—Estamos atrapados entre dioses de hojalata y ángeles de carbono —jadeó Voltaire.
—¿Estas criaturas? —preguntó Juana con voz aflautada.
—Esta niebla alienígena, semejante a Dios en cierto sentido. Más desapasionada que los humanos reales, con su base de carbono. Tú y yo no somos como ninguno de ambos, ahora.
Flotaron encima de lo que Voltaire denominaba SisCiudad, la representación de Trantor según el sistema, su ciberyó. Para los aspectos humanos de Juana, él había transformado las rejillas y capas en miles de aceras cristalinas que unían torres afiladas como sables. Densas conexiones poblaban el aire. Unas motas se conectaban con otras en intrincadas redes y cubrían el suelo. El resultado era un paisaje urbano semejante a un cerebro. «Un retruécano visual», pensó.
—Odio este lugar —dijo Juana.
—¿Preferirías una simulación del Purgatorio?
—Es tan escalofriante.
Las mentes alienígenas que los sobrevolaban eran una turbia niebla de conexiones.
—Parecen estudiarnos con ojos resueltamente hostiles —dijo Voltaire.
—Estoy alerta, por si atacan. —Juana blandió una enorme espada.
—También yo, si optan por usar silogismos como armas.
Ahora podía llegar a cualquier biblioteca de Trantor, leer su contenido en menos tiempo del que antes tardaba en escribir un verso. Su mente —¿o eran sus mentes?— avanzó por la bruma pegajosa y fría.
Alguna vez los teóricos habían pensado que la red global daría nacimiento a una hipermente, que los algoritmos se sumarían para formar una Gaia digital. Ahora algo mucho más grande, la cambiante niebla gris, envolvía el planeta. Diferentes máquinas computaban diferentes tajadas de saltos temporales subjetivos.
Para esas mentes el presente era una proyección informática orquestada por cientos de procesadores. Había una diferencia profunda —no lo veía, sino que lo sentía en lo hondo de su ser analógico— entre lo digital y lo continuo.
La niebla era una nube de momentos suspendidos, números escindidos esperando su concreción, implícitos en el cómputo fundamental.
Y dentro de todo ello, la extrañeza.
No podía comprender a esos espíritus difusos. Eran los restos de todas las sociedades de base informática de toda la galaxia. De algún modo todas se habían alojado en Trantor. ¿Por qué?
Eran mentes realmente alienígenas. Rebuscadas, bizantinas. (Voltaire conocía el origen de esa palabra, que aludía a una ciudad llena de torres y bulbosas mezquitas, pero todo eso era polvo, mientras que la útil palabra permanecía.) No tenían propósitos humanos. Y se valían de los tiktoks.
Los reclamos de los mecánicos se centraban en los derechos, la expansión de la libertad al páramo digital.
Aun los ídems podían caer bajo esa regla. ¿Acaso las copias de personas digitales no eran personas? Así rezaba su argumento. Una inmensa libertad —cambiar la velocidad de reloj, transformarse en cualquier cosa, reconstruir la mente de arriba abajo— compensaría la desventaja de no tener realidad física. Incapaces de recorrer literalmente las calles, las presencias digitales eran como fantasmas. Sólo con prótesis digitales podían llegar débilmente al universo concreto.
Para ellos, pues, los «derechos» se relacionaban con temores arraigados, ideas que habían provocado espanto muchos milenios atrás.
Ahora recordaba que él y Juana habían debatido sobre esos temas más de ocho mil años atrás. ¿Con qué finalidad? No lograba recordarlo. Alguien —no, sospechaba que algo— había borrado el recuerdo.
Antiquísimo (supo a partir de mil bibliotecas) era el terror que sentían las personas por inmortales digitales que amasaban fortunas, crecían como hongos, invadían todos los ámbitos de las vidas naturales y reales. Parásitos, ni más ni menos.
Voltaire veía todo esto en un pantallazo mientras asimilaba datos e historia a partir de mil millones de fuentes, los integraba y se los transmitía a su amada Juana.
Por eso los humanos habían rechazado la vida digital por tanto tiempo. ¿Pero eso era todo?
No, una presencia más grande acechaba más allá de su visión. Otro actor en ese escenario de sombras. Más allá de su capacidad de resolución.
Apartó su visión de esa esencia sombría. Ahora el tiempo era esencial y él debía comprender muchas cosas.
Las nieblas alienígenas eran nódulos, plaquetas que moraban en espacios lógicos de múltiples dimensiones. Esas entidades «vivían» en lugares que funcionaban como dimensiones más altas, bóvedas de datos.
Para ellos, las personas eran entidades que se podían resolver a lo largo de ejes de datos, patéticamente inconscientes de que sus «yoes», vistos de esa manera, eran tan reales como las tres direcciones del espacio 3D.
Esa escalofriante certeza conmovió a Voltaire, pero siguió aprendiendo, sondeando.
De pronto recordó.
Los primeros simulacros de Voltaire se habían suicidado, hasta que al fin un modelo «funcionó».
Esos otros habían muerto por sus… pecados.
Voltaire miró el martillo que se había materializado en su mano.
¿Era cierto que una vez se había matado a martillazos? Trató de ver cómo sería, y al instante tuvo una vivida experiencia de dolor desgarrador, salpicaduras de sangre, una viscosidad roja empapándole el cuello…
Inspeccionándose, comprobó que estos recuerdos eran la «cura» para el suicidio, derivada de un ídem anterior: una escalofriante aptitud para prever las consecuencias.
Conque su cuerpo era un conjunto de recetas para parecer él mismo.
No había física ni biología, sólo una buena falsificación, hecha a mano. Con la mano de un Dios Programador.
—¿Rechazas al Señor verdadero? —Juana interrumpió su introspección.
—Ojalá supiera qué es fundamental.
—Estas extrañas nieblas te han confundido.
—Ya no entiendo qué es ser humano.
—Tú lo eres, yo lo soy.
—A pesar de mi humanismo, me temo que señalarme a mí mismo no es suficiente.
—Claro que sí.
—Descartes, aún vives en nuestra Juana.
—¿Qué?
—No importa… él vino después de ti. Pero tú te anticipas a él, milenios más tarde.
—¡Debes anclarte a mí! —Juana le rodeó con los brazos, sofocando sus gritos en amplios, aromáticos pechos, repentinamente hinchados (¿y de quién era esa idea?).
—Estas nieblas me han arrojado a un berenjenal metafísico.
—Aférrate a lo real —dijo ella con serenidad.
Un pezón tibio llenó la boca de Voltaire, impidiéndole hablar.
Tal vez eso era lo que necesitaba. Había aprendido a congelar sus estados emocionales. Era como pintar un retrato para estudiarlo después.
Tal vez eso le ayudara a comprender su yo interior, como un botánico que se pusiera en un portaobjeto bajo un microscopio. ¿Era posible que las tajadas del yo, multiplicadas, fueran el yo?
Entonces vio que sus propias emociones eran programas. Dentro de «él» había intrincados subprogramas que interactuaban en estados que eran caos. La sublime belleza de los estados interiores, aquello que buscaba su Juana, era una ilusión.
Escudriñó el rápido y maravilloso funcionamiento que constituía su identidad. Giró, y también pudo ver dentro de Juana. El yo de Juana era una máquina que funcionaba a toda marcha, manteniendo la sensación de «sí mismo» aun mientras esa esencia se desintegraba bajo su mirada.
—Somos magníficos —jadeó.
—Desde luego —dijo Juana. Hendió un jirón de niebla con su afilada espada. La niebla se rizó en torno de la hoja y siguió su camino—. Pertenecemos al Creador.
—Ah, si tan sólo pudiera creer —exclamó Voltaire en medio de esa turbia viscosidad—. Tal vez un Creador podría acudir a disipar esta bruma.
—La vie vérité —le gritó Juana—. ¡Vive de veras!
Él quería obedecer, pero las emociones de ambos ya no eran «reales». Si él quisiera, eliminaría en un santiamén cada tonta punzada de nostalgia por su perdida Francia. No necesitaba llorar por amigos convertidos en polvo, ni por una Tierra perdida en un enjambre de estrellas titilantes. Por un largo y frenético momento sólo pensó: «¡Borra! ¡Expurga!»
Antes había vuelto a simular amigos y lugares, todo de memoria y a partir de imitaciones adecuadas, obtenidas de viejos documentos. Pero le habían resultado insatisfactorias, sabiendo que eran sus productos.
Así, mientras Juana observaba, celebró una orgía de resurrección. En un momento de gran lujuria los borró a todos.
—Eso fue cruel —dijo Juana—. Rezaré por sus almas.
—Reza por las nuestras. Y ojalá podamos encontrarlas.
—Tengo mi alma intacta. Comparto tus facultades, mi querido Voltaire. Veo mi funcionamiento interior. ¿De qué otro modo lograría el Señor que aspirásemos a Él?
Se sintió débil, agotado, sin fuerzas. Existir en estados numéricos significaba nadar y ser nadado al mismo tiempo, sin separación.
—¿Entonces qué nos hace diferentes de esas cosas? —Señaló las nieblas alienígenas.
—Mira en ti mismo, amor mío —murmuró ella.
Voltaire miró de nuevo hacia dentro y sólo vio caos. Un caos viviente.