No había pensado en el río. Había pensado, sí, en hombres y animales. Descendieron hacia las caudalosas aguas, donde el bosque brindaba protección y el arroyo se ensanchaba, presentando el vado más transitable.
Pero era imposible nadar en el torrentoso río que atravesaba el valle.
Mejor dicho, era imposible para Yo-pan. Hari había obligado a su pan a avanzar, deteniéndose cuando los músculos temblaban o cuando se orinaba encima de ansiedad. Dors tenía problemas similares, y eso los demoraba. Una noche en la enramada calmó a los dos pans, pero a media mañana los síntomas de estrés regresaron cuando Yo-pan metió un pie en el río. Corrientes frescas y rápidas.
Yo-pan retrocedió aullando hacia la angosta playa.
«¿Vamos?», preguntó Dors/Sheelah.
Hari calmó a Yo-pan y trataron de que nadara. Sheelah estaba menos atemorizada. Hari sondeó las pantanosas honduras de la memoria de Yo-pan y encontró un nudo de angustia centrado en el vago recuerdo de haber estado a punto de ahogarse cuando era pequeño. Cuando Sheelah lo ayudó, vaciló y se apartó del agua.
«Vamos.» Sheelah agitaba los brazos y sacudía la cabeza con furia.
Hari supuso que tenía recuerdos bastante claros del río, y que no había cruces más fáciles que ese. Se encogió de hombros, alzó las manos.
Una manada de gigantílopes pastaba en las cercanías y algunos cruzaban el río en busca de mejor hierba. Mecían la cabeza como burlándose de los pans. El río no era profundo, pero para Yo-pan era una muralla. Hari, atrapado por el temor de Yo-pan, se enfurecía en vano.
Sheelah se paseaba por la costa. Rezongaba y miraba el cielo, entornando los ojos. Movió la cabeza sobresaltada. Hari siguió su mirada. Un deslizador descendía hacia ellos.
Yo-pan corrió hacia la arboleda, y llegó poco antes que Sheelah. Por suerte la manada de gigantílopes distrajo al deslizador. Se acurrucaron en las matas mientras la máquina zumbaba volando en círculos Hari tuvo que aplacar la creciente aprensión de Yo-pan visualizando escenas de paz y quietud mientras él y Sheelah se peinaban.
Al fin el deslizador se alejó. Ahora tendrían que ser cautos.
Buscaron fruta. Hari se devanaba los sesos en vano, sintiendo una amarga depresión. Estaba apresado en una trampa, un peón en la política imperial. Peor aún, Dors también había caído en ella. Él no era hombre de acción. «Ni pan de acción», pensó agriamente.
Mientras llevaba racimos de fruta madura hacia la orilla, oyó ruidos crepitantes. Se agazapó y avanzó cuesta arriba, eludiendo los ruidos. Sheelah estaba arrancando ramas de los árboles. Cuando él se acercó, ella agitó la mano con impaciencia, un gesto común entre los pans, muy semejante a uno humano.
Sheelah había alineado una docena de ramas gruesas en el suelo Se aproximó a un árbol esquelético y le arrancó largas tiras de corteza. El ruido inquietaba a Yo-pan. Los depredadores sentirían curiosidad. Escudriñó la selva, atento al peligro.
Sheelah se le acercó, le abofeteó la cara para llamarle la atención. Escribió en el suelo con una rama: BALSA.
Hari comprendió al fin. Desde luego. ¿La inmersión lo había idiotizado? ¿El efecto se acentuaba con el tiempo? Aunque saliera de esta, ¿sería el mismo? Muchas preguntas, ninguna respuesta. Decidió olvidarlas y ponerse a trabajar.
Ataron ramas con tiras de corteza y usaron dos pequeños árboles caídos para sujetar el borde de la balsa. Sheelah hizo señas para indicar cómo la empujarían.
Primero, un calentamiento. A Yo-pan le agradaba sentarse en la balsa en el matorral. Al parecer aún no comprendía el propósito de la balsa. Yo-pan se desperezó sobre la cubierta y miró las copas de los árboles que se mecían en el viento cálido.
Llevaron la tosca balsa hasta el río después de otra sesión de peinado. El cielo estaba lleno de aves, pero no se veían deslizadores.
Se dieron prisa. Yo-pan se resistió a abordar la balsa cuando la pusieron en el agua, pero Hari evocó recuerdos llenos de calidez, con lo cual calmó el acelerado corazón del pan.
Yo-pan se sentó con desconfianza en las ramas. Sheelah empujó.
Pronto el río los arrastró corriente abajo. Yo-pan se alarmó.
Hari obligó a Yo-pan a cerrar los ojos. Eso le calmó la respiración, pero la angustia titilaba en la mente del pan como relámpagos antes de una tormenta. El vaivén de la balsa ayudó, pues obligó a Yo-pan a concentrarse en su estómago revuelto. Abrió los ojos cuando un tronco flotante chocó contra la balsa, pero la vertiginosa visión del agua lo convenció de cerrarlos de inmediato.
Hari quería ayudar, pero el martilleo del corazón de Yo-pan le advertía que el pánico estaba cerca. Ni siquiera veía qué hacía Dors. Tuvo que permanecer a ciegas mientras ella impulsaba la balsa.
Ella jadeaba entrecortadamente, procurando mantener un rumbo. Hari sintió la salpicadura de la espuma. Yo-pan temblaba, gemía, movía los pies como para correr.
Una sacudida. El jadeo de Sheelah se interrumpió con un gorgoteo y Hari notó que la balsa giraba en corrientes más fuertes. Sintió náuseas.
Yo-pan se levantó torpemente, abrió los ojos.
Aguas arremolinadas, balsa inestable. Miró abajo. Las ramas se estaban separando. El pánico lo dominó. Hari trató de evocar imágenes tranquilizadoras, pero los vientos del terror las disiparon.
Sheelah nadaba detrás de la balsa, cobrando velocidad. Hari obligo a Yo-pan a mirar hacia la costa, pero el pan se puso a aullar y patear la balsa, buscando un lugar estable.
Era inútil. Las ramas se liberaron de sus ligaduras y el agua helada invadió la cubierta. Yo-pan gritó, saltó, cayó, rodó, se incorporó.
Hari desistió de controlarlo. La única esperanza consistía en encontrar el momento apropiado. La balsa se partió en dos y su mitad giró hacia la izquierda. Yo-pan se alejó del borde y Hari reforzó ese impulso. En dos brincos obligó al pan a saltar al agua, y dirigirse hacia la orilla.
El pánico dominó a Yo-pan por completo. Hari dejó que braceara y pataleara, pero dándole el impulso adecuado. Él sabía nadar, Yo-pan no.
Los pataleos mantenían la cabeza de Yo-pan fuera del agua. Incluso logró avanzar un poco. Hari se concentró en esos movimientos convulsivos, ignorando el agua helada. Y entonces Sheelah lo alcanzó.
Lo cogió del pescuezo y lo empujó hacia la costa. Yo-pan trató de forcejear, de treparse sobre ella. Sheelah le pegó en la mandíbula. Yo-pan jadeó. Ella lo empujó hacia la orilla.
Yo-pan estaba aturdido, lo cual permitió a Hari mover las patas con fuerza. Trabajó en ello en medio de la agitación y los gorgoteos, los jadeos del pecho. Al cabo de una eternidad, sintió guijarros bajo los pies. Yo-pan subió por su cuenta a la playa pedregosa.
Hari dejó que el pan se masajeara y bailara para calentarse. Sheelah emergió empapada y exhausta, y Yo-pan la estrechó en sus agradecidos brazos.