Los veinticinco millones de mundos del Imperio albergaban un promedio de sólo cuatro mil millones de personas por planeta. Trantor tenía cuarenta mil millones. A sólo mil años luz del Centro Galáctico, tenía diecisiete bocas de gusano en órbita dentro de su sistema solar, la mayor densidad de la galaxia. Originalmente el sistema trantoriano albergaba sólo dos, pero una colosal tecnología de vuelo interestelar primitivo había arrastrado el resto allí para crear el nexo.
Cada uno de los diecisiete generaba en ocasiones gusanos salvajes. Uno de ellos era el objetivo de Dors.
Pero, para llegar, tenían que aventurarse adonde pocos se atrevían.
—El Centro Galáctico es peligroso —dijo Dors mientras se aproximaban a la boca de gusano. Sobrevolaban un árido planeta minero—. Pero necesario.
—Trantor me preocupa más…
El salto lo interrumpió.
El espectáculo le hizo callar.
Los filamentos eran tan grandes que el ojo no podía asimilarlos. Se estiraban a proa y popa, mechados con inmensos y luminosos corredores y sendas crepusculares. Esos arcos se extendían sobre decenas de años luz. Vastas curvas descendían hacia el tórrido Centro Verdadero. Allí la materia hervía, humeaba, estallaba en chorros deslumbrantes.
—El agujero negro —dijo Hari.
El pequeño agujero negro que habían visto una hora antes atrapaba algunas masas estelares. En el Centro Verdadero, un millón de soles habían perecido para alimentar ese pozo de gravedad.
Las ordenadas y radiantes estrías eran delgadas, con sólo un año luz de anchura. Pero se prolongaban cientos de encrespados años luz. Hari activó las paredes polarizadas para ver en diferentes frecuencias. Lo que era un hervor en el espectro visible humano revelaba una complejidad oculta en la frecuencia radial, hebras entrelazadas en intrincadas madejas. Eran capas de un orden laberíntico que descendía más allá de la visión, más allá del entendimiento.
—El flujo de partículas es alto —dijo tensamente Dors—. Y se está elevando.
—¿Dónde está nuestro empalme?
—Tengo problemas para fijar los vectores. Ah, allí.
La aceleración lo aplastó contra el asiento. Dors enfiló hacia un agujero de gusano manchado, con forma de pirámide.
Esta era una geometría aún más inusitada. Hari tuvo tiempo para maravillarse de cómo los accidentes del parto universal habían modelado esas serenas geometrías, como muestras en el museo de la mente de un dios euclidiano.
Se zambulleron, borrando los asombrosos paisajes.
Emergieron encima de la faz grisácea de Trantor. Un reluciente disco de satélites, factorías y habitáis se desplegaba en el plano ecuatorial.
El gusano salvaje que habían usado chispeaba y relucía a sus espaldas. Dors se dirigió hacia el improvisado y temporario control. Hari no dijo nada, pero reparó en sus tensos cálculos. Entraron en un amarradero, los sellos suspiraron, sus oídos estallaron dolorosamente.
Salieron entumecidos de la estrecha nave. Hari se dirigió en cero g hacia la cámara de presión. Dors flotaba delante. Le indicó silencio mientras la cámara se activaba. Se quitó el dermotraje, exponiendo los pechos.
Se abrió una costura bajo el seno izquierdo. Extrajo un cilindro. ¿Un arma? Cerró la costura y se reacomodó el dermotraje antes de que el diafragma de fases comenzara a abrirse.
Más allá de la compuerta, Hari vio uniformes imperiales.
Se aplastó contra la pared, dispuesto a retroceder para evitar la captura, pero la situación parecía desesperada.
Los adustos y resueltos imperiales empuñaban pistolas. Dors se interpuso entre Hari y la patrulla, les arrojó el cilindro.
Una ola de presión arrojó a Hari contra la pared. Se le taparon los oídos. El escuadrón voló como una nube de esquirlas.
—¿Qué?
—Implosión direccional —dijo Dors—. ¡Vamos!
Los heridos habían chocado entre sí. Hari no se imaginaba cómo algo podía formar una ola de presión tan compacta, ni tenía tiempo para averiguarlo. Atravesaron la maraña de hombres. Las armas flotaban a la deriva.
Una figura salió del diafragma. Un hombre en mono pardo, de talla mediana, desarmado. Hari gritó una advertencia. Dors no reaccionó.
El hombre movió la muñeca y un tubo apareció en su manga. Dors avanzó hacia él.
Hari cogió una agarradera y viró a la derecha.
—¡Quieto! —gritó el hombre.
Hari se detuvo, colgado de una mano. El hombre disparó, y un rayo plateado pasó junto a Hari.
Se volvió y vio que un imperial había recobrado su arma. El rayo plateado chamuscó el brazo del imperial, que soltó el arma con un grito.
—Vamonos. Tengo cubierto el resto del camino —gritó el hombre del mono.
Dors lo siguió en silencio. Hari los alcanzó mientras se abría el diafragma.
—Regresáis a Trantor en el momento crucial —dijo el hombre.
—¿Quién…?
El hombre sonrió.
—Yo también he cambiado. ¿No reconoces a tu viejo amigo, R. Daneel?