Voltaire frunció el ceño.
¿Ella había sucumbido de veras, se le entregaba? ¿O era una excelente simulación? «¿Eres la verdadera Juana?»
Por cierto esto concordaba con uno de sus juegos favoritos: retozos en el henar de un viejo granero, un tórrido día de agosto en la perdida Burdeos.
Trinó un pájaro. Cantaban insectos, brisas suaves traían olor a bosque. Juana lo acarició con su cabello mientras se montaba sobre él, moviéndose con una destreza erótica que no tardó en inflamarlo.
Pero…
En cuanto él dudó, todo se contrajo, cayó en la negrura. Eso sólo era onanismo exótico, una ilusión que requería su complicidad. Ingeniosa pero falsa.
Lo recogió una gigantesca mano femenina, una palma suave que lo elevaba en el aire soleado. ¿Esto era real? Ella exhaló, acariciándolo con una brisa caliente.
Juana era cincuenta veces más alta que él, y le murmuraba. Le besó todo el cuerpo con enormes labios carnosos, lo lamió con la lengua como un coloso saboreando un helado.
—Supongo que no han omitido mis programas de ironía —dijo él.
La Juana gigante se contrajo.
—Demasiado fácil —dijo Voltaire—. Sólo necesito decir algo incisivo…
La mano lo elevó con aplastante aceleración.
—Todavía tienes tu preciosa ironía. Y esta soy yo.
Él olisqueó.
—Tan grande. ¡Te has convertido en un leviatán!
—¿Demasiado pesada?
—Bien, también yo soy un poco latoso.
Hizo un gesto desdeñoso y ella lo soltó. Voltaire cayó hacia un estanque de lava hirviente que había aparecido de golpe.
—Lo lamento —murmuró, como para que ella lo rescatara, aunque reacio a perder hasta el último jirón de dignidad.
—Deberías lamentarlo.
El estanque de lava se evaporó, convirtiéndose en lodo. Voltaire aterrizó en terreno sólido y ella se irguió ante él en tamaño normal. Tímida, lozana. La rodeaba una turbulencia provocada por una tormenta de primavera que acababa de pasar.
—Podemos invadir mutuamente nuestros espacios perceptivos. Maravilloso… —Voltaire calló, reflexionó—. En cierto sentido.
—En el Purgatorio nada tiene sentido. Soñamos mientras esperamos la verdad. —Juana estornudó, tosió. Pestañeando, recobró su personalidad altiva.
—Mmm. Yo apreciaría algo que fuera concretamente… eh… concreto.
Él salió del porche de una elaborada casa campestre provenzal. Los campos relucían con una luz siniestra. El trasfondo era preciso, pero estaba hecho con pinceladas obvias.
Estaban habitando una obra de arte. Hasta los olores de los manzanos y la bosta de caballo tenían un aire artificial. ¿Un momento congelado, reciclado sin cesar mientras necesitaran un telón de fondo? Además poco costoso. Era asombroso lo que el subconsciente podía inventar.
¿Qué podía impedirles jugar a ser Calígula? ¿Exterminar millones de seres digitales? ¿Torturar esclavos virtuales? Nada.
Ese era el problema, la falta de restricciones. ¿Cómo persistir, dada una tentación infinita?
—La fe. Sólo la fe puede guiar y obligar —predicó Juana con intacto fervor, cogiéndole la mano.
—Pero nuestra realidad es pura ilusión.
—El Señor debe de estar en alguna parte. Él es real.
—No me entiendes, querida. —Él adoptó una pose didáctica—. Los algoritmos de ontogénesis pueden generar personas nuevas, extraídas de campos antiguos, o bien preparadas para el momento.
—Sé reconocer a las personas reales. Basta con que hablen un momento.
—¿Buscarías ingenio? Aquí tenemos algunas subrutinas para eso. ¿Carácter? Un mero conjunto de perfiles de temperamento. ¿Sinceridad? Podemos fingirla.
Tras observar el interior de su cerebro, Voltaire sabía que algo llamado «editor de realidad» ofrecía conversación prefabricada por los labios de personas aparentemente reales que segundos antes no existían.
Los ensamblajes de rasgos y matices verbales siempre estaban prestos para intercambiar aforismos y ocurrencias con él.
Los había recogido en su incesante saqueo del Retículo, miles de instalaciones trantorianas abiertas a su contacto. Había extraído y modelado estos entretenimientos «personalizados». Rápidos, intensos y vacíos.
—Advierto que tienes mayor capacidad —concedió Juana. Desenvainó la espada y hendió el aire vacío—. Admite que yo todavía puedo controlar mis sentidos. Sé que algunos esbirros de estos lares son reales, tan auténticos como lo eran los animales en nuestra época en la Tierra.
—¿Crees que conocías el estado interior de los caballos?
—Desde luego. Conduje a muchos a la batalla, sentí su temor en mis pantorrillas.
—Ya veo. —Voltaire agitó sus mangas de encaje, parodiando las estocadas de Juana—. Pues bien, juzga a un perro que ha perdido a su amo. La bestia, llamémosla Phydeaux, ha buscado a su amo por todos los caminos con gritos plañideros. Entra en la casa agitado e inquieto, sube y baja las escaleras de habitación en habitación, y al fin encuentra en el estudio al amo que adora, y le muestra su alegría con gritos de deleite y brincos. Debe tener sentimientos, añoranzas, ideas.
—Sin duda.
Voltaire creó el perro, bello y plañidero en su pena digital. También añadió la casa con su mobiliario. Mientras se apagaban los ladridos del pobre perro, añadió:
—Mi demostración, señora mía.
—Trucos —replicó Juana con furia, pero no dijo nada más.
—Debes conceder que los matemáticos son como los franceses: dígaseles lo que se les diga, traducen todo a su propio idioma, y luego todo es diferente.
—Estoy esperando a mi Señor. O, como alguien devoto de los grandes conceptos, estoy esperando un Sentido.
—Siéntate y reflexiona. —Voltaire materializó una cómoda cocina provenzal, mesas, el penetrante aroma del café. Se sentaron. En la cafetera estaba inscrito un lema de Voltaire perteneciente al pasado remoto:
Noir comme le diable. Negro como el diablo.
Chaud comme l’enfer. Caliente como el infierno.
Pur comme un ange. Puro como un ángel.
Doux comme l’amour. Dulce como el amor.
—Vaya, sabe tan bien —dijo Juana.
—He dominado el acceso a muchos sitios. —Voltaire bebió su café ruidosamente, una de las pocas concesiones que la sociedad parisina hacía incluso a un filósofo—. Estamos circulando por los intersticios de Trantor, astillados en muchos fragmentos. Puedo tomar datos sensoriales de los innumerables inventarios de incontables bibliotecas digitales.
—Aprecio que me dieras facultades similares —dijo ella con cautela, acomodándose la armadura y bebiendo su aromático café—. Pero siento una oquedad…
—También yo —concedió Voltaire.
—Parecemos… vacilo en decirlo…
—Divinidades.
—Blasfemo, pero cierto. Pero el Creador posee sabiduría y nosotros no.
—Peor aún, ni siquiera poseemos voluntad —comentó el consternado Voltaire.
—Pues yo sí.
—Si sólo somos series de dígitos, en realidad sólo de ceros y unos, cuando se mira con cercanía microscópica, ¿cómo podemos ser libres? ¿No estamos determinados por esos números?
—Yo me siento libre.
—Ah, pero así nos sentiríamos en cualquier caso, ¿verdad? —Voltaire se incorporó—. Uno de mis mejores pareados:
Una ciencia congenia sólo con un genio, tan vasto el arte es, tan pobre el humano ingenio.
—¿Entonces no podemos saber si somos libres? ¡El Creador nos ha hecho así!
—En este momento deseo que exista ese Creador.
Juana pateó la mesa, salpicándolo con café. Él borró las quemaduras al caer. Juana blandió su espada contra las paredes de la cocina y las cortó en grandes láminas que se arqueaban en un gris espacio euclidiano, la realidad curvándose como cáscaras de naranja.
—Qué fatigoso —dijo él—. El mejor argumento contra el cristianismo son los cristianos.
—No toleraré…
Te gusta pensar en ti mismo como filósofo.
Las palabras llenaron el espacio. Paredes acústicas se hincharon y volaron como grandes páginas en un libro gigantesco.
—¿Te diriges a mí? —bramó Voltaire.
También te gusta pensar en ti como un astuto juez de la oportunidad. O de los matices verbales.
Juana desenvainó su espada, pero las láminas de sonido se la arrebataron.
Te gusta pensar en ti como una persona famosa, aun en este tiempo y lugar distantes.
Telones de presión zumbante cayeron sobre ellos, como si una deidad gigantesca clamara desde el cielo ceniciento.
—¿Me retas? —replicó Voltaire.
En pocas palabras, te gusta pensar en ti.
Juana lanzó una carcajada. Voltaire se ruborizó.
—¡Te desafío, tunante!
Como en respuesta, el plano euclidiano se abultó…
Y Voltaire fue el paisaje. Tenía un caliente espinazo volcánico, su piel era humedad y arena. Lo azotaban vientos, lo acariciaban arroyos cantarines. De él se elevaban montañas, como carbunclos magullados.
Juana gritó en alguna parte. Él elevó una hilera de riscos, estratos saltarines, astillas voladoras. Ella era una torre cilíndrica y altiva, coronada de nieve y llena de lava crujiente.
En lo alto rodaban nubes color peltre. Voltaire supo que eran mentes alienígenas, una niebla de conexiones.
«¿Hipermente? —pensó—. ¿Suma de algoritmos?»
La cambiante niebla gris envolvió Trantor. Voltaire se vio tal como lo veía esa niebla: vida desperdigada, pulsaciones eléctricas en máquinas separadas que computaban saltos temporales subjetivos. El presente era una proyección informática orquestada por cientos de procesadores. En vez de vivir en el presente, persistían en el postpasado de cada paso proyectado para el futuro.
Había una diferencia profunda —él lo sentía, más que verlo, en lo hondo de su sustrato analógico— entre lo digital y lo continuo. Para la niebla él era una nube de momentos suspendidos, números rebanados que esperaban acontecimientos implícitos en el cómputo funda mental.
Entonces vio qué era la niebla.
Trató de correr, pero era una montaña.
—Ellos son… otros —le dijo en vano a Juana.
—¿Cómo pueden ser más diferentes que nosotros? —respondió ella, angustiada.
—Nosotros, al menos, estamos hechos de material humano. Estos son alienígenas.