Los saludó un sol amarillo verdoso. Y poco después, una flotilla de naves imperiales.
Las esquivaron y huyeron. Un rápido viraje, y se sumaron a la caravana de tráfico que se dirigía hacia una gran boca de gusano. Los ordenadores comerciales aceptaron la orden de precedencia imperial sin chistar. Hari había aprendido bien. Dors lo corregía si él se confundía.
El segundo salto hiperespacial les llevó apenas tres minutos. Salieron a gran distancia de una pálida enana roja.
En el cuarto salto ya conocían la rutina. Disponer del código cortesano de Cleon eliminaba objeciones.
Pero como eran fugitivos tenían que aprovechar las bocas de gusano que se presentaran. La gente de Lamurk no podía estar demasiado lejos.
Un agujero de gusano sólo podía aceptar tráfico en una sola dirección a la vez. Las naves de alta velocidad recorrían la garganta de los agujeros, que podían tener desde la longitud de un dedo hasta el diámetro de una estrella.
Hari conocía los números, por cierto. Había miles de millones de agujeros en el disco galáctico. La Zona Imperial tenía un radio promedio de cincuenta años luz. Un salto podía llevarlos a muchos años de un mundo alejado.
Esto influía sobre la psicohistoria. Algunos planetas fecundos eran verdes fortalezas contra un profundo aislamiento. Para ellos el Imperio era un sueño remoto, fuente de productos exóticos e ideas extrañas. Las hipernaves atravesaban los agujeros de gusano en pocos segundos, luego trajinaban transportando su carga por un vacío donde demoraban años y décadas.
La red de gusanos tenía muchas aberturas cerca de mundos habitables, pero también cerca de muchos sistemas solares misteriosamente inútiles.
Las bocas más pequeñas del Imperio —las que tenían la masa de una cordillera— se hallaban cerca de planetas ricos. Pero algunas bocas de masa colosal estaban en órbita cerca de sistemas solares áridos e inservibles.
¿Esto era producto del azar, o una red legada por una civilización anterior? Sin duda los agujeros de gusano eran vestigios de la Gran Emergencia, cuando habían surgido el tiempo y el espacio. Enlazaban ámbitos distantes que otrora habían estado cerca, cuando la galaxia era joven y más pequeña.
Desarrollaron un ritmo. Atravesaban una boca, establecían contacto, se ponían en fila para la próxima partida. Los vigías imperiales no podían sacar de la fila a ningún miembro de una clase alta trantoriana, así que lo más peligroso era el momento en que solicitaban el acceso.
Dors se volvió diestra en ello. Enviaba chorros de datos a los ordenadores de control y pronto se lanzaban a vectores orbitales, prontos para el próximo salto.
Había dominios que abarcaban miles de años luz, extendiéndose por la anchura de un brazo en espiral, y eran esencialmente redes de gusanos superpuestos, organizados para transferencia y embarque.
La materia sólo podía fluir en una dirección por vez en un agujero de gusano. Los pocos experimentos con transporte bidireccional simultáneo terminaron en catástrofes. Atrevidos ingenieros habían tratado de guiar naves en ambas direcciones, pero la flexibilidad de los túneles era fatal.
Cada boca de gusano «informaba» a la otra sobre lo que acababa de devorar. Esta información circulaba como una onda, no en la materia física, sino en la tensión del agujero, una ondulación en el «tensor de fatiga», como decían los físicos.
Las naves que atravesaban ambas bocas provocaban ondulaciones de fatiga que se propagaban una hacia la otra, a velocidades que dependían de la posición y la velocidad de las naves. La fatiga angostaba la garganta; cuando las olas chocaban, la presión estrujaba las paredes.
Lo esencial era que las dos olas se movían de otra manera después del encuentro. Interactuaban, y una perdía velocidad mientras la otra se aceleraba, de manera totalmente no lineal.
Una ola crecía, la otra se encogía. La más grande cerraba la garganta como si fabricara salchichas. Cuando un cuello de salchicha encontraba una nave, esta podía escabullirse, pero el cálculo era engorroso. Si la salchicha encontraba las dos naves a su paso, las trituraba.
No era un mero problema técnico. Era una limitación real, impuesta por las leyes de la gravedad cuántica. De ese dato surgía un complejo sistema de seguridades, impuestos, regulaciones y parásitos, todo el aparato de una burocracia que tiene un propósito y lo aprovecha al máximo.
Hari aprendió a vencer su aprensión mirando el paisaje. Soles y planetas de luminosa belleza flotaban en la negrura.
Sabía que detrás del resplandor acechaba la necesidad.
Los cálculos relacionados con los agujeros de gusano arrojaban crudos datos económicos. Entre los mundos A y B podía haber media docena de saltos; el Nido no sólo estaba conectado como un sistema astrofísico de trenes subterráneos. Cada boca de gusano añadía tarifas y costes a cada embarque.
El control de una ruta entera arrojaba la máxima rentabilidad. La lucha por el control era incesante, a menudo violenta. Desde el punto de vista de la economía, la política y el «ímpetu histórico» —una especie de inercia impuesta sobre los acontecimientos—, un imperio local que controlase una constelación de nódulos sería sólido y duradero.
Pero no ocurría así. Una y otra vez, las satrapías regionales se desmoronaban.
Muchas perecían por exceso de control. Parecía natural aprovechar al máximo los ingresos de cada gusano, coordinando cada boca para optimizar el tráfico. Pero tanto control inquietaba a la gente.
El sistema no arrojaba el máximo beneficio. El exceso de control fracasaba. En su decimoséptimo salto, encontraron un ejemplo.