conoces Trantor —murmuró Juana—. Usa ese conocimiento contra ellos.

Hari parpadeó. Y supo.

Arroyos de recuerdos compactados lo atravesaron. Recuerdos que él no podía reclamar pero que lo instruyeron al instante, reseñando todo lo que había sucedido.

Su celeridad y agilidad eran maravillosas. Era como un patinador deslizándose por la planicie mientras los demás andaban a trompicones como bestias torpes.

Y entendió por qué.

Imaginó holopantallas cubriendo una montaña de un kilómetro de altura, hasta que relucía con medio millón de imágenes danzarinas. Cada holo usaba un cuarto de millón de píxeles para modelar su imagen, de modo que el conjunto requería una potencia inmensa.

Si comprimía esas pantallas en una lámina de papel de aluminio de un milímetro de espesor, arrugaba la lámina y la metía en un pomelo, eso era el cerebro, cien mil millones de neuronas activándose con diversa intensidad. La naturaleza había obrado ese milagro, y ahora las máquinas procuraban imitarlo.

Ese borbotón de imágenes le llegó directamente de una clandestina colaboración entre él mismo y el Retículo.

La información surgía de docenas de bibliotecas y se fusionaba con chasquidos audibles.

Supo y sintió simultáneamente. Los datos como deseo…

Tambaleándose, giró y enfrentó las nubes iracundas. Lo atacaron como abejas zumbonas.

Dirigió su asombrada mirada al nubarrón, que lanzó relámpagos anaranjados, achicharrando el aire.

El impacto lo estremeció.

—Es todo lo que pueden hacer por el momento —explicó el pequeño Voltaire.

—Parece suficiente —jadeó Hari.

—Juntos podemos presentar batalla —gritó Juana.

Hari trastabilló. Una convulsión le atenazaba los músculos. Consagró toda su atención a dominar los espasmos.

Eso sirvió para acelerar el simespacio en relación con él. Voltaire habló normalmente:

—Sospecho que él mismo vino en busca de ayuda.

—Aquí libramos la grandiosa y sagrada batalla —insistió Juana—. Todo lo demás debe olvidarse.

—¿Diplomacia? —sugirió Hari.

Juana se exasperó.

—¿Qué? ¿Negociar con enemigos tan viles…?

—Tiene cierta razón —murmuró juiciosamente Voltaire.

—Tu experiencia como filósofo de tiempos más turbulentos debería sernos útil —carraspeó Hari.

—Ah, la experiencia. Se la sobrevalora en exceso. Si pudiera vivir mi vida de nuevo, sin duda cometería los mismos errores, pero antes.

—Si yo supiera qué desea esta tormenta… —dijo Hari.

[TU VARIEDAD DE VIVIFORME]

[NO ES NUESTRO OBJETIVO PRIMARIO]

—¡Pues ciertamente nos torturas bastante! —replicó Voltaire.

Hari cogió al hombre diminuto y lo levantó. Un oscuro tornado descendió, lleno de escombros, astillas que había devorado en el Retículo. Hari puso a Voltaire frente a esa boca famélica.

El ciclón los azotó con sus desechos, aullando con energía diabólica, tan estridente que Hari tuvo que gritar.

—Tú fuiste el «apóstol de la razón», por citar tus propias memorias. Razona con ellos.

—No puedo comprender sus fracturadas frases. ¿A qué se refiere con otros «viviformes»? Está el hombre, y sólo el hombre.

—Así lo ha ordenado el Señor, aun en este Purgatorio —convino Juana.

—No conviene estar seguro de nada —masculló Hari, sospechando lo que venía.