Yo-pan necesitaba comida y descanso, al menos para impedir que su corazón diera un respingo ante cada ruido. Sheelah y Yo-pan se abrazaban en lo alto de un árbol, arrullándose y miniándose.
Hari necesitaba tiempo para pensar. Los autoservidores mantenían sus cuerpos con vida en la estación. El tiktok de Dors defendería los cerrojos, ¿pero cuánto tardaría la oficial de seguridad en vencerlo?
Sería inteligente permitirles permanecer aquí, en peligro, diciendo al resto del personal que esos dos extravagantes turistas querían una inmersión realmente larga. Que la naturaleza se encargara del problema.
Sus reflexiones hicieron temblar a Yo-pan, así que cambió de modalidad. Era mejor pensar en abstracto. Aquí había muchas cosas que requerían comprensión.
Sospechaba que los antiguos que habían llevado pans, gigantílopes y otros animales habían manipulado a los conaches, para ver si podían convertir un distante pariente de los primates en algo semejante a los humanos.
Un objetivo perverso, pensó Hari, pero creíble. A los científicos les encantaba manipular.
Habían llegado a cazar en manada, pero los conaches no tenían más herramientas que piedras toscamente afiladas, que en ocasiones usaban para cortar la carne que habían cazado.
Dentro de millones de años, bajo la presión evolutiva, podían ser tan inteligentes como los pans. ¿Entonces qué especie se extinguiría?
En ese momento no le importaba demasiado. Había sentido rabia cuando los pans —su propia especie— los atacaron, a pesar de la aparición de los conaches. ¿Por qué?
El asunto le preocupaba, pues allí había algo que debía comprender. La psicohistoria debía abordar esos impulsos fundamentales. La reacción de los pans evocaba embarazosamente miles de episodios de la historia humana.
Odio al forastero.
Tenía que estudiar esa turbia verdad.
Los pans se desplazaban en grupos pequeños, desconfiando de los forasteros, procreando dentro de su modesto círculo de pocas docenas. Eso implicaba que todo rasgo genético emergente se legaría rápidamente a todos los miembros, por endogamia. Si esto contribuía a la supervivencia, el azar lo seleccionaría para la supervivencia de esa banda. Bien.
Pero el rasgo no debía diluirse. Una tribu de expertos en arrojar piedras sería engullida si se sumaba a un grupo de varios centenares. El contacto obligaría a procrear fuera del clan original. Con la exogamia, el legado genético se diluía.
El truco consistía en lograr un equilibrio entre los accidentes de la genética en grupos pequeños y la estabilidad de los grupos grandes. Una tribu con suerte podía tener genes afortunados, rasgos que congeniaran con el próximo desafío que planteara un mundo cambiante, Les iría bien. Pero si esos genes no se legaban a muchos pans, ¿qué importaba?
Con una pequeña dosis de exogamia, el rasgo se legaba a otras bandas. Con el curso del tiempo, otros lo heredaban. Se difundía.
Ello implicaba que era útil desarrollar cierta animadversión contra los forasteros. No procrees con ellos.
Así las pequeñas bandas se aferraban a sus rasgos excéntricos, y algunas prosperaban. Estas sobrevivían, la mayoría perecía. Los saltos evolutivos eran más rápidos en bandas pequeñas y semiaisladas que practicaban la exogamia en ocasiones. Mantenían su patrimonio genético en un cesto pequeño, la tribu. Sólo en ocasiones copulaban con miembros de otra tribu, a menudo por medio de la violación.
El precio era alto: una fuerte preferencia por su minúscula comunidad.
Odiaban las multitudes, los forasteros, el ruido. Las bandas de menos de diez eran demasiado vulnerables a la enfermedad y los depredadores; bastaban unas pérdidas para que fracasara el grupo. Si eran demasiados, perdían la concentración de la procreación entre pocos. Eran intensamente leales al grupo, y se identificaban en la oscuridad por el olor, aun a gran distancia. Como tenían muchos genes comunes, los actos de altruismo eran frecuentes.
Incluso honraban el heroísmo, pues si el héroe moría, sus genes compartidos aún eran legados a los parientes.
Aunque los forasteros aprobaran el examen de las diferencias de aspecto, modales y olores, la cultura siempre podía amplificar los efectos. Los recién llegados que poseían otro lenguaje, hábitos y posturas parecían repulsivos. Todo lo que contribuyera a distinguir una banda contribuía a agudizar el odio.
La selección natural impulsaría a cada pequeño conjunto genético a enfatizar las diferencias no heredadas, incluso las arbitrarias, asociadas con la aptitud para la supervivencia. Y así podrían desarrollar cultura, tal como habían hecho los humanos.
La diversidad tribal impedía la disolución genética, y ellos seguían la antigua llamada de un tribalismo altivo y cauto.
Hari/Yo-pan se movió nerviosamente. En medio de sus reflexiones, había aparecido la palabra «ellos», aludiendo tanto a los humanos como a los pans. La descripción congeniaba con ambos.
Esa era la clave. Los humanos tenían cabida en el vasto Imperio a pesar de su tribalismo innato, su herencia similar a la de los pans. ¡Era un milagro! Pero aun los milagros requerían una explicación. Los pans podían ser modelos útiles para la nobleza y la vasta ciudadanía, las dos clases que recibían aliento para reproducirse.
¿Pero cómo podía el Imperio conservar la estabilidad con criaturas tan toscas como los humanos?
Hari nunca había encarado el problema bajo una luz tan deslumbrante y humillante.
Y no tenía respuesta.