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—La mujer confesó de buena gana —dijo Cleon—. Una asesina profesional. Vi el 3D y ni siquiera se inmutó al hablar.

—¿Lamurk? —preguntó Hari.

—Obviamente, pero ella no quiere admitirlo. Aun así, esto puede bastar para forzar la mano de Lamurk. —Cleon suspiró, revelando su tensión—. Pero como ella era del sector Analytica, es posible que también sea una embustera profesional.

—Maldición —dijo Hari.

En el sector Analytica, cada objeto y acto tenía un precio. Esto significaba que no había delitos, sólo actos que costaban más. Cada ciudadano tenía un valor bien establecido, expresado en moneda corriente. La moralidad consistía en no tratar de hacer algo sin pagar por ello. Cada transacción se lubricaba con la grasa del valor. Cada herida tenía un precio.

Si uno quería matar a un enemigo, estaba bien, pero había que depositar todo su valor en el sector Fundat ese mismo día. Si uno no podía pagarlo, el sector Fundat reducía a cero el valor del insolvente. Cualquier amigo de su enemigo podía matarlo sin coste.

Cleon suspiró y cabeceó.

—Aun así, el sector Analytica me causa pocos problemas. Sus métodos alientan los buenos modales.

Hari tuvo que darle la razón. Varias zonas galácticas usaban el mismo método y eran modelos de estabilidad. Los pobres tenían que ser corteses. Si uno era pobre y mal educado, quizá no sobreviviera. Pero los ricos no eran invulnerables. Un grupo de personas menos pudientes podía juntarse, aporrear a un rico y luego pagarle el hospital y las cuentas de recuperación. Desde luego, su represalia podía ser extrema.

—Pero ella operaba fuera de Analytica —dijo Hari—. Eso es ilegal.

—Para nosotros, para mí, sin duda. Pero también eso tiene un precio… dentro de Analytica.

—¿No se la puede obligar a identificar a Lamurk?

—Tiene bloques neurales bien instalados.

—¡Maldición! ¿No hay un chequeo de fondo?

—Eso nos lleva a pistas más interesantes. Un posible vínculo con esa extraña mujer, la potentada académica —murmuró Cleon.

—Entonces es posible que mi propia clase me esté traicionando. ¡La política!

—El asesinato ritual es una antigua aunque deplorable tradición. Un método de tanteo entre los elementos poderosos de nuestro Imperio.

Hari hizo una mueca.

—No soy experto en esto.

—No puedo postergar la votación del Consejo Alto más que unos días —dijo Cleon con cierto embarazo.

—Entonces debo hacer algo.

Cleon enarcó las cejas.

—No carezco de recursos…

—Perdón, Alteza. Debo librar mis propias batallas.

—La predicción de Sark. Vaya, eso sí que fue audaz.

—No lo verifiqué con vos primero, pero pensé…

—No, no, Hari. Excelente. ¿Pero funcionará?

—Es sólo una posibilidad, Alteza. Pero era la única vara que tenía a mano para azotar a Lamurk.

—Pensé que la ciencia daba certidumbre.

—Sólo la muerte hace eso, mi emperador.

La invitación de la potentada académica parecía extraña, pero Hari fue de todos modos. La página estampada en relieve, con sus complejos saludos, estaba «cargada de matices», como lo expresó la oficial de protocolo.

La audiencia se celebró en uno de los sectores más extraños. Incluso sepultados en capas de artificio, muchos sectores de Trantor exhibían una extraña biofilia.

En el sector Arcadia, costosas residencias se elevaban sobre un lago interior o un vasto campo. Muchas presentaban árboles dispuestos en grupos exquisitamente aleatorios, con una clara preferencia por los de copa amplia y ramaje exuberante. Los balcones estaban llenos de macetas con arbustos.

Hari recorrió el lugar viéndolo a través de la lente de Panucopia. Era como si con esas elecciones las personas proclamaran sus orígenes primitivos. ¿Los humanos primitivos, como los pans, estaban más seguros en un terreno marginal, donde el descampado les permitía buscar alimentos mientras vigilaban a sus enemigos? Frágiles, sin zarpas ni dientes afilados, quizá necesitaran refugiarse rápidamente en la arboleda o en el agua.

Asimismo, los estudios mostraban que algunas fobias eran comunes a toda la galaxia. Personas que nunca habían visto las imágenes reaccionaban con trémulo temor ante los holos de arañas, serpientes, lobos, lluvias, nubarrones. Nadie exhibía fobias contra amenazas más recientes contra su vida, como cuchillos, armas de fuego, tomas eléctricas, coches rápidos.

Todo eso tenía que incluirse de algún modo en la psicohistoria.

—Aquí no hay detectores, señor —dijo el capitán de los Especiales—. Aunque no son fáciles de hallar.

Hari sonrió. El capitán padecía de un malestar común entre los trantorianos, la distorsión de la perspectiva. Al descampado, los nativos podían confundir objetos grandes y distantes con objetos cercanos y pequeños. Hasta Hari lo sufría un poco. En Panucopia, al principio había confundido rebaños de herbívoros con ratas cercanas.

Ahora Hari había aprendido a mirar más allá de la pompa de los ámbitos lujosos, las muchedumbres de criados, los objetos suntuarios. Reflexionaba sobre sus investigaciones psicohistóricas mientras seguía a la oficial de protocolo y no regresó al mundo real hasta que estuvo sentado frente a la potentada académica.

—Le suplico que acepte mi humilde ofrecimiento —recitó ella, señalando delicadas y traslúcidas tazas de humeante hierbagua.

Recordó que esta mujer y los académicos que había conocido durante la velada lo habían exasperado. Todo parecía haber sucedido mucho tiempo atrás.

—Notará que el aroma pertenece al fruto maduro del oobalong. Es mi elección personal entre las espléndidas hierbaguas del mundo de Calafia. Refleja la alta estima en que tengo a quienes ahora agracian mi sencilla morada con su insigne presencia.

Hari bajó la cabeza en un gesto de respeto, para ocultar su sonrisa. Siguieron más frases rebuscadas acerca de los beneficios medicinales de la hierbagua, que abarcaban desde el alivio de los problemas digestivos hasta la reparación de lesiones celulares.

La mujer agitó la papada.

—Necesitará auxilio en tiempos tan difíciles, académico.

—Ante todo, necesito tiempo para realizar mi tarea.

—Tal vez le agrade una saludable porción de la carne del liquen negro. Es la mejor, cosechada en las laderas de los abruptos picos de Ambrose.

—La próxima vez, seguro.

—Espero fervientemente que este mezquino personaje haya sido mínimamente servicial para una dignísima y enaltecida figura de nuestro tiempo, que quizá sufra de exceso de tensión.

La voz acerada de la mujer lo puso en guardia.

—¿Podría ir al grano?

—Muy bien. Su esposa. Es una mujer muy compleja.

—¿Y? —dijo Hari sin inmutarse.

—Me pregunto qué probabilidades tendría usted en el Consejo Alto si yo revelara la verdadera naturaleza de su esposa.

Hari se sorprendió. No había previsto esto.

—Chantaje, ¿verdad?

—¡Qué palabra tan grosera!

—Qué acto tan grosero.

Hari escuchó el intrincado análisis de por qué la identidad robótica de Dors atentaría contra su candidatura. Todo era cierto.

—¿Y usted habla en nombre del conocimiento, de la ciencia? —dijo con amargura.

—Yo actúo en nombre del interés de mis seguidores —dijo ella—. Usted es un matemático, un teórico. Usted sería el primer académico en gobernar como primer ministro en muchas décadas. No creemos que usted sepa gobernar. Su fracaso arrojará una sombra sobre toda la meritocracia.

—¿Quién lo dice? —dijo Hari con irritación.

—Es nuestra considerada opinión. Usted no es práctico. No está dispuesto a tomar decisiones difíciles. Todos nuestros psiquistas concuerdan con ese diagnóstico.

—¿Psiquistas? —Hari resopló despectivamente. Aunque había llamado psicohistoria a su teoría, sabía que no existía un buen modelo de la personalidad humana individual.

—Yo sería mucho mejor candidata, por poner un ejemplo.

—Vaya candidata. Ni siquiera es leal a su propia clase.

—Ahí tiene. Usted es incapaz de elevarse sobre sus orígenes.

—Y el Imperio se ha convertido en la guerra de todos contra todos.

La ciencia y la matemática constituían un gran logro de la civilización imperial, pero a juicio de Hari tenían pocos héroes. La buena ciencia exigía la participación de mentes brillantes y aventureras, hombres y mujeres capaces de explorar un concepto elegante, de hallar trucos seductores en asuntos arcanos, arquitectos diestros de la opinión predominante. El juego, incluso el juego intelectual, era divertido y era un bien en sí mismo. Pero los héroes de Hari eran los que afrontaban una dura oposición, buscaban objetivos difíciles, soportaban el dolor y el fracaso y seguían adelante. Tal vez, como su padre, ponían a prueba su temple, además de formar parte de la delicada cultura científica.

¿Y cómo era él?

Era hora de las apuestas.

Se puso de pie, apartando los cuencos de hierbagua.

—Ya tendrá mi respuesta.

Al salir pisó un cuenco y lo despedazó.