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En el lavabo de hombres, encima del urinario, Hari vio una plaqueta de oro: El piloto Joquan Beunn orinó aquí el 4 de octdent de 13 435.

Todos los urinarios tenían plaquetas similares. Había una máquina de lavar en el vestuario, con una gran placa que decía: Todo el 43° Cuerpo de Pilotos orinó aquí el 18 de marlass de 13 675.

Humor de pilotos. Resultó ser muy predictivo. Hari se lo hizo encima en su primer vuelo de entrenamiento.

Para que la fatídica longitud de un agujero que se cerraba fuera menos intimidatoria, los pilotos tenían planes de fuga. Estos sólo podían funcionar en los campos del borde del gusano, donde la gravedad comenzaba a distorsionarse y la curva de espacio-tiempo era menos pronunciada. Bajo el asiento había un pequeño y potente cohete que impulsaba toda la cabina, alejándose automáticamente del gusano.

Pero hay un límite para la tecnología automática que se puede incluir en una cabina pequeña. Para colmo, las bocas de gusano estaban llenas de «tiempo» electrodinámico: tortuosos relámpagos, descargas azules, vórtices rojos y magnéticos semejantes a tornados. Los equipos eléctricos no funcionaban bien si una tormenta fuerte soplaba en la boca. La mayoría de los controles de emergencia eran manuales. Arcaico pero inevitable.

Hari y Dors se sometieron a un programa de entrenamiento. Hari pronto aprendió que para usar el comando de eyección más le valía tener la cabeza echada hacia atrás. A menos que quisiera pegarse en la barbilla con las rótulas, lo cual sería infortunado, porque él estaría tratando de verificar si su cabina se había puesto a girar. Esto sería una mala noticia, porque el gusano podía succionarlo de nuevo. Para corregir los giros tendría que tirar de una palanca roja, y si eso fallaba, tendría que activar rápidamente —para un piloto, esto significaba medio segundo— dos perillas azules. Cuando cesara la rotación, tendría que encender el operador automático tirando de dos lengüetas amarillas, asegurándose de estar erguido, con las manos entre las rodillas, para evitar…

Y así durante tres horas. Todos daban por sentado que, tratándose de un famoso matemático, lograría memorizar todo el menú de instrucciones con una precisión de fracciones de segundo.

Después de los primeros diez minutos, Hari no vio por qué destruir esa ilusión y se limitó a cabecear para indicar que entendía todo y estaba fascinado. Entretanto resolvía ecuaciones diferenciales mentalmente para practicar.

—Sin duda estarán bien —los alentó Buta Fyrnix en la sala de partida.

Hari tuvo que admitir que esa mujer había resultado ser mejor de lo que él esperaba. Les había allanado el camino y había demorado a los Grises de las oficinas imperiales. Tal vez esperaba que él se lo retribuyera cuando llegara a primer ministro. Bien, se merecía una recompensa por salvarle el pellejo.

—Espero saber manejar una mininave —dijo Hari.

—Y yo —dijo Dors.

—Nuestro adiestramiento es el mejor —dijo Fyrnix—. El Nuevo Renacimiento alienta la excelencia individual…

—Sí, estoy muy impresionada —dijo Dors—. Tal vez usted pueda explicarme los detalles de su programa de creación de creatividad. He oído hablar tanto de él…

Hari le sonrió con gratitud, por distraer a Fyrnix. Sentía un disgusto instintivo por esa arrogancia que era tan común en Sark. Estaba seguro de que se dirigía hacia un fracaso. Ansiaba recobrar sus fuentes psicohistóricas para simular el caso de Sark. Su trabajo anterior necesitaba refinamiento. Allí había hecho acopio secretamente de nuevos datos y anhelaba aplicarlos.

—Espero que no esté preocupado por el gusano salvaje, académico —le dijo Fyrnix, con el ceño fruncido.

—Es un poco estrecho —respondió él.

Tenían que volar en un cilindro esbelto, con Dors como copiloto. La división del trabajo había sido el único modo de elevarlos a un nivel de relativa competencia.

—Creo que es maravilloso que ambos sean tan valientes.

—No tenemos mucha opción —dijo Dors. No exageraba. Un día más y los oficiales del general de sector los harían arrestar.

—¡Viajar en una navecilla tan pequeña y primitiva!

—Es hora de irse —dijo Hari, con su sonrisa inexpresiva. Buta lo estaba hartando de nuevo.

—Estoy de acuerdo con el emperador. Toda tecnología que se distinga de la magia no está suficientemente avanzada.

Conque el comentario del emperador ya había llegado aquí. Un pequeño refrán podía difundirse deprisa, si contaba con respaldo imperial.

Aun así, Hari sintió un retortijón de espanto en el estómago.

—Tiene usted razón.

Él había desechado el comentario del emperador. Cuatro horas después, aproximándose a gran velocidad al complejo de agujeros de gusano, lo comprendió mejor.

Le habló a Dors por su comunicador.

—En uno de mis cursos, creo que era Filosofía No Lineal, el profesor dijo algo que nunca olvidaré: «Las ideas sobre la existencia palidecen frente al hecho de la existencia.» Totalmente cierto.

—Curso cero-seis-nueve-cinco —dijo ella secamente—. Basta de charla intrascendente.

—Aquí nada es intrascendente… excepto la boca de ese gusano salvaje.

El gusano salvaje era un hervor de agitación vibrante. Giraba en órbita de la boca principal, una mancha distante y resplandeciente.

Naves imperiales patrullaban la boca principal, ignorando el gusano salvaje. Los habían sobornado tiempo atrás y esperaban que un tráfico constante de naves pequeñas burlara a la guardia imperial.

Hari había atravesado portales de gusano anteriormente, siempre en grandes cruceros que recorrían agujeros de decenas de metros de anchura. Cada agujero de ese tamaño era el centro de un complejo donde zumbaba un tráfico cuidadosamente orquestado. Veía los indicadores y corredores de la ruta principal centelleando a lo lejos.

El agujero salvaje, una derivación, podía desvanecerse en cualquier momento. Su espuma cuántica delataba su mortalidad. «Y tal vez la nuestra», pensó Hari.

—Aproximación vector suma cero —anunció.

—Asíntotas convergentes, verificado —respondió Dors.

Tal como en las prácticas de entrenamiento.

Pero ahora se aproximaban a una esfera orlada de bordes anaranjados y morados. Una boca con luz de neón. Estrecha y oscura en el centro.

Hari sintió el impulso repentino de virar en vez de zambullirse en esta estrechez imposible.

Pero el peligro acechaba sólo en el borde, donde las tensiones podían destrozarlos.

Si atinaban en el centro, no habría peligro. Pero un error…

Los impulsores palpitaban. El agujero salvaje era una esfera negra aureolada de fuego cuántico.

Creciendo.

Hari sintió la estrechez de esa mininave. Apenas dos metros de diámetro, con un aislamiento delgado, amortiguadores de seguridad mínimos. A sus espaldas, Dors murmuraba datos que él verificaba, pero una parte de él se rebelaba contra ese confinamiento y esa impotencia.

Volvió a sentir el miedo visceral que había sentido en las calles de Sarkonia. No claustrofobia, sino algo más oscuro: un pantanoso temor a la confusión, un hervidero de dudas. Lo venció, le apretó la garganta.

—Vectores sumando cero-siete-tres —anunció Dors.

Su voz era calma, serena, un bálsamo maravilloso. Hari se aferró a esa certidumbre y combatió su pánico.

El chillido de las correcciones de último momento resonó en su abarrotada cámara. Una patada de aceleración.

Un relámpago, una serpiente azul y dorada.

Una caída.

El otro lado, un complejo a quince mil años luz.

—Ese viejo profesor… vaya si estaba en lo cierto —dijo Hari.

Dors suspiró, su única señal de tensión.

—Las ideas sobre la existencia palidecen frente al hecho de la existencia. Sí, amor mío. La vida es mucho más inmensa que todo lo que se diga sobre ella.

Dors recitó números. Los ordenadores los guiaron. Hari hizo ajustes.

No era una ayuda conocer los factores físicos. Los agujeros de gusano se mantenían abiertos con capas de energía negativa, láminas de antipresión creadas en las primeras convulsiones del universo. La energía negativa de los «surcos» equivalía a la masa necesaria para crear un agujero negro del mismo radio.

Caían en una región del espacio cuya densidad era inimaginable.