Caminar era trabajoso y Yo-pan se resistía.
Hari quería obligar al pan a cubrir terreno, pero ahora debían ascender por difíciles gargantas, algunas musgosas y escabrosas. Avanzaron penosamente cuesta arriba. Los pans olfateaban rastros de animales, lo cual ayudaba un poco.
Yo-pan se paraba a menudo para comer, o para mirar ociosamente a lo lejos. Suaves pensamientos volaban como mariposas por la brumosa mente, flotando sobre líquidos flujos emocionales que se arremolinaban con su propia pulsación. Los pans no estaban configurados para proyectos largos.
Andaban despacio. Llegó la noche y tuvieron que trepar a los árboles, cogiendo fruta en el camino.
Yo-pan durmió, pero Hari no. No podía.
Ellos corrían tanto peligro como los pans, pero las obtusas mentes que él y Dors manipulaban siempre habían vivido así. Para los pans, la noche selvática era una muda lluvia de información, procesada mientras dormían. Sus mentes asociaban los sonidos con cosas familiares que no los amenazaban.
Hari desconocía las sutiles señales del peligro y así confundía cada susurro y temblor en las ramas con una amenaza. El sueño lo dominó contra su voluntad.
Al romper el alba, Hari despertó con una culebra al lado. Se enroscaba como una soga verde en torno de una rama descendente, disponiéndose a atacar. Lo miró y Hari se tensó.
Yo-pan despertó de su profundo sueño. Vio la culebra, pero no reaccionó con un sobresalto, como temía Hari.
Transcurrió un largo instante y Yo-pan parpadeó una sola vez. La serpiente se quedó inmóvil y Yo-pan también, a pesar de su agitación. Al fin la serpiente se desenroscó y se alejó, cerrando el tácito diálogo. Yo-pan era una presa improbable, y la serpiente verde no tenía buen sabor y no merecía la pena.
Cuando Sheelah despertó, bajaron a un arroyo para beber, juntando hojas e insectos en el camino. Ambos pans se arrancaban gordas y negras sanguijuelas que se les habían adherido durante la noche.
Esos gruesos gusanos daban náuseas a Hari, pero Yo-pan se los quitaba sin inmutarse, tal como Hari se hubiera atado los cordones de los zapatos.
Por suerte, Yo-pan no los comía. Bebió y Hari comprendió que el pan no sentía necesidad de lavarse. Normalmente Hari se vaporizaba dos veces por día, antes del desayuno y antes de la cena, y se sentía incómodo si transpiraba, típico meritócrata.
Aquí usaba cómodamente ese cuerpo velludo. ¿Sus frecuentes limpiezas eran una medida de salud, como el peinado de los pans? ¿O un hábito refinado de la civilización? Recordaba vagamente que en su infancia de Helicón había pasado días de dichoso y sudoroso placer y le disgustaban los baños y las duchas. Yo-pan lo devolvía a esa sencillez, a sus anchas en el mugriento mundo.
Su comodidad no duró demasiado. Avistaron conaches cuesta arriba.
Yo-pan había captado el olor, pero Hari no tenía acceso a la parte del cerebro pan que asociaba olores con imágenes. Sólo notó que algo turbaba a Yo-pan, que frunció la nariz nudosa. Al verlos a corta distancia se sobresaltó.
Las gruesas ancas los impulsaban en vivas zancadas. Las cortas batas delanteras terminaban en zarpas afiladas. Las cabezotas eran pura dentadura, filosa y blanca sobre ojos entornados y penetrantes Una pelambre parda y espesa los cubría, convirtiéndose en matorral en la gruesa cola que usaban para equilibrarse.
Días antes, desde el refugio de un árbol alto, Yo-pan los había visto desgarrar y devorar los blandos tejidos de un gigantílope en la pradera. Estos llegaban olfateando, avanzando cuesta abajo en hilera, cinco en total. Sheelah y Yo-pan temblaron al verlos. El viento los favorecía, así que se retiraron en silencio.
Allí no había árboles altos, sólo matas y arbustos. Hari y Sheelah escaparon cuesta abajo hasta llegar a un claro. Yo-pan sintió el tenue aroma de otros pans, desde más allá del claro.
Hari hizo una seña, «Vamos». Al mismo tiempo estalló un coro a sus espaldas. Los conaches habían detectado el olor.
Sus jadeantes gruñidos resonaron en los matorrales. Cuesta abajo había menos refugios, pero más allá había árboles más grandes. Podían trepar allí.
Yo-pan y Sheelah cruzaron el claro a la carrera, a cuatro patas, pe ro no eran rápidos. Los rugientes conaches los persiguieron. Hari entro en la arboleda y se topó con una tribu pan.
Los sorprendidos pans parpadearon. Hari aulló incoherencias, preguntándose cómo se comunicaría Yo-pan con ellos.
El macho más grande giró, desnudó los dientes y bramó. La tribu respondió aullando y cogiendo ramas y piedras para arrojárselos a Yo-pan. Un guijarro le pegó en la barbilla, una rama en el muslo. Huyó, precedido por Sheelah. Los conaches acometían desde el claro, con piedras afiladas en las zarpas. Se veían grandes y macizos, pero se detuvieron al oír los chillidos que venían de la arboleda.
Yo-pan y Sheelah entraron en el claro seguidos por los pans. Los conaches se pararon en seco.
Los pans vieron a los conaches, pero no se detuvieron. Continua ron la persecución con júbilo sanguinario.
Los conaches se quedaron petrificados, moviendo turbadamente las zarpas.
Hari comprendió lo que sucedía y cogió una rama al correr, previniendo a Sheelah. Ella lo vio y lo imitó. Hari corrió hacia los conaches, agitando la rama. Era una rama vieja y retorcida, inservible, pero se veía grande. Hari quería parecer la vanguardia de todo un ataque.
En la creciente polvareda y el caos general, los conaches vieron una gran partida de pans airados saliendo del bosque. Huyeron.
Corrieron chillando hacia los árboles.
Yo-pan y Sheelah los siguieron, en el límite de sus fuerzas. Cuando Yo-pan llegó a los primeros árboles, miró hacia atrás y los pans se habían detenido sin dejar de gritar.
Le hizo una seña a Sheelah, «Adelante». Cortaron camino en un ángulo abrupto, yendo colina arriba.