21

La estación coronaba una colina escabrosa. Abruptas gargantas daban a la ladera el aspecto de un rostro fatigado y arrugado. Arbustos duros poblaban las partes inferiores.

Yo-pan resopló mientras avanzaba por esa tierra erosionada. En la visión pan la noche era siniestra, un paisaje vibrante de verdores y azules. La colina era un matiz en la cuesta de una gran montaña, pero la visión pan no distinguía los rasgos distantes. Los pans vivían en un mundo inmediato.

Delante se erguía la pared reluciente que rodeaba la estación, de cinco metros de altura. Por su excursión, Hari recordó que estaba protegida con vidrios rotos.

Oyó los jadeos de Sheelah a sus espaldas, mientras trepaba la cuesta. La herida del flanco le entorpecía la marcha, pero se negaba a detenerse. Ambos estaban al borde del agotamiento y sus pans estaban cediendo, a pesar de haber parado dos veces para comer fruta e insectos y descansar.

Con su magro vocabulario de señas, sus muecas y sus escritos en el suelo, habían «deliberado». Los pans eran vulnerables allí. No podían esperar la misma suerte que con los conaches, cansados y en territorio extraño.

El mejor momento para acercarse a la estación era la noche. El que había planeado eso no podía esperar eternamente. Se habían escondido dos veces de los deslizadores desde esa mañana. Descansar todo el día siguiente era una opción sugerente, pero un presentimiento ominoso impulsaba a Hari.

Siguió trepando por la ladera, atento a los cables electrónicos. No sabía nada sobre esas cuestiones técnicas. Tendría que estar alerta y esperar que la estación no tuviera protección electrónica contra intrusos pensantes.

La visión pan era aguda y clara en la penumbra para los objetos cercanos, pero no pudo encontrar nada.

Escogió un lugar junto a la pared, a la sombra de los árboles. Sheelah se acercó resoplando. La pared parecía inmensa.

Hari escrutó el terreno circundante. Ninguna señal de movimiento. El lugar olía raro para Yo-pan. Tal vez los animales se mantenían alejados del complejo. Bien, eso haría que los guardias estuvieran menos atentos.

La pared era de hormigón liso. Un labio grueso sobresalía en el tope, dificultando el ascenso.

Sheelah señaló unos árboles que crecían cerca de la pared. Algunos tocones indicaban que los constructores habían pensado en los animales que podían brincar desde las ramas, pero algunos tenían altura suficiente y ramas a pocos metros del tope.

¿Un pan podía cubrir esa distancia? Improbable, máxime con ese cansancio. Sheelah señaló a Yo-pan y se señaló a sí misma, extendió las manos y las hamacó. ¿Podrían hamacarse para saltar?

Hari la estudió. El diseñador de los pans no habría pensado en esa cooperación. Miró el tope. Demasiado alto para trepar, aunque Sheelah se le subiera sobre los hombros.

«Sí», respondió.

Poco después, cuando ella le sostenía los pies y él se disponía a saltar desde su rama, lo pensó de nuevo.

A Yo-pan no le molestaba esa calistenia. Se sentía feliz de estar de vuelta en un árbol. Pero el juicio humano de Hari gritaba que no podía hacerlo. El talento natural pan chocaba con la cautela humana.

Afortunadamente, no tuvo mucho tiempo para permitirse esas dudas. Sheelah lo alzó.

Él cayó, sostenido sólo por las manos de ella.

Ella le había sujetado los pies a una rama gruesa y empezó a empujarlo como un peso colgado de un cordel. Lo hamacó, aumentando k amplitud. Atrás, adelante, arriba, abajo, presión centrífuga en su cabeza. Para Yo-pan no tenía importancia. Para Hari era un mundo giratorio de remolinos escalofriantes.

Pequeñas ramas lo acariciaron y él se preocupó por el ruido y luego se olvidó porque su cabeza se aproximaba al tope de la pared.

El labio de hormigón era redondeado en la parte interior, para que un garfio no pudiera engancharse.

Regresó hacia atrás, la cabeza abajo. Subió hacia las ramas inferiores.

En el próximo vaivén estuvo más alto. Gruesos vidrios relucían a lo largo del tope de la pared. Muy profesional.

Apenas había tenido tiempo de reparar en todo esto cuando Dors lo soltó.

Se arqueó hacia arriba, estirando las manos, y apenas cogió el borde. Si no hubiera sobresalido, él habría errado.

Dejó que su cuerpo chocara contra el costado. Sus pies buscaron sostén en la pared abrupta. Logró aferrarse con algunos dedos. Se lanzó hacia arriba, se arqueó. Nunca había apreciado cuánto más fuerte podía ser un pan. Ningún hombre habría llegado allí.

Se encaramó, cortándose el brazo y la cadera con el vidrio. Le costó ponerse de pie y encontrar apoyo.

Una euforia triunfal. Saludó a Sheelah, invisible en el árbol.

A partir de ahí todo dependía de él. Comprendió que podrían haber fabricado una especie de cuerda, trenzando lianas. Así podría subirla. «Buena idea, demasiado tarde.»

Ahora no debía demorarse. El complejo era parcialmente visible a través de los árboles, con algunas luces encendidas. Totalmente en silencio. Habían esperado hasta la mitad de la noche y ahora sólo contaba con los sentimientos viscerales de Yo-pan para guiarse.

Miró hacia abajo y vio el destello de un alambre, incrustado en el hormigón. Con cuidado avanzó entre las líneas brillantes. Había espacio para avanzar entre los afilados dientes de vidrio. Un árbol le tapó la visión y pudo ver poco en el fulgor tenue de la estación. Al menos eso implicaba que ellos tampoco podían verlo.

¿Debía saltar? Demasiado alto. El árbol que lo ocultaba estaba cerca, pero no podía ver a través de él. Se detuvo a pensar, pero no se le ocurrió nada. Sheelah había quedado detrás, sola, y él odiaba dejarla donde la aguardaban peligros desconocidos.

Estaba pensando como un hombre y olvidando que tenía la capacidad de un pan.

Brincó. Se zambulló en las sombras, quebrando ramitas, recibiendo fustazos en la cara. Vio una silueta oscura a la derecha. Curvó las piernas, giró, extendió las manos… y atacó una rama. La aferró con las manos, comprendió que era demasiado delgada.

Se quebró. El crujido llegó como un rayo a sus oídos. Cayó, soltando la rama. Su espalda pegó contra algo duro. Rodó, buscando algo a lo que aferrarse. Cerró los dedos en torno de una rama gruesa y se descolgó.

Susurro de hojas, vaivén de ramas. Nada más.

Estaba en medio de un árbol. Le dolían las articulaciones, una galaxia de punzadas.

Hari se distendió y dejó que Yo-pan se encargara del descenso. Había hecho demasiado ruido al caer, pero no había indicios de movimiento más allá de los anchos parques que lo separaban de la luminosa estación.

Pensó en Dors y deseó que hubiera un modo de avisarle que él estaba dentro. Pensando en ella, midió con los ojos las distancias entre los árboles, memorizando la posición para encontrar el camino de regreso a toda carrera si era necesario.

¿Ahora qué? No tenía un plan.

Condujo a Yo-pan —que estaba nervioso, cansado e irritable— hacia un matorral triangular. La mente de Yo-pan era como un cielo tormentoso desgarrado por centellas. No eran pensamientos sino nudos de emoción que relampagueaban en torno de nudos de angustia. Hari evocó imágenes tranquilizadoras, calmando a Yo-pan, y casi pasó por alto un sonido susurrante.

Uñas raspando una vereda de piedra. Algo acercándose a la carrera.

Rodeaban el matorral triangular. Músculos tensos, piel lustrosa, patas rechonchas devorando la distancia. Estaban entrenados para buscar y matar en silencio, sin aviso.

Para Yo-pan los monstruos eran extraños y aterradores. Retrocedió asustado ante esas balas de músculo y hueso. Encías negras, dientes blancos, ojos desorbitados.

Luego Hari notó que algo cambiaba en Yo-pan. Respuestas antiguas e instintivas frenaron su retirada, tensaron su cuerpo. «No hay tiempo para huir, así que pelea.»

Yo-pan se dispuso a resistir. Los dos podrían saltar hacia él, así que retrajo los brazos, agazapándose para cubrirse el rostro.

Yo-pan había enfrentado cazadores cuadrúpedos antes, en alguna parte de su memoria ancestral, y sabía innatamente que se lanzaban sobre las extremidades de la víctima y buscaban la garganta. Los caninos querrían tumbarlo, abrirle la yugular, desgarrarlo en los vitales segundos de sorpresa.

Las ágiles moles se reunieron, corriendo hombro con hombro, las grandes cabezas erguidas. Brincaron.

En el aire eran vulnerables, y Yo-pan lo sabía.

Yo-pan estiró ambas manos para coger las patas delanteras de los caninos.

Se arrojó hacia atrás, aferrando las patas, las manos bajo las fauces. El ímpetu de los electrodogos los llevó por encima de la cabeza del pan mientras él rodaba hacia atrás.

Yo-pan cayó de espaldas. Por impulso, los caninos siguieron de largo. No pudieron mover la cabeza para morderle las manos.

El brinco, la atajada, el rápido giro, todo se combinó en un remolino centrífugo que arrojó a los sabuesos encima de Yo-pan mientras él caía rodando. Sintió el crujido de las patas de los caninos y las soltó. Ellos volaron sobre él con aullidos de dolor.

Yo-pan rodó cubriéndose la cabeza oculta, dio un brinco. Oyó el ruido sordo de una dentellada. Un chasquido cuando los caninos golpearon la hierba, sin poder sostenerse con las patas quebradas.

Los persiguió, jadeando. Trataban de levantarse, girando sobre las patas rotas para enfrentar a su presa. No ladraban, sólo gimoteaban de dolor, gruñían hurañamente. Uno soltó un juramento obsceno.

—Bastarrrdo… —rezongó el otro.

Animales girando en su vasta y dolorosa noche.

Saltó y cayó sobre ambos. Les pateó el pescuezo, los huesos crujieron. No tuvo que mirar para saber que estaban muertos.

La sangre de Yo-pan temblaba de alegría. Hari nunca había sentido ese cosquilleo eléctrico, ni siquiera en la primera inmersión, cuando Yo-pan había matado a un Extraño. El triunfo sobre criaturas extrañas y dentudas que atacaban en la noche era un placer profundo y caliente.

Hari no había hecho nada. La victoria pertenecía totalmente a Yo-pan.

Hari la disfrutó en el fresco aire nocturno, sintió los temblores del éxtasis.

Poco a poco recobró la razón. Había más electrodogos. Yo-pan había tenido suerte con estos, pero esa suerte no se repetiría.

Los electrodogos caídos eran visibles en la hierba. Llamarían la atención.

A Yo-pan no le gustaba tocarlos. Habían vaciado sus entrañas y el olor era nauseabundo. Dejaron una mancha en la hierba mientras los arrastraba hacia los arbustos.

Tiempo, tiempo. Alguien echaría de menos a los caninos, iría a ver.

Yo-pan aún estaba eufórico con su victoria. Hari se valió de eso para obligarlo a avanzar al trote, aprovechando las sombras. Las venas de Yo-pan vibraban de energía. Hari sabía que era una alegría glandular y momentánea. Cuando se disipara, Yo-pan sería vencido por una profunda fatiga y resultaría difícil de controlar.

Cada vez que se detenía miraba hacia atrás y memorizaba hitos. Quizá tuviera que regresar a la carrera.

Era tarde y la estación estaba en penumbras. En la zona técnica, sin embargo, una luz deslumbrante para Yo-pan brillaba en las ventanas.

Se aproximó y se aplastó contra la pared. Era una ayuda que Yo-pan sintiera fascinación por la ciudadela de los «dioses» humanos. Por curiosidad, miró por una ventana. Bajo una luz esmaltada se extendía una sala de ensamblaje que Hari reconoció. Allí, siglos atrás, él se había alineado con los demás turistas para salir de excursión.

Hari dejó que la curiosidad llevara al pan hacia el costado, donde una puerta conducía a un largo corredor. La puerta se abrió sin dificultad, para sorpresa de Hari. Yo-pan entró en el pasillo, estudiando los dibujos de pintura fosforescente en el techo y las paredes, que emitían un tranquilizador fulgor blanco.

La puerta de una oficina estaba abierta. Hari obligó a Yo-pan a agazaparse y asomar la cabeza. Nadie. Era una oficina suntuosa con estantes que se elevaban hacia un techo abovedado. Hari recordó haber estado allí, comentando el proceso de inmersión. Eso significaba que las cápsulas de inmersión estaban a pocas puertas de distancia.

Se volvió al oír zapatos rechinando sobre el suelo.

El especialista Vaddo estaba a sus espaldas, empuñando un arma.

En la luz fresca, el rostro del hombre se veía extraño para los ojos de Yo-pan, misteriosamente huesudo. Largo, delgado, inescrutable.

Hari sintió el torrente de reverencia en Yo-pan y dejó que eso impulsara al pan hacia delante. Yo-pan sentía reverencia, no miedo.

Vaddo se tensó, movió el cañón de su arma. Un chasquido metálico. Yo-pan alzó las manos en un saludo ritual y Vaddo le disparó.

El impacto hizo girar a Yo-pan, que cayó al suelo.

Vaddo torció la boca despectivamente.

—Profesor listo, ¿eh? No pensó en la alarma de la puerta, ¿verdad?

Yo-pan sentía un dolor agudo en el hombro. Hari aprovechó el dolor para inspirar furia en Yo-pan, agudizándola.

Yo-pan sintió algo pegajoso en el flanco y la mano, con olor a hierro caliente.

Vaddo dio media vuelta, empuñando el arma.

—Usted me mató, alfeñique. Arruinó un buen animal experimental. Ahora debo pensar qué hacer con usted.

Hari descargó su propia furia sobre la cólera de Yo-pan. Sintió tensión en los músculos del hombro, un aguijonazo de dolor en el flanco. Yo-pan gruñó y rodó en el suelo, apretándose la herida con una mano.

Hari mantuvo la cabeza gacha para que Yo-pan no viera la sangre que ahora le goteaba por las piernas. El cuerpo del pan perdía energía. La debilidad lo invadía.

Irguió las orejas al oír las pisadas de Vaddo. Rodó de nuevo, esta vez arqueando las patas.

—Supongo que hay una única solución.

Hari oyó el chasquido metálico. «Ahora, sí.» Que desquitara su furia.

Yo-pan alzó los brazos y se acuclilló. No había tiempo para levantarse del todo. Yo-pan saltó sobre Vaddo.

Un estampido metálico estalló junto a su cabeza. El pan golpeó a Vaddo en la cadera y lo arrojó contra la pared. El hombre tenía un olor agrio, salado.

Hari perdió el control y Yo-pan hizo botar a Vaddo contra la pared y le pegó con todas sus fuerzas.

Vaddo trató de desviar el golpe. Yo-pan apartó los brazos del diminuto humano. Los patéticos gestos defensivos de Vaddo eran como blandas telarañas.

Sostuvo a Vaddo y le pegó en el pecho con los hombros. El arma cayó al suelo.

Yo-pan embistió una y otra vez contra el cuerpo del hombre.

«Fuerza, poder, alegría.»

Crujieron huesos. La cabeza de Vaddo cayó hacia atrás, golpeó la pared. El hombre se aflojó.

Yo-pan retrocedió y Vaddo resbaló hacia el suelo. «Alegría.»

Moscas azuladas zumbaban en el linde de su visión.

«Debo moverme.» Fue todo lo que Hari pudo comunicar por e telón de emociones que envolvía la mente del pan.

El corredor se curvaba. Hari obligó a Yo-pan a caminar.

Corredor abajo, cojeando. Dos puertas, tres. ¿Aquí? Cerrada. Próxima puerta. Un mundo más lento.

Abrió la puerta. Reconoció la antecámara. Yo-pan tropezó con una silla.

Hari aspiró aire y logró aclararse un poco la visión, pero las moscas azuladas aún acechaban, aleteando con impaciencia.

Probó la puerta siguiente. Cerrada. Hari intentó dominar a Yo-pan. «Fuerza, poder, alegría.»

Yo-pan embistió la puerta. Nada. De nuevo. Y de nuevo, un dolor agudo. Y al fin la abrió.

Aquí era. El centro de inmersión. Yo-pan se tambaleó entre los módulos. Tardó una eternidad en recorrer la hilera, caminando entre los paneles de control. Hari se concentraba en cada paso, un pie por vez. Su campo de visión fluctuaba, su cabeza giraba sobre hombros líquidos.

Aquí. Su módulo.

El tiktok de Dors estaba esperando. Lo había visto venir y se plantó frente al tablero, protegiendo los controles vitales.

Yo-pan se agachó frente al panel del tiktok. Pulsó las teclas, recordando el código de acceso.

Los dedos de Yo-pan eran demasiado anchos. No podían hundir una sola tecla.

La luz blancuzca se desdibujaba. Hari obligó a Yo-pan a intentar de nuevo, pero los dedos rechonchos tocaban varías teclas a la vez.

Las moscas azuladas aleteaban en el linde de su visión. Yo-pan golpeó con furia el teclado.

«Piensa.» Hari miró en derredor. Yo-pan no duraría mucho más. Vio un escritorio con una pizarra y una pluma.

¿Dejar una nota? Ojalá la encontrara la gente atinada…

Obligó a Yo-pan a caminar hasta el escritorio, coger la pluma. Tuvo una idea mientras intentaba escribir: NECESITO

Se volvió, regresó al módulo. «Concéntrate.»

Cogiendo la pluma, tecleó con la punta. Acertó en una tecla con limpieza. Las moscas azules revoloteaban.

Ahora le costaba recordar el código de acceso. Pulsó los números de uno en uno. Una luz pasó del rojo al verde.

Manipuló las palancas. Abrió.

Allí estaba Hari Seldon, apacible, los ojos cerrados.

Controles de emergencia, sí. Los conocía por las instrucciones.

Palpó la superficie de acero y encontró el panel en el flanco. Yo-pan miró aturdido las letras.

Hari mismo tenía problemas para leer. Las letras brincaban y se amontonaban.

Encontró botones y servocontroles. Las manos de Yo-pan estaban peor. Necesitó tres golpes de pluma para activar el programa de revivificación. Las luces pasaron del verde al amarillo.

Yo-pan se sentó en el suelo fresco. Las moscas azuladas lo acechaban para picarlo. Aspiró el aire seco, pero no tenía sustancia, no servía…

De pronto, sin transición, estaba mirando el techo. De espaldas. Las lámparas se oscurecían.

Se apagaron.