El cielo se derrumbaba. Hari Seldon buscó refugio.
No había escapatoria. El espantoso peso azul se abalanzaba sobre él por los flancos de las ahusadas torres. Las nubes caían como pesas.
Sintió un retortijón en el estómago. El ácido le quemó la garganta. El azul profundo y duro de los espacios infinitos lo aplastó como una marejada. Las torres perforaban el cielo que caía.
Respirando entrecortadamente, Hari miró la pared para escapar del caos de cielo y edificios. Caminaba normalmente por la calle cuando de repente sintió el peso del cuenco azul y fue dominado por el pánico.
Luchó para controlar la respiración. Avanzó a lo largo de la pared, aferrándose al lustroso esmalte. Los demás seguían caminando. Estaban un poco adelantados, pero Hari no se atrevía a buscarlos. Enfrentó la pared. Un paso, otro.
Una puerta. Se apoyó en ella y la puerta se abrió. Entró, resoplando de alivio.
—Hari, estábamos… ¿Qué sucede? —Dors se le acercó. No sé. El cielo…
Ah, un síntoma común —interrumpió una tonante voz femenina—. Los trantorianos necesitan adaptarse.
Hari miró trémulamente el rostro ancho y risueño de Buta Fyrnix, principal matrona de Sark.
—Yo estaba bien antes.
—Sí, es un malestar muy raro —dijo Fyrnix—. Los trantorianos están acostumbrados a una ciudad cerrada, y se pueden adaptar bien a espacios absolutamente abiertos, si se criaron en esos mundos.
—Como es el caso de él —dijo Dors—. Ven, siéntate.
Hari estaba recobrando el orgullo.
—No, estoy bien.
Se enderezó, irguió los hombros. «Manifiesta firmeza aunque la sientas.»
—Pero un lugar intermedio —continuó Fyrnix—, como las torres de diez kilómetros de altura de Sarkonia… eso provoca un vértigo que no hemos comprendido.
Hari lo comprendía demasiado bien, en el revoltijo de su estomago. Con frecuencia había pensado que el precio de vivir en Trantor el creciente temor a los espacios grandes, pero en Panucopia había desechado esa idea. Ahora sentía el contraste. Los altos edificios le habían evocado Trantor, pero guiaban su mirada hacia arriba, en perspectiva abruptas, hacia un cielo que de pronto parecía caerle encima.
Irracional, desde luego. Panucopia le había enseñado que el hombre no era sólo una máquina de razonar. Ese pánico repentino le demostraba que un estado fundamentalmente antinatural —vivir en Trantor durante décadas— podía distorsionar la mente.
—Vamos arriba —murmuró.
Se sintió cómodo en el ascensor, aunque la presión de la aceleración y los estampidos en los oídos durante esa subida de varios kilómetros tendría, por lógica, que haberlo perturbado.
Poco después, mientras los demás parloteaban en un vestíbulo, Hari miró el paisaje de la ciudad y trató de calmarse.
Sark le había parecido adorable cuando se aproximaban. Cuando el cilindro hiperespacial rozó la parte superior de la atmósfera, Hari había echado un vistazo a sus exuberantes bellezas.
En el terminador, los valles se hundían en una oscuridad que contrastaba con una reluciente cordillera nevada. Al caer la noche, más allá del terminador, las altas montañas fulguraban como rescoldos. Hari no era amante del montañismo, pero algo lo había atraído, Las cumbres hendían las capas de nubes, dejando una estela semejante a la de una nave. De noche, nubarrones tropicales traspasados por relámpagos evocaban los capullos de rosas blancas.
Las glorias de la humanidad eran igualmente deslumbrantes: brillantes constelaciones urbanas en la noche, unidas por una titilante telaraña de carreteras. Hari se henchía de orgullo ante esos logros humanos. En contraste con el avanzado control de Trantor, aquí la mano de sus conciudadanos del Imperio aún trazaba diseños espaciosos sobre la corteza del planeta. Habían modelado mares artificiales y cuencas de agua elípticas, grandes planicies de campos cultivados por tiktoks, un orden inmaculado surgiendo de tierras otrora vírgenes.
Ahora, en el piso superior de un elegante edificio, en el centro geométrico de Sarkonia, la capital, veía la llegada del desastre.
—Eso concuerda con tus cálculos, ¿verdad? —dijo Dors a sus espaldas.
—No les digas nada —susurró él.
—Les dije que necesitábamos unos momentos de intimidad, que estabas avergonzado por tu vértigo.
—Lo estoy… o lo estaba. Pero tienes razón. Las predicciones psicohistóricas que realicé se manifiestan en ese caos.
—Parecen raras.
—¿Raras? Aquí tienen ideas peligrosas, radicales —protestó Hari—. Confusión de clases, cambios de ejes de poder. Están desbaratando los mecanismos de amortiguación que mantienen el orden del Imperio.
—Había cierta alegría en las calles.
—¿Y viste esos tiktoks? ¡Totalmente autónomos!
—Sí, eso era perturbador.
—Es un fenómeno emparentado con la resurrección de los simulacros. Las mentes artificiales ya no son tabú aquí. Sus tiktoks avanzarán más. Pronto…
—Me preocupan más los disturbios inminentes —dijo Dors.
—Aumentarán. ¿Recuerdas mis proyecciones enedimensionales del espacio psicohistórico? Proyecté el caso de Sark en mi ordenador de bolsillo, cuando descendíamos de órbita. Si siguen con su Nuevo Renacimiento, este planeta estallará. Vistas en N dimensiones, las llamas son rápidas y brillantes, y pronto se consumen dejando cenizas. Luego desaparecen por completo de mi modelo, borroneándose… la estática de lo impredecible.
Ella le apoyó la mano en el brazo.
—Cálmate. Ellos se darán cuenta.
Hari no sabía que sentía tanto apasionamiento. El Imperio era orden, y aquí…
—Académico Seldon, háganos el honor de reunirse con algunos de nuestros neorrenacentistas más ilustres. —Buta Fyrnix le cogió la manga y lo llevó hacia la recepción—. Tienen mucho que contarle.
Y pensar que él había querido ir allí. Aprender por qué aquí fallaban los amortiguadores que mantenían estables otros mundos. Ver el fermento, aspirar el olor del cambio. Abundaban las discusiones apasionadas, las obras de arte audaces, los hombres y mujeres excéntricos consagrados a proyectos ambiciosos. Había visto todo esto a vertiginosa velocidad.
Pero era demasiado. Algo se rebelaba en su interior. La náusea que había sufrido en las calles era síntoma de una revulsión más profunda y visceral.
Buta Fyrnix seguía parloteando.
—Algunas de nuestras mentes más brillantes ansían conocerlo. Venga.
Reprimió un gruñido y miró a Dors con aire de súplica. Ella sonrió y sacudió la cabeza. Dors no podía salvarlo de ese riesgo.