3

—¿Dónde aprendiste eso?

Hari sonrió, se encogió de hombros.

—Los matemáticos no sólo somos frío intelecto, ¿sabes?

Dors lo estudió con suspicacia.

—¿Pan?

—En cierto modo. —Él se desplomó en las sábanas.

Ahora hacían el amor de otra manera, pero él tenía la sabiduría de no tratar de designarlo ni definirlo.

Ir tan lejos en lo que implicaba ser humano lo había cambiado. Sentía el efecto en su andar enérgico, en su efervescente vitalidad.

Dors no dijo nada más, sólo sonrió. Hari pensó que ella no comprendía. (Más tarde, vio que al no hablar de ello, al no tocarlo con el lenguaje, ella demostraba que sí comprendía.)

Al cabo de una pausa, ella dijo:

—Los Grises.

Él se levantó y se puso su traje intercambiable de costumbre. No era preciso vestirse lujosamente para esa función oficial. Lo importante era parecer común, y podía lograrlo.

Revisó sus notas, garrapateadas a mano en papel de celulosa, y se sumió en una de esas raras ensoñaciones que experimentaba últimamente.

Para un humano —es decir, un pan evolucionado— las páginas impresas eran mejores que las pantallas de ordenador, por perfectas que estas fueran. Las páginas dependían de la luz circundante y aquello que los expertos denominaban «color sustractivo», que daba carácter ajustable a la apariencia. Con movimientos simples, una página podía curvarse y aproximarse o alejarse del ojo. Mientras leían, las viejas partes reptiles, mamíferas y primates del cerebro contribuían a sostener el libro, examinando la página curva, descifrando sombras y reflejos.

Pensó en ello, experimentando la nueva perspectiva que tenía de sí mismo como animal contemplativo. Había aprendido, al regresar de Panucopia, que siempre había odiado las pantallas de ordenador.

Las pantallas usaban color aditivo, brindando su propia luz, dura, chata e inmutable. Era mejor leerlas en una postura rígida. Sólo la parte superior y Homo Sapiens del cerebro trabajaba plenamente, mientras las porciones inferiores permanecían ociosas.

Toda su vida, mientras trabajaba ante monitores, su cuerpo había protestado en silencio, y él lo había ignorado. Para la mente racional, las pantallas parecían más vivas, activas, rápidas. Fulguraban de energía.

Al cabo de un tiempo, sin embargo, eran monótonas. Las otras porciones del cerebro se inquietaban y aburrían, todo debajo de los niveles conscientes. Con el tiempo, él lo experimentaba como fatiga.

Ahora lo experimentaba directamente. Su cuerpo le hablaba con mayor fluidez.

Mientras se vestía, Dors le dijo:

—¿Qué te ha vuelto tan…?

—¿Fogoso?

—Vigoroso.

—El roce de lo real.

No quiso decir más. Terminaron de vestirse. Los Especiales llegaron y los escoltaron a otro sector. Hari se sumergió en la incesante tarea de ser candidato a primer ministro.

Milenios atrás una zona próspera había enviado a Trantor la Montaña de la Majestad. Hubo que remolcarla, siete siglos en una nave lenta.

El emperador Krozlik el Artero ordenó que la pusieran sobre el horizonte de su palacio, donde se erguía sobre la ciudad. Una montaña entera, esculpida por los mejores artistas, reinaba como la creación más imponente de su época. Cuatro milenios después, un emperador joven y ambicioso la derribó para sustituirla por una obra aún más grandiosa, ahora también desaparecida.

Dors, Hari y su escolta de Especiales se aproximaron al único resto de la Montaña de la Majestad, debajo de una gran cúpula. Dors encontró indicios de la inevitable escolta secreta.

—La mujer alta a la izquierda —susurró—. De rojo.

—¿Cómo es posible que tú puedas localizarlos y los Especiales no?

—Tengo tecnología que ellos no tienen.

—¿Cómo es posible? Los laboratorios imperiales…

—El Imperio tiene doce milenios de antigüedad. Muchas cosas se han perdido —ironizó Dors.

—Mira, tengo que venir aquí.

—¿Así como la última vez tuviste que ir al Consejo Alto?

—Te amo tanto que hasta tus sarcasmos me agradan.

Ella rio a su pesar.

—Sólo porque los Grises te pidieron…

—El saludo de los Grises es un púlpito útil en el momento adecuado.

—Así que te has puesto tu peor ropa.

—Mi atuendo de costumbre, como requieren los Grises.

—Camisa clara, pantalones negros, zapatos negros. Aburrido.

—Pudoroso —replicó él.

Saludó a las muchedumbres agrupadas en cuadrantes en torno del derruido pie de la montaña. Los aplausos y abucheos resonaban entre las filas de Grises, que se extendían en columnas e hileras tan formales como una demostración geométrica.

—¿Y esto? —preguntó Dors con alarma.

—También es estándar.

Los pájaros eran animales comunes en Trantor, así que era inevitable que los obsesivos Grises llegaran a descollar en su manejo. En todos los sectores uno veía formas veloces y coloridas. Allí las bandadas aleteaban continuamente en los espacios hexagonales, girando y trinando como discos rotatorios vivientes. Las bandadas de aves inteligentes patentadas constituían visiones prodigiosas y caleidoscópicas. Esos espectáculos, en auditorios vastos y verticales, atraían a cientos de miles.

—Aquí vienen los felinos —dijo Dors con disgusto.

En algunos sectores los gatos iban en manada, con genes adaptados para infundirles modales cortesanos y apariencia elegante. Una dama avanzó con el Guardarropa del Saludo, asistida por mil gatos de brillante pelambrera azul y ojos dorados. La rodeaban como una piscina de agua. Ella usaba un traje carmesí y anaranjado, una llamarada en el centro de la fresca piscina de gatos. Se desvistió con gesto grácil. Permaneció totalmente desnuda, inmutable detrás de su barrera gatuna.

Hari lo sabía de antemano, pero aun así se quedó boquiabierto.

—No me sorprende —ironizó Dors—. Los gatos también están desnudos, a su manera.

Las jaurías de perros nunca alcanzaban esa elegancia cuando desfilaban. En algunos sectores hacían actos acrobáticos, servían bebidas o entonaban canciones al unísono. Hari se alegraba de que los Grises no tuvieran procesiones caninas; todavía recordaba los electrodogos atacando a Yo-pan.

Sacudió la cabeza, borrando el recuerdo.

—He detectado a otros tres agentes de Lamurk.

—Ignoraba que me admirasen tanto.

—Si él estuviera seguro de ganar en el Consejo Alto, me sentiría más a salvo.

—¿Porque no necesitaría hacerme matar?

—Exacto —dijo Dors entre dientes, sin dejar de sonreírle al público—. La presencia de sus agentes implica que no está seguro del voto.

—O quizás alguien más quiera matarme.

—Siempre es una posibilidad… sobre todo la potentada académica.

Hari mantuvo un tono jocoso, pero su corazón latía con fuerza. ¿Empezaba a disfrutar de la excitación del peligro?

La mujer desnuda avanzó entre sus gatos y dio la bienvenida a Hari con un gesto ritual. Él avanzó, se inclinó, se deslizó el pulgar por el frente de la camisa. La camisa cayó, luego los pantalones. Se irguió desnudo ante cientos de miles de personas, tratando de no perder la compostura.

La mujer de los gatos lo condujo en medio de un coro de maullidos. Los seguía el Guardarropa del Saludo. Se aproximaron a la falange de Grises, que también se quitaron las túnicas.

Lo escoltaron cuesta arriba por la erosionada montaña. Abajo, las legiones de Grises también se quitaban la ropa. Kilómetros cuadrados de desnudez…

Esa ceremonia tenía por lo menos diez milenios. Simbolizaba el régimen de adiestramiento que comenzaba con el ingreso de jóvenes Grises. El abandono de la ropa de su mundo natal simbolizaba su devoción a los propósitos más vastos del Imperio. Durante cinco años se formaban en Trantor, y eran cinco mil millones.

Ahora una nueva clase abandonaba sus vestimentas en el linde externo de la gran cuenca. En el linde interno, los Grises que terminaban sus cinco años recibían de vuelta sus viejas ropas. Se las ponían ritualmente, dispuestos a partir para servir al Imperio.

Su atuendo seguía la moda del antiguo emperador Sven el Severo. Debajo de una extrema simplicidad, el forro estaba complejamente decorado. El arte del sastre y la fortuna del propietario estaban consagrados al ocultamiento. Algunos Grises habían invertido los ahorros de su familia en una sola filigrana.

Dors marchaba junto a él.

—¿Cuánto tiempo más tendrás que…?

—¡Silencio! Estoy mostrando mi obediencia al Imperio.

—Estás mostrando carne de gallina.

Luego Hari tuvo que mirar con el debido respeto la torre Scrabo, desde donde un emperador se había arrojado a la muchedumbre que había abajo; la Abadía Gris, un monasterio derruido; Tumbas Verdes, un antiguo cementerio, ahora parque; el Anillo del Gigante, que según la fama era el sitio donde se había estrellado una antigua meganave imperial, abriendo un cráter de un kilómetro de anchura.

Al fin Hari pasó frente a altos arcos y entró en la sala ceremonial. La procesión se detuvo y el Guardarropa del Saludo expuso su ropa. Justo a tiempo, pues ya se estaba poniendo morado.

Dors cogió la ropa mientras él saludaba a los notables. Luego entró en un edificio bajo y volvió a ponerse su sencilla vestimenta. Estaba pulcramente plegada y envuelta en una manga ceremonial. Le castañeteaban los dientes…

—Qué idiotez —dijo Dors cuando él regresó.

—Todo para conseguir una talla más grande —dijo él.

Luego los notables lo condujeron hacia la vasta multitud. Arriba y abajo, cámaras 3D aleteaban buscando una buena toma.

La enorme cúpula parecía un firmamento. Eso limitaba su audiencia, pues la mayoría de los trantorianos no soportaba esos espacios. Los Grises, sin embargo, podían soportarlo. Así su ceremonia se había convertido en el evento más concurrido de todo el planeta.

Era su oportunidad. El cielo abierto de Sark le había provocado náuseas, pero él había recorrido las infinitas perspectivas de la galaxia. Había temido que ese enorme volumen le despertara extrañas fobias.

No fue así. La cúpula volvía tolerables las perspectivas menguantes. Los temores se disiparon, Hari inhaló profundamente y comenzó.

El rugido del aplauso penetró incluso en las salas ceremoniales. Hari entró entre columnas de Grises, con el clamor a sus espaldas.

—¡Asombroso! —le dijo un director—. Realizar predicciones detalladas sobre la situación de Sark.

—Creo que la gente debería evaluar las posibilidades.

—¿Entonces los rumores son ciertos? ¿Usted tiene una teoría de los acontecimientos?

—En absoluto. Yo…

—Ven pronto —le dijo Dors.

—Pero me gustaría…

—¡Ven!

Salió de nuevo a las almenas y saludó a esa llanura de gente. Le respondió una ovación inmensa. Pero Dors lo llevaba a la izquierda, hacia una muchedumbre de testigos oficiales. Formaban hileras exactas y lo saludaban con avidez.

—La mujer de rojo —señaló Dors.

—¿Ella? Está en el partido oficial. Antes dijiste que era agente de Lamurk…

La mujer alta estalló en llamas.

Vividos penachos anaranjados la envolvieron. Lanzó un grito estremecedor. Movió en vano los brazos ante las aceitosas llamas.

La multitud retrocedió, presa del pánico. Los imperiales rodearon a la mujer. Los gritos se convirtieron en súplicas. Alguien le apuntó con un extintor. Una espuma blanca la envolvió. Un repentino silencio.

—De vuelta adentro —dijo Dors.

—¿Cómo lograste…?

—Ella fue víctima de su propio juego.

—Su propio fuego, querrás decir.

—También eso. Atravesé esa multitud cuando terminaste tu discurso y dejé tu ropa detrás de ella.

—¿Qué? Pero la tengo puesta.

—No, yo traje la que llevas puesta. —Dors sonrió—. Por una vez, tu predecible indumentaria sirvió para algo.

Hari y Dors atravesaron las columnas de notables. Hari cabeceaba y sonreía.

—¿Robaste mi ropa?

—Sí, después de que los agentes de Lamurk les pusieran microagentes dentro. Llevaba un juego idéntico de tu ropa en mi cartera. En cuanto sospeché la trampa, analicé tu ropa original y descubrí microagentes de fósforo, preparados para estallar en cuarenta y cinco minutos.

—¿Cómo lo supiste?

—El mejor momento para acercarse a ti sería en este extraño evento Gris, con el cambio de la ropa. Era lógico.

Hari pestañeó.

—Y dices que yo soy calculador.

—Esa mujer no morirá. Tú hubieras muerto, envuelto en microagentes cuando ellos se encendieran.

—Gracias al cielo. Odiaría…

—Amor mío, no es cuestión del «cielo». Preferí que sobreviviera para interrogarla.

—Oh —dijo Hari, sintiéndose repentinamente ingenuo.