Causaba vértigo brincar por la galaxia en un recipiente del tamaño de un ataúd.
Saltaron, esquivaron, saltaron de nuevo. En varios puntos Dors hizo «tratos». Sobornos, en realidad. Manejaba hábilmente combinaciones de las signaturas de Hari, los índices de pasaje imperial y sus números privados.
—Costoso —se quejó Hari—. ¿Cómo podré pagar…?
—Los muertos no se preocupan por sus deudas —dijo ella.
—Tienes un modo encantador de decir las cosas.
—Aquí la sutileza es un lujo.
Emergieron en la órbita de una estrella torturada. Borbotones de luz flameaban junto a ellos.
—¿Cuánto tiempo podrá durar este gusano? —preguntó él.
—Será rescatado, sin duda. Imagínate el caos en el sistema si una boca de gusano empieza a escupir plasma caliente.
Hari sabía que el sistema de agujeros de gusano, aunque descubierto en tiempos anteriores al Imperio, no siempre se había usado. Cuando se conoció la física del cálculo del agujero de gusano, las naves podían recorrer la galaxia creando «estados de agujero de gusano» alrededor de sí mismas. Esto permitía explorar confines donde no había gusanos, pero con altos costes energéticos y cierto peligro. Además, rodear una nave con hiperimpulsos era mucho más lento que atravesar un gusano.
¿Y si el Imperio se erosionaba? ¿Si perdía la red de gusanos? ¿Las esbeltas naves de ataque y las flotas de ágiles armas serían reemplazadas por aparatosos hiperacorazados?
El próximo destino nadaba en medio de un turbador vacío negro, en la aureola de enanas rojas encima del plano galáctico. El disco se extendía en luminoso esplendor.
Hari recordó haber sostenido una moneda pensando que una mera mancha representaba un vasto volumen, como una zona grande. Aquí esos términos humanos no tenían sentido. La galaxia era una serena sinfonía de masa y tiempo, más majestuosa que cualquier perspectiva humana o pan.
—Sobrecogedor —dijo Dors.
—¿Ves Andrómeda? Parece igualmente cercana.
La espiral gemela colgaba sobre ellos. Sus sendas de polvo acumulado enmarcaban estrellas azules, carmesíes y verdes.
—Aquí viene nuestra conexión —advirtió Hari.
Esta intersección de agujeros tenía cinco ramas. Tres esferas negras giraban en órbita, brillando junto a la radiación del borde cuántico. Dos agujeros cúbicos giraban un poco más allá. Hari sabía que una de las raras variantes era cúbica, pero nunca había visto ninguna. El hecho de que hubiera dos juntas sugería que habían nacido en el linde de las galaxias, pero esas cuestiones trascendían su precaria comprensión.
—Iremos hacia allí. —Dors señaló el haz láser que guiaba la mininave desde uno de los cubos.
Avanzaron hacia el cubo más pequeño. Aquí el control era automático y nadie los saludó.
—Entrará muy justo —dijo Hari nerviosamente.
—Sobran cinco dedos.
Él pensó que Dors bromeaba, luego comprendió que había subestimado la distancia. En las intersecciones menos usadas las velocidades más lentas eran esenciales. Buena física, mala economía. La poca velocidad reducía el flujo de masa, y muy pocos las frecuentaban.
Miró Andrómeda para no pensar en el pilotaje. Los agujeros estrechos no se conectaban con otras galaxias por arcanas razones de gravedad cuántica. Los más angostos podían hacerlo, pero si otra masa entraba por la garganta, la ola de estrujamiento podía matar. Pocos se habían aventurado en ellos buscando puntos de salida extragalácticos.
Una excepción era el viaje de Steffno, una legendaria y arriesgada expedición que había emergido en la galaxia catalogada como M87. Steffno había obtenido datos sobre el espectacular chorro que surgía del agujero negro que estaba en el centro de M87, majestuosos mechones retorciéndose en arabescos helicoidales. El viajero solitario no se había demorado, regresando segundos antes de que el gusano se cerrara en un estallido de partículas rutilantes.
Nadie sabía por qué. Había algo en la física de los gusanos que desalentaba las aventuras extragalácticas.
El gusano cúbico los llevó rápidamente a varios puntos de control cerca de varios planetas. Hari reconoció uno de ellos como un tipo extraño con una biosfera vieja pero arruinada. Como Panucopia, soportaba formas de vida avanzadas. En la mayoría de los mundos habitables los primeros exploradores habían encontrado colchones de algas que no se desarrollaban más.
—¿Entonces por qué no hay alienígenas interesantes? —reflexionó Hari mientras Dors trataba con los Grises de la burocracia local.
En ocasiones Dors le recordaba que ella era, a fin de cuentas, historiadora.
—La teoría dice que la transición de las criaturas unicelulares a las multicelulares llevó miles de millones de años. Simplemente procedemos de una biosfera más resistente, eso es todo.
—También procedemos de un planeta que tenía por lo menos una luna grande.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Tenemos incorporados patrones reiterativos de veintiocho días. La menstruación femenina, por ejemplo… Dicho sea de paso, a diferencia de los pans. Estamos diseñados por la biología. Nosotros sobrevivimos, estas biosferas no. Hay muchas maneras de matar un mundo. Avance de glaciares cuando se altera una órbita. Choques de asteroides. —Golpeó ruidosamente el flanco de la nave—. Problemas con la química atmosférica. Te queda un planeta invernáculo, o un mundo congelado.
—Ya veo.
—Los humanos son más resistentes y más listos que los demás. Nosotros estamos aquí, ellos no.
—¿Quién lo dice?
—Es conocimiento estándar, desde que el socioteórico, Kampfbel…
—Sin duda tienes razón —respondió ella con voz cortante.
Hari amaba una buena discusión, pero algo en la voz de Dors le hizo vacilar, y pronto estaban atravesando el estrecho cubo. Los bordes refulgían como una construcción euclidiana con forma de limón, Emergieron en la órbita de un agujero negro.
Hari observó los enormes discos que cosechaban energía con fulguraciones de color rojo putrefacto y morado virulento. El Imperio había instalado grandes conductos de campo magnético en torno del agujero. Estos succionaban nubes de polvo interestelar. Los oscuros ciclones se angostaban en su descenso hacia el brillante disco de acreción que rodeaba el agujero. La radiación de la fricción y la caída era a la vez capturada por vastas rejillas y reflectores. La cosecha de energía fotónica era atrapada y descargada en las fauces de los agujeros de gusano. Estos llevaban el flujo hacia mundos distantes que necesitaban pulsaciones de luz para modelar planetas, configurar mundos, tallar lunas.
Pero a pesar del espectáculo no pudo olvidar la voz de Dors. Ella sabía algo que él ignoraba.
La naturaleza, sostenían algunos filósofos, era ella misma sólo antes de que la humanidad la tocara. En tal caso ni siquiera formábamos parte de la idea de naturaleza, y sólo podíamos experimentarla mientras desaparecía. Nuestra presencia bastaba para que la naturaleza se modificara, se convirtiera en un híbrido.
Estas ideas tenían implicaciones inesperadas. En un mundo llamado Arcadia habían dejado una población de humanos que se limitaba a cuidarlo, en parte porque era de difícil acceso. La boca de gusano más próxima estaba a medio año luz de distancia. Un antiguo emperador —tan oscuro que nadie recordaba su nombre— había decretado que los bosques y planicies de ese planeta benigno se dejaran tal como en su «origen».
Pero diez mil años después, según anunciaba un informe reciente, algunos bosques no se regeneraban, y las planicies cedían el paso a matorrales achaparrados.
Los estudios demostraban que los cuidadores habían sido más cuidadosos de la cuenta. Habían apagado incendios y suprimido la transferencia de especies. Incluso habían estabilizado la meteorología mediante ajustes en la luz solar que los helados polos reflejaban al espacio.
Habían tratado de conservar una Arcadia estática, de modo que el bosque «original» terminó por ser en parte un producto humano. No habían comprendido los ciclos. Hari se preguntó si ese concepto podía integrarse a la psicohistoria.
«Olvida la teoría por el momento», se dijo. Era un hecho que la galaxia parecía despojada de formas de vida alienígenas superiores en los tiempos previos al Imperio. Con tantos planetas fértiles, ¿era creíble que sólo la humanidad hubiera alcanzado la inteligencia?
Al escrutar la inconmensurable riqueza de ese exuberante disco de estrellas, costaba creerlo.
¿Pero cómo creer lo contrario?