Avanzaron a pesar de la resistencia de los pans.
Yo-pan olía algo que le hacía revolver los ojos. Con su equipo de pensamientos tranquilizadores y los sutiles trucos que había aprendido, Hari lo mantenía en marcha.
Sheelah tenía más problemas. La hembra no quería avanzar por las abruptas gargantas que conducían al risco. Matorrales nudosos les cerraban el paso y tardaron en sortearlos. La fruta era más difícil de encontrar a esa altitud.
Yo-pan sentía un dolor constante en los brazos y los hombros. Los pans caminaban a cuatro patas porque sus fuertes brazos suponían una desventaja con el peso. Para desplazarse en los árboles y la planicie, no se podía mejorar ninguna de ambas cosas. Sheelah y Yo-pan se quejaban del dolor. Los pans nunca serían exploradores de gran alcance.
Con frecuencia se detenían para juntar hojas y agua en las oquedades de los árboles, una rutina, sencillo uso de herramientas. Olían el aire con aprensión.
El olor que los perturbaba era cada vez más fuerte.
Sheelah se adelantó y fue la primera en cruzar el risco. Valle abajo veían los contornos rectangulares de la estación. Un deslizador despegó del techo y se perdió valle abajo, sin peligro para ellos.
Hari recordó que un siglo atrás estaba sentado en la veranda, con tragos en la mano, con Dors diciéndole que habría muerto si se hubiera quedado en Trantor. Y sin haberse quedado…
Bajaron la cuesta. Los pans movían los ojos a cada movimiento inesperado. Una brisa helada agitó los pocos arbustos y árboles nudosos. Algunos tenían un aspecto frágil, chamuscados y partidos por el rayo. Masas de aire se elevaban de los valles conflictivamente, el brutal choque de presiones. Ese risco rocoso estaba lejos del cómodo dominio de los pans. Se dieron prisa.
Adelante, Sheelah se detuvo.
Cinco silenciosos conaches salieron de su escondrijo, formando un semicírculo.
Hari no sabía si era la misma manada de antes. En tal caso, eran cazadores persistentes, capaces de recordar y conservar un propósito a lo largo del tiempo. Habían esperado delante, donde no había árboles.
Los conaches avanzaban en turbador silencio, haciendo chasquen las zarpas.
Hari llamó a Sheelah y lanzó algunos rugidos, alzando los brazos, sacudiendo los puños, haciendo un desplante. Dejó que Yo-pan se hiciera cargo mientras él pensaba.
Una banda de conaches podía vencer a dos pans aislados. Para sobrevivir tendrían que sorprenderlos, asustarlos.
Miró en derredor. No le bastaría con arrojar piedras. Sin saber muy bien por qué, se volvió hacia la izquierda, hacia un árbol partido por el rayo.
Sheelah vio el movimiento y llegó allí primero, a grandes zancadas. Yo-pan cogió dos piedras y se las arrojó al conache más próximo. Le acertó en el flanco, pero sin causar daño.
Los conaches comenzaron a trotar, rodeándolos. Se llamaban entre sí con gruñidos jadeantes.
Sheelah brincó sobre una rama seca del árbol, la partió y la recogió. Hari entendió su propósito. El fragmento era alto como ella, y lo empuñó.
El conache más grande gruñó y todos se miraron.
Los conaches atacaron.
El más adelantado se lanzó contra Sheelah. Ella le acertó en el hombro con la afilada punta, arrancándole un gemido.
Hari cogió un trozo del tronco astillado. No pudo arrancarlo. Otro gemido a sus espaldas, una aguda advertencia de Sheelah.
Era mejor dejar que los pans liberasen la tensión vocalmente, pero él sentía el miedo y la desesperación en el tono y supo que también era Dors.
Escogió una rama más pequeña. La arrancó con ambas manos, usando el peso y los grandes músculos del hombro, quebrándola para que tuviera punta.
Lanzas. Era el único modo de protegerse de esas zarpas. Los pans no usaban esas armas avanzadas. La evolución aún no les había enseñado esa treta.
Los conaches los rodeaban por todas partes. Él y Sheelah se pusieron espalda contra espalda. Él apenas había afianzado los pies cuando debió resistir el embate de un conache grande y atezado.
Los conaches aún no habían comprendido la idea de la lanza. La criatura se lanzó contra la punta, saltó hacia atrás. Un bramido temible. Yo-pan se orinó de miedo, pero Hari logró dominarlo.
El conache retrocedió gimoteando. Dio media vuelta para huir. Se detuvo. Titubeó, giró hacia Hari.
Avanzó con renovada confianza. Los otros conaches observaban. Fue hacia el mismo árbol que Hari había usado y de un tirón arrancó un trozo de madera largo. Se acercó a Hari, se detuvo, empuñó la vara con una zarpa. Moviendo la cabezota, lo miró y giró, adelantando un pie.
Hari reconoció alarmado la posición de esgrima.
Vaddo la había usado. Vaddo estaba dirigiendo al conache.
Tenía sentido. De ese modo la muerte de los pans sería totalmente natural. Vaddo diría que estaba desarrollando la inmersión en conaches como nueva aplicación comercial del mismo hardware que funcionaba para los pans.
Vaddo avanzó paso a paso, sosteniendo la lanza entre dos zarpas. Hizo girar el extremo. El movimiento era espasmódico, pues las zarpas eran toscas comparadas con las manos de los pans. Pero el conache era más fuerte.
Avanzó con una finta, lanzó un tajo. Hari apenas logró esquivarlo mientras apartaba la lanza con su vara. Vaddo se recobró y atacó desde la izquierda. Hari detenía los lanzazos con su arma.
Las espadas de madera chocaban y Hari rezó para que la suya no se partiera. Vaddo controlaba bien a su conache, que no trató de escapar como antes.
Hari estaba ocupado desviando los golpes de Vaddo. Tenía que buscar otra ventaja, o la fuerza superior del conache vencería al fin. Hari giró, apartando a Vaddo de Sheelah. Los otros conaches la tenían arrinconada, pero no atacaban. Toda la atención se centraba en ellos dos, mientras lanzaban sus estocadas.
Hari llevó a Vaddo hacia una roca. El conache tenía problemas para mantener la lanza recta y tenía que mirar constantemente sus zarpas para manejarla. Con eso prestaba menos atención al sitio donde apoyaba los cascos. Hari lanzó un par de estocadas y avanzó, obligando al rival a moverse a un costado. El conache apoyó la pata entre algunas piedras angulosas, se tambaleó, se recobró.
Hari se movió a la izquierda. El conache se detuvo de nuevo, movió el casco, tropezó. Hari se lanzó sobre él cuando el conache miraba hacia abajo, procurando afianzarse. Hari le clavó la punta con fuerza, empujó.
Los demás conaches soltaron un grito fúnebre.
Resoplando de rabia, el conache trató de sacarse la punta. Hari obligó a Yo-pan a avanzar para hundir la punta en el conache. La criatura gimió. Yo-pan embistió de nuevo. Saltó sangre, salpicando el polvo. El conache dobló las rodillas y cayó.
Hari miró por encima del hombro. Los demás habían entrado en acción. Sheelah mantenía a raya a tres, gritándoles con tanta fuerza que aun Hari sintió miedo. Ya había herido a uno. Manaba sangre sobre su pelambre parda.
Pero los otros no atacaban. Giraban, gruñían, pateaban, pero no se acercaban. Estaban confundidos. Y estaban aprendiendo. Los ojos rápidos y brillantes estudiaban la situación, esa nueva maniobra en la guerra perpetua.
Sheelah avanzó y azuzó al conache más cercano. La criatura atacó en un arranque de rabia y ella le clavó el asta. La criatura gritó, dio media vuelta y corrió.
Los demás se dieron por vencidos. Se alejaron al trote, dejando a su gemebundo compañero en el suelo. El conache miraba el chorro de sangre con ojos asombrados que perdieron brillo cuando Vaddo se fue. El animal se derrumbó.
Hari cogió una piedra y le hundió el cráneo. Era un trabajo sucio, y él regresó al interior de Yo-pan y dejó que brotara la furia oscura y humeante de la criatura.
Se agachó para estudiar el cerebro del conache. Una telaraña plateada coronaba la esfera gomosa e intrincada. Circuitos de inmersión.
Se alejó del conache, y sólo entonces vio que Sheelah estaba herida.