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En sus estudios, Hari había descubierto una ley curiosa. Decidió volcarla a su favor. La burocracia aumenta como una función que se duplica en el tiempo, dados los recursos.

En el nivel personal, la causa era el persistente deseo de todo administrador de contratar por lo menos un asistente. Esto brindaba la constante temporal de crecimiento.

Con el tiempo esto chocaba con la capacidad de mantenimiento de la sociedad. Dada la constante temporal y la capacidad, se podía predecir una meseta en los gastos burocráticos, o bien, si el crecimiento persistía, la fecha del colapso.

Las predicciones acerca de la longevidad de las sociedades impulsadas por la burocracia encajaban en una curva precisa. Asombrosamente, las mismas leyes de escala funcionaban para las microsociedades tales como las grandes reparticiones.

Los paquidérmicos organismos imperiales de Sark no podían actuar deprisa. El escuadrón del general de sector Divenex debió permanecer en el espacio planetario, pues se trataba de una visita puramente formal. Todavía se observaban los buenos modales. Divenex no quería usar la fuerza bruta cuando podía esperar.

—Entiendo. Eso nos da algunos días —concluyó Dors.

Hari asintió. Había dado el discurso requerido, negociando, pactando, prometiendo favores, actividades que le disgustaban intensamente. Dors había hecho el trabajo de fondo.

—¿Para…?

—Entrenamiento.

Los agujeros de gusano no eran meros túneles con dos extremos, sino laberintos. Los grandes duraban miles de millones de años, y aún no se había derrumbado ninguno que fuera mayor de cien metros. Los más pequeños a veces sólo duraban horas, a lo sumo un año. En los agujeros más delgados, las fluctuaciones durante el tránsito podían modificar el punto final de la trayectoria de un viajero.

Peor aún, en sus últimas etapas los gusanos generaban una prole transitoria, los gusanos salvajes. Como deformaciones en el espacio-tiempo, sostenidas por «surcos» de densidad de energía negativa, los agujeros de gusano eran precarios por naturaleza. Con los fallos, se multiplicaban las deformaciones menores.

Sark tenía siete agujeros de gusano. Uno estaba muriendo. Se hallaba a una hora luz de distancia, y escupía gusanos salvajes que abarcaban desde el tamaño de una mano hasta varios metros.

Meses atrás, un gusano salvaje de tamaño considerable había brotado en el flanco del gusano moribundo. El escuadrón imperial no lo sabía. Todos los gusanos pagaban impuestos, así que un agujero gratuito era un beneficio extra. En cuanto a comunicar su existencia, muchos planetas no lo hacían hasta que el gusano salvaje desaparecía en un chisporroteo de olas subatómicas.

Hasta entonces, los pilotos los usaban para transportar cargamento. Como los agujeros salvajes podían evaporarse en segundos, ese oficio era peligroso, bien remunerado y legendario.

Los pilotos de gusano eran la clase de persona que en su infancia conducían su bicicleta sin manos, pero con la diferencia de que se lanzaban desde un tejado.

Por una extraña lógica, esa clase de niño crecía, se educaba e incluso pagaba impuestos, pero por dentro seguía siendo el mismo.

Sólo los amantes del riesgo podían internarse en el caótico flujo de un gusano transitorio, afrontar los riesgos fructíferos y eludir los otros para sobrevivir. Habían elevado la bravuconería a una nueva expresión.

—Este gusano salvaje es tramposo —les dijo una curtida mujer—. No hay espacio para un piloto si viajan los dos.

—Debemos permanecer juntos —enfatizó Dors.

—Entonces deberán pilotar ustedes.

—No sabemos hacerlo —dijo Hari.

—Pues tienen suerte. —La curtida mujer sonrió sin humor—. Este gusano es corto y fácil.

—¿Cuáles son los riesgos? —preguntó Dors.

—No soy agente de seguros, amiga.

—Insisto en saberlo.

—Mire, le enseñaremos. Ese es el trato.

—Yo esperaba algo más.

—No insista, o no habrá trato.